La espera y la danza

«Está provado, quem espera nunca alcança», canta Chico Buarque en un verso de Bom conselho que recuerdo a menudo. Podría ser el epígrafe de Il deserto dei tartari, la película de Valerio Zurlini que adapta la novela homónima de Dino Buzzati sobre una fortaleza perdida en el desierto donde un destacamento militar aguarda durante largos años un ataque del enemigo que jamás se concreta. O podría ser el epígrafe de La Bête dans la jungle, el largometraje de Patric Chiha que, en su caso, se basa en La bestia en la jungla de Henry James, igual que La Bête de Bertrand Bonello. Ambas son adaptaciones heterodoxas, películas que más bien se inspiran en el texto de James para armar su propio constructo. No obstante, en los dos filmes permanece el núcleo argumental consistente en una bizarra relación entre John Marcher y May Bartram, un hombre y una mujer que esperan constantemente la llegada de un acontecimiento indefinido que se les antoja crucial y definitivo, ya sea para bien o para mal.

Chiha sitúa esa espera y los encuentros cotidianos entre los protagonistas en una discoteca subterránea donde, noche tras noche, danzan los cuerpos de decenas de jóvenes ora disfrazados, ora semidesnudos, como poseídos por una suerte de éxtasis dionisíaco. La trama arranca a finales de los años setenta y las alusiones marginales al devenir de la historia -la victoria electoral de François Miterrand, la plaga del SIDA, la caída de la RDA…- nos van informando del paso del tiempo mientras que, en el seno de esa sala irreal, los años parecen haberse fundido en una masa viscosa de noche sempiterna. La Bête dans la jungle acaba convirtiéndose en el nombre de ese local que pretende ser un no lugar fuera del tiempo. Pero la apertura automática de un tragaluz deja entrar de vez en cuando la claridad del exterior, revelando las dimensiones del teatro; y el ineluctable paso del tiempo atrapa a los dos protagonistas que, aguardando algo que no llega jamás, acaban alcanzando sin advertirlo la madurez y se van acercando al final de sus encuentros nocturnos y, a la postre, al final de sus días.

La Bête dans la jungle es, decíamos, el nombre de la discoteca: no es un detalle menor que el local se llame como el texto de James y como el propio film. Todo relato es, en cierto sentido, una especie de confinamiento en un espacio-tiempo fantástico. Y el cine siempre parece expectante ante la llegada de algo inconcreto, ya sea la muerte, una nueva oleada de modernidad o lo que sea. Aguardamos el futuro sin percatarnos de que la única realidad tangible a nuestro alrededor es esa danza sensual y constante de los cuerpos que se contorsionan entrelazados como serpientes en un cesto de mimbre. El cine es la filmación de la decadencia, ese retorcimiento de las formas que siempre parece preceder al fin del mundo. La Bête dans la jungle nos recuerda a determinados pasajes del cine de Luchino Visconti –La caduta degli dei, Ludwig…- en los que los cuerpos desnudos se desparraman por la imagen con indolencia; pero también a cierta faceta lunática del cine de Raúl Ruiz, cuando el tiempo y el espacio adquieren una cualidad extraña y deforme, como si se desmontaran ante nuestros ojos.

Todo en el film de Chiha tiene un aire espectral hasta que -lo que sigue puede considerarse un spoiler– asistimos efectivamente a la conversión en fantasma de May y comprendemos que lo único que esperamos siempre, lo único que habitamos todo el tiempo de manera anticipada, es la muerte. Podemos fabular así que el personaje de la portera encapuchada que da acceso a la discoteca a través de una sugerente cortina es un trasunto de Caronte que nos introduce en el inframundo; o acaso lo sea Monsieur Pipi, el guardián de los lavabos, quien exige unas monedas igual que el barquero al ayudarnos a atravesar la laguna Estigia. En definitiva, el cine y la muerte del cine son lo mismo: una espera constante durante la cual pasan las cosas, un Hades vaporoso en el que los cuerpos danzan ebrios, fuera del tiempo. Por eso, cuando nos interrogamos acerca del futuro, quizás deberíamos empezar por asumir que hemos muerto ya todos y, simplemente, bailar.

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