El anagrama del cine(matógrafo)

Morán, Román, Ramón, Norma, Morna: los nombres de los principales personajes de Los delincuentes (Rodrigo Moreno) son anagramas unos de otros, un juego de variaciones a partir de sólo cinco letras. El film, además, está dividido en dos partes sembradas de rimas y paralelismos: dos secuencias en split screen que nos muestran a Morán y Román fumando acompasados, dos personajes atosigadores -el director de una oficina bancaria y el liderillo de una banda extorsionadora en la cárcel- interpretados por el mismo actor, dos apariciones de un púber idiotizado que pide tres vasos de agua seguidos, tres. Y dos enamoramientos de la joven Norma, y dos hombres apocados viviendo en paralelo una aventura entre patética y esplendorosa.

No vayan a pensar, no obstante, que las dos mitades que componen Los delincuentes son iguales. La primera transcurre sobre todo en las calles de Buenos Aires y se nos antoja un cruce extraño entre una trama de suspense sobre inocentes inesperadamente implicados al estilo de Hitchcock, y un fino comentario irónico sobre la existencia gris, rutinaria y banal de unos oficinistas apocados dignos de una tira cómica de Quino. En cambio, la segunda parte se desarrolla principalmente en Alpa Corral, una remota población de la provincia de Córdoba, y empieza como un relato acerca de tesoros escondidos a lo Stevenson para continuar, desde que aparecen unas misteriosas náyades junto a un lago rocoso, como una narración de raíz arcaica, mitológica: ¿sucumbirá Román a la atracción de Morna y Norma, se detendrá en su camino como Odiseo en las islas de Calipso y Circe? ¿O tal vez deberíamos evocar esos episodios de Las mil y una noches en los que los personajes, atraídos por algo o alguien que llama su atención, se desvían y se demoran, haciendo así que la propia narración describa más y más meandros?

Los delincuentes, pues, habita a la vez los territorios de Homero y Hitchcock, de Las mil y una noches y el cine negro clásico protagonizado por sufrientes individuos anónimos a lo Fritz Lang. Pero hay una ambigüedad más superficial, más evidente, ante nuestros ojos: la aparición esporádica de teléfonos móviles y acaso algún otro detalle nos da a entender que la trama transcurre en el tiempo presente pero muchos otros aspectos del film, particularmente el ambiente de la oficina bancaria, parecen situarnos más o menos en los años setenta u ochenta, esto es, en una época de americanas con hombreras, cortes de pelo démodés tipo Javier Milei y escritorios con calculadoras pedestres y papel carbón. ¿Estamos en el Buenos Aires de los años de la dictadura o en el de nuestros días?

Fijémonos también en que, en la segunda parte, las náyades Morna y Norma conforman un curioso trío con Ramón, el único videasta -que no cineasta- de la zona, como se hace llamar él mismo porque considera que el cine ha muerto. «O quizás no ha muerto del todo», reflexiona una noche, volviendo de una jornada de rodaje en las praderas de los alrededores de Alpa Corral. Es un rodaje lento y laborioso del que sólo sabemos que se prolonga durante largo tiempo e implica una cuidadosa captación de imágenes y sonidos de la naturaleza. Un film imposible, probablemente. O quizás, por el contrario, ése es el único cine posible: espontáneo, material, esencialista, sin guion y sin la premura por devenir en película, como reivindicaba hace unos días Matías Piñeiro -¿son las rimas y los trampantojos de Isabella un precedente de Los delincuentes?- en un coloquio del festival L’Alternativa. Paradójicamente, el cine ha muerto pero está en todas partes y en todas las épocas posibles. Por eso Los delincuentes transcurre en un no tiempo que podría ser cualquier instante de la historia del cine: el esplendor del film noir en la época de The Woman in the Window, el cine entre politiquero y descreído de los años setenta o el postcine de esta nuestra era digital.

Una parte del cine de autor más estimulante de nuestros días quiere habitar ese no tiempo en el que el cine no es exactamente clásico ni moderno, espectral o palpable, tributario o rompedor, sino todo a la vez. En el propio seno del cine argentino, la convivencia de la tradición y de los más libres extravíos parece ser la fórmula de todo un conjunto heterogéneo pero concomitante que conforman algunas de las mejores películas de los últimos años: Trenque Lauquen (Laura Citarella), La flor (Mariano Llinás), Eureka (Lisandro Alonso) y Los delincuentes comparten una determinada manera de dispersar el relato, amén de una temporalidad alambicada y una querencia por páramos alejados de la civilización, localizaciones con vocación de no lugar. Pero debemos sumar a nuestro recuento películas como Bên trong vo kén vàng o Inside the Yellow Cocoon Shell (Thien An Pham), que también se aleja de la ciudad para extraviarse en un no lugar y en un no tiempo, incluso en una misteriosa confusión de la identidad, algo que levemente sugieren los anagramas de Los delincuentes; o L’Île (Damien Manivel), que no parece tener principio ni fin sino una compleja multidimensionalidad en la que conviven el ensayo y la puesta en escena, la realidad y el simulacro; o Martin Eden, en la que Pietro Marcello convertía una novela de Jack London en un relato sin datación que transcurría aleatoriamente en la Italia del fascismo y en la del milagro económico, en la de las oleadas de refugiados africanos y en la de las novelas de Svevo…

No pasemos por alto tampoco el homenaje explícito de Rodrigo Moreno a L’Argent de Robert Bresson, film que Román y Norma van a ver al cine en un bello pasaje de Los delincuentes. Precisamente L’Argent, una historia de azar en la que un pobre diablo acaba siendo arrastrado al terreno de lo policiaco; y precisamente Bresson, cuya filmografía fue un concienzudo ejercicio de -digamos- suspensión de la dramaturgia y de la retórica, un sempiterno viaje hacia lo que él llamaba cinematógrafo por oposición al cine. Hay tal vez una manera parecida de encadenar los acontecimientos en L’Argent y Los delincuentes; por lo demás, no creo que la de Moreno sea una película especialmente bressoniana, ni desde luego las de Citarella, Llinás, Alonso, Manivel, Thien… Pero quizás un autor tan excepcional como Bresson sí tenga algo en común con todos ellos porque parecía situarse más allá del cine y, a la vez, cerquita de su más pura esencia. Y películas como Los delincuentes y las otras mencionadas parecen querer hacer algo relativamente similar partiendo de la vieja idea de la muerte del cine para recrearlo hoy como un cuerpo extraño que no tiene una datación clara ni otro espacio más que la vastedad vacía y silenciosa, un cuerpo que posiblemente no tiene ni siquiera una forma definida sino mutante, inestable. Y, en esa indefinición y en esa inestabilidad, el cine está alcanzando ahora una de sus máximas cotas de libertad.

En los brazos de Calipso

Es fácil identificar Cry Macho, el último largometraje de Clint Eastwood, como una forma oblicua de western. En parte porque empieza como The Searchers y continúa como High Noon, es decir, arranca con el encargo de rescatar a un hijo perdido en territorio hostil, igual que el film de John Ford, y se convierte más adelante en el relato de una tensa espera en un poblado donde la amenaza exterior puede llegar en cualquier momento, como en el de Fred Zinnemann. Pero Cry Macho tiene también mucho de western por estar protagonizada por un prototípico cowboy y por desarrollarse en los espacios característicos del género, esto es, un vasto campo árido y soleado, moteado de ciudades polvorientas donde rige un sentido rudo e informal de la ley.

Nótese, no obstante, que no estamos exactamente en el Far West norteamericano sino en suelo mexicano, como en los portentosos westerns decadentistas de Sam Peckinpah, The Wild Bunch y Pat Garrett & Billy the Kid; y nótese que la acción no se sitúa en esa segunda mitad del siglo XIX en la que acostumbran a estar ambientados los westerns, ni tampoco en nuestro tiempo presente. Eastwood fecha la acción de su film en 1979, es decir, justo al final de la década prodigiosa en la que alcanzó su máxima popularidad como intérprete y empezó a dirigir películas. Estamos también en las postrimerías del Nuevo Hollywood, cuando decaía una cierta visión del cine y de América a las puertas de un nuevo decenio en el que se impondrían la preponderancia de los efectos especiales y un cierto infantilismo. Precisamente, ese cambio de época encontraría un hito simbólico en el fenomenal fracaso comercial de un western tan bello y singular como es Heaven’s Gate (Michael Cimino).

¿Tiene, pues, Cry Macho rasgos de western crepuscular, como se etiquetó ya en su día Unforgiven? ¿Puede incluso considerarse una especie de despedida? No exactamente. Eastwood, que es cinco meses mayor que Jean-Luc Godard y ha cumplido ya los 91 años, no se muestra como una figura en retirada en su propio film sino como un anciano extrañamente robusto que aún monta caballos asilvestrados, propina fuertes puñetazos y conquista sin mucho esfuerzo a damas varias décadas más jóvenes que él. Son sin duda detalles chocantes, o tal vez un simple cebo que el cineasta nos pone a nosotros -o a sí mismo- para luego poner en cuestión, sin solución de continuidad, la visión acartonada de la virilidad que acompaña a ese prototipo de héroe americano, recto y enérgico, que él ha encarnado desde los orígenes de su carrera. Toda su obra como director, de hecho, gira alrededor de ese cuestionamiento.

Fijémonos de nuevo en la anécdota: el cuerpo central de la trama nos relata un alto en el camino, esto es, una prolongada estancia en el pueblecito en el que Eastwood y su joven acompañante encuentran la hospitalidad de una suerte de Calipso mexicana antes de retomar su trayecto hacia la frontera. Quizás en ese detalle reside la significación profunda del film que nos ocupa. Eastwood no ha pretendido con Cry Macho articular un discurso complejo, explorar algo nuevo o dejarnos una obra revestida de solemnidad. Más bien ha querido hacer como su personaje, es decir, detenerse en el territorio en el que se siente cómodo, aquello con lo que se identifica, y decirnos: «Ésta es mi visión del cine, éstos son sus espacios y sus caracteres, y aquí me quedo». En ese sentido, Eastwood sí actúa como un hombre de edad provecta, un viejo sabio que ya nos ha dicho lo que nos tenía que decir, no necesita firmar su obra maestra y prefiere celebrar la vitalidad inmarcesible de un territorio mítico y de un arte que hunde sus raíces en el gran cine clásico hollywoodiense. Y bailar, aunque resulte inverosímil, con su enamorada en una estancia vacía al atardecer. Porque el cine americano es también ese placer por las cosas sencillas y por el contacto con la naturaleza, pulsiones recurrentes en la cultura que atraviesa toda la historia del país más allá del cinematógrafo, del pensamiento de Emerson y Thoreau a los poemas de William Carlos Williams o Raymond Carver.

La cara B fantástica del cine francés (Mandico, Gonzalez y Ossang) – Las otras olas del mar

De todo ese torrente de información que aportan los títulos de crédito finales de las películas modernas, algunas de las pistas más interesantes que puede encontrar el esmerado cinéfilo que aguanta hasta el final se encuentran en el capítulo de agradecimientos. Así pues, en los créditos con los que concluye Les Garçons sauvages, de Bertrand Mandico, aparece entre los agradecimientos el nombre de Yann Gonzalez, el director de Un couteau dans le coeurSIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/la-cara-b-fantastica-del-cine-frances-mandico-gonzalez-y-ossang/