Muchos personajes llevan efectivamente una doble vida en Doubles vies, el último largometraje de Olivier Assayas. Y, en el caso de Juliette Binoche, su doble existencia trasciende el marco de la pantalla porque es actriz en el film y en la realidad. Todo el cine de Assayas, de hecho, está recorrido por una dualidad inmanente que no se muestra de forma explícita pero se puede adivinar detrás de cada plano, de cada diálogo: la dualidad entre lo que nos cuenta el film y un cierto comentario entre líneas sobre el oficio de hacer y ver cine, que es a fin de cuentas la cuestión mayor de la modernidad cinematográfica. No es casual, por ejemplo, que realizadores tan autoexigentes y avanzados como Isaki Lacuesta o Apichatpong Weerasethakul hayan hecho también de la dualidad la forma esencial de todo su cine.
Quizás no parece que así sea en un film tan prosaico como Doubles vies, en el que profesionales del mundo editorial, escritores, artistas y demás profesionales liberales -en una Francia que se nos antoja más proclive a cenar sushi que a enfundarse un chaleco amarillo- afrontan los avatares de la mediana edad y le dan vueltas y más vueltas a la transformación del conocimiento y del orden social que está imponiendo nuestra vida digital. El film toca todos los temas: la edición de libros, el futuro del cine, la crisis del periodismo, la transfiguración de la política… La zozobra del mundo actual es escudriñada por Assayas a través de sus criaturas parlantes, y se pregunta así acerca de sus razones y sus posibles derivas.
¿Se ha convertido Assayas en un plomo, en ese tipo de cineastas que discursean con películas prolijas y explícitas? Doubles vies puede confundirse con el peor modelo de cine “político”, desde la brasa didáctica de las películas de Costa-Gavras a todos esos encuentros filmados entre cultos y sofisticados integrantes de la clase media que hablan y hablan. No obstante, el film de Assayas está en realidad muy lejos de esa huera “puesta en cháchara” y trata de ejecutar una verdadera representación de las contradicciones del mundo de hoy. Ninguna discusión es azarosa, hay una consonancia entre el debate de los personajes y la puesta en escena. Hasta los desnudos responden a un compromiso con la noción de qué y cómo debe ser mostrado. Assayas reivindica una suerte de cine socrático que no consiste en filmar diálogos sino en hacer del diálogo una forma cinematográfica, una manera de discurrir. Todo su cine anterior ha tendido, de hecho, hacia esa arquitectura fílmica.
El cine de Assayas tiene algo de periodístico por su inclinación a describir y analizar el mundo actual. Pero, en definitiva, todo desemboca en cómo el mundo está transformando la naturaleza de las imágenes, la noción de realidad, el significado y el papel del cinematógrafo. Y no es un diálogo cerrado, al contrario; está lleno de contradicciones, de renglones torcidos, y ni siquiera el público se libra de su parte de responsabilidad en ninguno de los ámbitos que comparecen en Doubles vies (decíamos: los libros, el arte, el audiovisual, la información, la política). Todo es inestable e incierto; lo que está en cuestión, en definitiva, es la noción de verdad. Y, en un film donde nada es azaroso, lo es aún menos la alusión a Nattvardsgästerna (Los comulgantes), película fundamental de un cineasta fundamental, Ingmar Bergman, sobre la crisis de fe de un pastor protestante. Assayas hace en cierta manera una declaración de fe en el cine a pesar del particular silencio de Dios que supone para nuestros ojos la saturación digital; fe en la capacidad del cinematógrafo por seguir arrojando una forma de verdad sobre las imágenes, ergo sobre el mundo. Es necesario ese compromiso ante lo que se muestra y lo que no, ante el valor moral de la forma de las imágenes, que es en definitiva lo que de cinematográfico tiene el cine.
En un discurso tan abierto pero a la vez tan bien armado como es el de Doubles vies, el plano final del film es sumamente significativo y concluyente (obviamente, lector, se avecina un spoiler). A pesar de las idas y venidas de la pareja a lo largo del metraje, en la última secuencia, una de las protagonistas anuncia a su compañero sentimental que está en estado de buena esperanza. Y ambos, sentados en una ladera cerca de la costa, observan la imagen de un barco que se adentra en el mar. De la cita de Los comulgantes pasamos a otra de Tôkyô monogatari, a una imagen icónica que vuelve con cierta recurrencia. Y, en ese instante final, conviven el empuje hacia el futuro que simboliza el embarazo de la protagonista con el avance ineluctable hacia la extinción del que nos habla el guiño a la película de Yasujirô Ozu. Nuestro presente es eso, un doble movimiento contradictorio hacia el porvenir y hacia la nada.