Palabras para Julia

Pensando como cinéfilo empedernido, el arranque de Las chicas están bien, primer largometraje dirigido por Itsaso Arana, puede parecer un chiste a propósito del famoso «No trespassing» que reza un letrero herrumbroso en el plano que abre Citizen Kane. Las cinco protagonistas del film están intentando trabajosamente abrir una puerta metálica para acceder a lo que parece un dominio en mitad del bosque y, de repente, aparece Julia, una niña pizpireta que les trae una llave. La joven Julia invita a entrar a las actrices, entre las cuales está la propia Arana, que también nos está invitando indirectamente a penetrar en su territorio fílmico.

Ese territorio nos mostrará enseguida sus calambures y trampantojos. Ahí adentro, Itsaso Arana se llama Itsaso y dirige una puesta en escena, y las otras cuatro protagonistas -Irene Escolar, Helena Ezquerro, Bárbara Lennie e Itziar Manero- mantienen también sus nombres de pila y sus rasgos biográficos verídicos. Digamos que son ellas mismas pero insertadas en una ficción, o tal vez en una no ficción. Su trabajo sobre un texto teatral de origen incierto se nos va aclarando con cierta morosidad: ya está muy avanzada la película cuando nos explican a grandes rasgos de qué va la trama. Y, antes de llegar a ese punto, vamos notando poco a poco que los textos declamados incorporan frases surgidas de la conversación entre las cinco actrices. Porque Las chicas están bien dedica en realidad la mayor parte de su metraje a los momentos de distensión, las conversaciones en grupo entre sesiones de trabajo o momentos con un estatus ambiguo en los que nuestras protagonistas parecen jugar pero están de hecho trabajando en el texto y su representación.

La película, en suma, no es exactamente la puesta en escena de una puesta en escena, sino más bien la recreación de cómo la vida misma deviene en materia prima de la puesta en escena. O, por decirlo de modo más sencillo, Las chicas están bien trata, entre otras cuestiones, sobre cómo la verdad penetra en la ficción. Quizás lo más estimulante del film sea ese estatus indefinido entre ficción y documental que recorre sus imágenes, invitando al espectador a cuestionarse en todo momento cuánto hay escrito previamente y cuánto se está escribiendo en directo ante sus ojos. Es crucial, en ese sentido, el concepto de trabajo grupal que transmite la película, la idea de troupe en la que el rol autoral queda repartido entre un bullicioso colectivo que hormiguea delante y detrás de la cámara. Y es inevitable pensar en una analogía con esos filmes de Matías Piñeiro sobre grupos de actrices que ensayan, manosean y deconstruyen textos shakespearianos, un referente citado explícitamente por la propia Arana en la presentación del film que tuvo lugar hace unos días en el cine Phenomena en Barcelona. Pero, ¿por qué no pensar también en Ema, ese largometraje de Pablo Larraín sobre un grupo de bailarinas que se emancipa de su compañía de danza y se lanza a bailar reguetón a su rollo, en plena calle y sin sujeción a ningún plan o jerarquía?

Las chicas están bien está sembrada de destellos de belleza fruto de esa espontaneidad pero también fruto de un trabajo de puesta en escena mucho más meditado de lo que puede dar a entender esa suerte de asamblearismo sui géneris que vemos en la pantalla. La secuencia de la incursión en la fiesta del pueblo, por ejemplo, está dotada de un impecable sentido del ritmo, amén de ser divertidísima, y muestra un manejo del diálogo que nos hace pensar en la comedia clásica americana a lo Howard Hawks. Y, cuando descubrimos que los textos ensayados corresponden en buena medida a las cartas de un hermano que está lejos, la idea de lo epistolar se apodera del film, lo cual nos lleva a reflexionar sobre cuán importante es el motivo de la carta íntima recitada en determinados episodios del cine moderno o modernísimo: una de las actrices, Itziar Manero, graba un mensaje en un contestador para su madre fallecida, como hacía Margherita Buy en un hermosísimo pasaje de Tre piani (Nanni Moretti); Irene Escolar, por su parte, se declara en el mensaje de voz más lírico de la historia de Whatsapp, un momento que nos recuerda al cine de Pablo García Canga; y Bárbara Lennie, al leer su texto mirando a cámara, nos trae el recuerdo de Les Deux Anglaises et le continent y de un cineasta, François Truffaut, que siempre nos dejó ver, con un estilo muy diferente pero igual de cálido, cómo se colaba la vida por las rendijas de la ficción.

Cito a menudo ese vitalismo de Truffaut cuando comento las películas de Jonás Trueba, que en Las chicas están bien asume el rol de productor. Es cierto que, como declaraba Arana en el Phenomena, el sello estilístico de Los Ilusos recorre el film; pero, si nos fijamos bien, entre las alusiones a los cuentos populares y otros detalles, la realizadora imprime un tono muy distinto, más travieso e incluso tramposo en el mejor sentido del término, empezando por el detalle de que las chicas del título no son cinco sino ocho, contando con Julia, Mercedes -la dueña de la casa- y la niña que no llegamos a ver porque todavía habita en el vientre de su madre. Fijémonos además en que la película describe un confinamiento veraniego en una casa rural para ejecutar una puesta en escena, es decir, lo mismo que los Diários de Otsoga de Miguel Gomes y O trio em mi bemol, de Rita Azevedo Gomes, dos títulos fundamentales del cine post COVID-19.

A veces pienso que una parte del cine de autor más interesante habita permanentemente en el ambiente ocioso y festivo del grupo de cazadores-vividores de Hatari! (Howard Hawks, de nuevo) porque es en esos apartes, en esa suspensión del tiempo ordinario que propicia el verano y la distancia de la ciudad, donde la ficción se genera de manera más fructífera, en contacto con la vida misma. Ahí se sitúa Las chicas están bien y ahí emergen y se imponen los temas esenciales de la aventura humana: la pérdida, el amor, la transmisión intergeneracional. La última carta del film tiene como destinataria a una niña que aún no ha nacido y quizás toda la película se dirige en cierto sentido a las nuevas generaciones, a las mujeres que vendrán, como las Palabras para Julia de José Agustín Goytisolo. Precisamente, una de las sorpresas del film es el protagonismo que adquiere por momentos la joven Julia, que se adueña de la función por derecho de improvisación y de rebeldía. Las chicas están bien, en fin, es un film valioso porque, entre otros motivos, apunta hacia el futuro.

D’A 2023 – Punto Omega

Leemos en internet varias descripciones del punto omega —concepto acuñado por el pensador jesuita Pierre Teilhard de Chardin— como, digamos, un extremo abstracto y místico de la conciencia. Para este cronista, Punto Omega (2010) es la novela de Don DeLillo que, en sus primeras páginas, relaciona ese concepto con 24 Hour Psycho, la videoinstalación de 1993 del artista Douglas Gordon en la que Psicosis (Psycho, 1960) era proyectada al ralentí hasta tener una duración de 24 horas en lugar de los 109 minutos originales. La idea vendría a ser grosso modo que, al observar esa manipulación del film de Alfred Hitchcock, podemos alcanzar una suerte de punto omega de la experiencia como espectadores. Esa podría ser también una definición de lo experimental en el cine; o quizás de todo el cine de autor, en un sentido mucho más amplio, a juzgar por lo que hemos visto en la decimotercera edición del D’A, el festival de cine de autor de Barcelona, que ha tenido lugar entre el 23 de marzo y el 2 de abril. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/da-2023/

Gente hablando

Si Otto e mezzo se nos antoja un título tan importante en la historia del cine, si Truffaut llegó a decir que era la película que todos los cineastas hubieran querido hacer, es entre otros motivos porque trata sobre el bloqueo creativo y la dificultad de materializar con precisión lo que uno tiene en la cabeza, una íntima imposibilidad que acompaña al ejercicio de la mise en scène. Adolfo -o Ado- Arrieta sufre algo parecido durante el rodaje que representa O trio em mi bemol, el último largometraje de Rita Azevedo Gomes: víctima de un ataque de perfeccionismo, de purismo o de lo que sea, el cineasta manifiesta varias veces a su equipo que lo que han rodado es perfecto pero, aun así, se debe repetir.

Una parte sustancial de la modernidad cinematográfica, en todas sus oleadas y metamorfosis, consiste en transparentar no sólo el proceso creativo sino también esa sensación de búsqueda de lo inasible, un utopismo incorregible que quizás sea la inquietud que impele el avance del cine a lo largo del tiempo y a pesar de los pesares. O trio em mi bemol nos habla de eso y de otras cosas recreando la filmación de un texto de Éric Rohmer en el que una pareja ya separada se reencuentra y parece estar también permanentemente en busca de algo: de una pieza musical, el trío de Mozart que da título a la obra de Rohmer y a la película de Azevedo, pero también el entendimiento entre ellos, la reconquista de un amor pasado.

La cineasta portuguesa hace profesión de austeridad confinando todo el metraje en la casa ajardinada donde se produce el rodaje, a la manera de sus compatriotas Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes en Diários de Otsoga, y filmando permanentemente en planos fijos. Pero no hace falta nada más para que este objeto extraño que es O trio em mi bemol nos remita no sólo a la sardónica visión de la humanidad de Rohmer sino también al cine de Ingmar Bergman o John Cassavetes, es decir, a algunos de los más memorables episodios del cine de la modernidad que nos han llevado justamente a compartir las crisis de pareja de sus personajes entre las paredes de apartamentos repentinamente opresivos.

Los protagonistas de O trio em mi bemol hablan y hablan, dan vueltas una y otra vez sobre la música y sobre su relación, como Jesse y Céline en las películas-paseo de Richard Linklater, quizás una trilogía más cercana a la película de Azevedo que los filmes de Bergman o Cassavetes aunque sólo sea por el tono, engañosamente ligero. Las parejas de Linklater y Azevedo divagan, van de un tema a otro como en una conversación real. Parece que la cineasta portuguesa está encontrando en esa manera de discurrir una forma cinematográfica fundamental, pues su obra tiende hacia la preponderancia de la palabra y hacia el abrazo de la digresión, a tenor de lo que nos muestran Correspondências, Danses macabres, squelettes et autres fantaisies -que Azevedo firma junto a Pierre Léon y Jean-Louis Schefer- y la que nos ocupa.

No es menos importante, en la obra de Azevedo, una marcada intertextualidad o, si se prefiere, una idea muy singular de cine expandido. Sus películas nos hacen sentir como pocas el cruce entre la puesta en escena cinematográfica y el texto, la composición pictórica, la cadencia musical o la teatralidad. Como si paseara por compartimentos imaginarios que contienen pasadizos secretos, comunicaciones inesperadas del cine con todo lo demás, igual que sus personajes pasean en sentido literal y conversan yendo de un tema a otro. El largo diálogo con Jean-Louis Schefer de Danses macabres… es elocuente al respecto, pues nos muestra una manera de divagar que por momentos nos recuerda a la estructura de las últimas realizaciones de Godard, ensayos investidos de una cadencia poética.

Cuando escribimos sobre Azevedo, recordamos recurrentemente que, años ha, fue ayudante de Manoel de Oliveira, otro cineasta de la intertextualidad con quien comparte el interés por las profundas raíces culturales y literarias del cine. Conversando con Schefer, la realizadora parece encontrar en las representaciones medievales de danzas macabras un origen atávico del cine e incluso halla reminiscencias del tema en La Règle du jeu de Renoir, en Le Charme discret de la bourgeoisie de Buñuel, en Utamaro o meguru gonin no onna de Mizoguchi, en el cine de los hermanos Lumière y en el de Walt Disney…

Quizás la danza macabra del cine de Azevedo sea una tertulia sempiterna como la de Malmkrog (Cristi Puiu), una conversación sin rumbo, sin plan establecido, y por eso sus películas se están impregnando de una característica espontaneidad. El cine como coloquio infinito con las otras artes y con el poder de la palabra, el cine como ensayo permanente que no defiende una tesis sino que simplemente fluye para ver qué acontece con ese fluir; y cada película, en fin, es en realidad una obra inagotable, el camino hacia una perfección utópica y la sugerencia de mil otras películas hipotéticas, como los sueños de Guido en Otto e mezzo o las innúmeras transformaciones del Monsieur Oscar de Holy Motors. Con muy poco, apenas un puñado de persona conversando frente a la cámara, los filmes de nuestra realizadora contienen a su manera toda la historia del cine y todas sus posibles derivadas. Es difícil precisar cómo será el futuro del cine pero no podemos negar que cineastas como Azevedo lo llevan con denuedo hacia nuevas fronteras, a la conquista de una libertad siempre renovada.