Sueño del fantástico

El cine es también un medio por el que volver a maravillarnos ante lo extraño. Supongamos que la fascinación que ejercieron las imágenes sobre los primeros espectadores del cinematógrafo de los Lumière es la misma que provoca a cada uno de nosotros cuando las descubrimos en nuestra primera infancia: la composición que se genera al encuadrar el mundo en un paralelepípedo, la capacidad de mirar las cosas a diferentes distancias, los efectos que provoca el encadenamiento de una imagen detrás de otra… El cine siempre está cerca de lo fantástico y por eso hay algo esencial en esos filmes que, siendo o no de género, se adentran en lo misterioso, lo latente, lo inexpresable.

El último largometraje de Bi Gan, Di qiu zui hou de ye wan o Largo viaje hacia la noche (título que parafrasea el de una obra de Eugène O’Neill: nada que ver, que nadie se despiste), nos lleva al encuentro con ese instinto esencial del cinematógrafo, esa propensión a lo misterioso. Poco hay que explicar de la trama: un hombre anhela reencontrar a la amada extraviada, como el Scottie de Vertigo. Y, como si fuera una versión radicalizada del film de Hitchcock, el de Bi Gan evoluciona de thriller onírico en su primera mitad a virtual cuento fantástico en el largo plano secuencia que ocupa la segunda parte del metraje. Pruebas, búsquedas, templos prohibidos, mitos, historias antiguas y fantasmagorías conforman el alma de la película, el paisaje de un viaje al final de la noche del cine que guarda concomitancias con multitud de novelas gráficas y relatos que nutren el género fantástico en sentido amplio.

Hay películas que parecen tener la virtud de la globalidad, como si reflejaran por sí mismas todo el cine de su tiempo o plantearan incluso una completa filosofía del hecho cinematográfico. Es el caso del film de Bi, el cual, más allá de sus virtudes o flaquezas, parece convocar multitud de rasgos definitorios y fuerzas motrices del cine de hoy. De entrada, como decíamos, recoge la profunda influencia del Vertigo hitchcockiano, que ya ejerce como un conocimiento mítico que recorre nuestra cultura cinematográfica toda; la misma influencia que se hace notar en otro film paradigmático de 2018, Under the Silver Lake (David Robert Mitchell). La escisión de la historia en dos partes nos hace pensar en la obra de Apichatpong Weerasethakul, quizás el más radical realizador de nuestro presente, que parece haber reinventado la noción de relato y la lógica del espacio y el tiempo. De hecho, Largo viaje hacia la noche es también hija del nuevo tiempo cinematográfico del siglo XXI, un tiempo dilatado, enrarecido, cuya expresión más pura está tal vez en las películas de Tsai Ming-Liang, otra reminiscencia identificable en el film que nos ocupa. Y Bi cita en los agradecimientos de los títulos de crédito a Hou Hsiao-Hsien, a quien debemos buena parte de la paternidad de ese tiempo característico de nuestro cine.

El film, además, transcurre en un espacio característicamente onírico, un espacio más simbólico que material que remite a los laberintos interiores de David Lynch y a la tierra incógnita de Jauja (Lisandro Alonso). En esa noche del cinematógrafo, en ese sueño del fantástico en el que transcurre la película, hay incluso un bello diálogo que recuerda al memorable cara a cara entre Harry Dean Stanton y Nastassja Kinski al final de Paris, Texas. Pero lo que en el film de Wim Wenders era un encuentro, en el de Bi es por el contrario la constatación de una ausencia, de una separación. El cine del siglo XXI, el arte de Weerasethakul, Alonso o Bi, es definitivamente una puerta abierta a lo ignoto mucho más que un punto de llegada a una tierra prometida que nunca existirá.

 

 

Elogio del atolondramiento

Hasta ahora, el cine dirigido por Louis Garrel se nos antoja, más que el desencadenante de algo nuevo, sobre todo la consecuencia de otras cosas. De entrada, es inevitable compararlo con el de su padre Philippe. Uno no puede abstraerse de esa filiación que, además, ha propiciado una fructífera colaboración delante y detrás de la cámara. Louis ha heredado los temas caros al cine de Philippe: el amor y el desamor, la soledad y la melancolía, la inefabilidad de la felicidad y las heridas de las relaciones humanas. Pero, frente al tono melancólico y grave del director de Les Amants réguliers, Louis Garrel practica un cine de aire más ligero y vitalista. Parece querer asomarse a la generación anterior a la de su padre y escudriñar en las texturas de un cierto cine de la Nouvelle Vague, especialmente en la obra de François Truffaut, un referente que acude con recurrencia a la mente de uno cuando ve las películas del joven Garrel.

L’Homme fidèle es su segundo largometraje y se sustenta sobre una combinación efectivamente muy truffautiana de enredo romántico y trama policiaca de reminiscencias hitchcockianas. No son en realidad muchos los ingredientes de thriller de la trama pero ahí están, como ocurre en algunos filmes de Arnaud Desplechin, realizador con el que Garrel ha trabajado en Les Fantômes d’Ismaël y que figura entre los agradecimientos de L’Homme fidèle. Garrel y Desplechin vuelven sobre esa característica revisión de las formas del cine americano en el seno del cine francés que surge precisamente en la Nouvelle Vague, en las películas de Truffaut o en el Godard de su primera etapa. Films en los que la huella de Hitchcock es persistentemente explorada, reproducida y homenajeada.

La historia que nos cuenta L’Homme fidèle podría perfectamente ser la de una película de Desplechin: un hombre debatiéndose entre dos mujeres, un niño que ve con más claridad que los adultos e interviene decisivamente en la historia, un protagonista atolondrado que se interroga sobre las motivaciones y sentimientos de las mujeres de las que se enamora, un velo de sospecha y temor que deriva seguramente de esa burda incomprensión ante las figuras femeninas. Abel, el personaje que encarna el propio Garrel, es tan obtuso e indeciso como el Joaquin Phoenix de Two Lovers, el film de James Gray (que, no obstante, está quizás más cerca del acento pesaroso de Philippe Garrel que de la ligereza de los films de Louis).

En la atribulada figura de Abel se adivina la alargada sombre de Antoine Doinel, que no es sólo el protagonista de la saga de films de Truffaut sino un icono indeleble del cine moderno que nos ha dejado un tipo estandarizado, un personaje recurrente: el protagonista masculino superado por las circunstancias y perdido en sus cavilaciones. Es el personaje central de A Scanner Darkly (Richard Linklater) o de Beoning (o sea, Burning, de Lee Chang-dong), es el quimérico inquilino de Le Locataire (Roman Polanski), son los botarates de las películas de Hong Sang-soo, es el investigador privado de Inherent Vice (Paul Thomas Anderson) y su sosias de Under the Silver Lake (David Robert Mitchell), es el dramaturgo de Synecdoche, New York (Charlie Kaufman), es Il regista di matrimoni de Marco Bellocchio, es Nanni Moretti siempre. Está incluso en las figuras atormentadas sobre las que construye sus filmes Paul Schrader. Aunque lo de Woody Allen es algo muy particular, puede que muchos de sus personajes protagonistas respondan también a ese modelo. Y, desde una perspectiva más melancólica, es también una figura recurrente en las películas de Philippe Garrel. Es, en definitiva, un flâneur urbano y taciturno que, con su despiste y su languidez, acarrea sobre sus espaldas toda esa actitud interrogadora del cine moderno, ese sentido del vagar sin rumbo pero con recobrada libertad.

Y lo curioso es que, en el cine de Hitchcock, el protagonista también es a menudo un varón atribulado por un entorno que lo arrastra contra su voluntad, tipos que han perdido el control de sus circunstancias como el Scottie de Vertigo, el sacerdote de I Confess o el Roger Thornhill de North by Northwest. Quizás ese punto de vista tan característicamente viril parezca alejado de la manera como se ha empezado a representar lo masculino y lo femenino en el cine de hoy; o, tal vez, es precisamente en esos protagonistas del cine de la Nouvelle Vague y su larga estela, e incluso en los de las películas de Hitchock, donde se opera un cambio que acompaña a las mutaciones del propio cinematógrafo. A medida que se desdibujan las formas, la figura del héroe machuno se ve también desestabilizada; y, al explicarnos su atolondramiento, el cine nos está diciendo entre líneas que busca también situarse en una incerteza liberadora. Y luego llegó Frances Ha, y llegó Greta Gerwig; pero ésa es ya otra historia.

 

 

Los demonios

Desde que fue presentada en el festival de Venecia, Napszállta (o Atardecer, la nueva película de Lázsló Nemes) ha generado una cierta decepción. La fórmula que llamó poderosamente la atención en Saul fia (El hijo de Saúl) provoca ahora rechazo en algunos críticos y resulta muy artificial a sus ojos. Y lo entiendo perfectamente aunque también creo que vale la pena hacer alguna matización. Sobre todo porque no me puedo abstraer del hecho de que los dos largometrajes son formalmente muy parecidos. Tanto, que podría decirse que Napszállta es un “virtual remake” de Saul fia, por usar una deliciosa expresión del añorado José Luis Guarner. Incluso los rostros de los protagonistas se comportan igual en ambas películas, observando con expresión de pasmo algo siempre fuera de campo.

El problema parece ser que Saul fia transmitía una cierta frescura, y que su manera de pegar la cámara al protagonista y encerrar así el relato en un rostro que observa y nos guía representaba una toma de posición honesta y concienzuda a propósito de la dichosa cuestión de cómo hacer comparecer el horror en el lienzo de la pantalla; en cambio, Napszállta parece haber perdido esa frescura y adoptar las mismas formas de su predecesora de manera algo forzada. No obstante, uno se plantea que, quizás, parte de esa artificialidad estaba ya en Saul fia: la epopeya del Sonderkommando empeñado en dar sepultura a un supuesto hijo suyo según el rito judío no era sólo una ráfaga de planos espontáneos sino que dejaba entrever también detalles que la convertían en una película calculada y a ratos incluso manipuladora sin que ello empobreciera el resultado del conjunto. Napszállta, en fin, es un film en el que habita una cierta contradicción entre una forma que se quiere muy abstracta y libre y una propensión al tipo de cine discursivo y engolado al que estamos más acostumbrados (la suerte de epílogo que cierra la película, por ejemplo, es seguramente lo más tedioso de todo el metraje; aunque también en Saul fia, por cierto, era el final lo que menos me agradó).

Napszállta nos relata las cuitas de una joven que llega a Budapest poco antes del estallido de la I Guerra Mundial en pos de sus raíces familiares. Y llega procedente de Trieste, la ciudad en los límites del imperio, el microcosmos de Claudio Magris. Como Saul fia, la película nos relata una indagación inconcreta, errante, y deviene una ficción que se busca a sí misma todo el tiempo. Pero la nueva película de Nemes resalta más la faceta irreal del recorrido, y comparte con Under the Silver Lake un onirismo de tipo felliniano en el que las cosas no dejan de ser extrañas e inquietantes. Particularmente la actitud de todos los personajes que rodean a Írisz, la protagonista, seres que están invariablemente de mala leche y desconfían tanto como inspiran desconfianza, como en la adaptación de El proceso de Orson Welles. Son burgueses de oscuras intenciones y proletarios con tendencia a la violación colectiva, compañeras poco propensas a la complicidad y anfitriones a regañadientes, gente que ya sabe mucho de ti cuando apenas cruzas el umbral de la puerta y, de vez en cuando, unos sicarios de dudosa adscripción ataviados con abrigos y bombines como esos tipos de las telas de Magritte. Y todo envuelto en un desasosiego inconcreto y acechante.

Entre unos aristócratas germanoparlantes que ya parecen apuntar maneras de cara al futuro que representa Saul fia y unos impíos terroristas anarquistas que podrían ser los herederos de Los demonios de Dostoyevski, constatamos que, en este atardecer del imperio austrohúngaro de László Nemes, el sistema y la rebelión son turbios, sospechosos y finalmente malignos por igual. Imposible no pensar en el cul-de-sac del mundo de hoy, en el que tanto el neoliberalismo sin alma como su creciente respuesta de tintes neofascistas arrojan sombras muy oscuras sobre el futuro. Quizás sea eso también algo de lo que debilita Napszállta: la cercanía a lo alegórico, a una lectura entre líneas demasiado fácil o demasiado calculada. No obstante, Nemes sigue transmitiendo, para el arriba firmante, la estimulante sensación de estar indagando formas desde las que redescubrir la mirada, aunque sea dando palos de ciego.