La piedad

Pocas voces en el cine de nuestro tiempo son capaces de transmitir la melancolía con tanta intensidad como Kelly Reichardt. Para ello, cuenta con una valiosa colaboradora frente a la cámara: Michelle Williams despliega en Wendy and Lucy, Meek’s Cutoff o Certain Women una rara veracidad, su presencia en la pantalla nos hace sentir la desolación y la frustración de una forma muy genuina (algo, por cierto, que también pasaba en Manchester by the Sea, de Kenneth Lonergan). Pero quizás el personaje más frágil y conmovedor que ha compuesto Williams en el cine de Reichardt sea la protagonista de Showing Up, último largometraje de la realizadora hasta la fecha.

Showing Up arroja una visión negrísima de la sociedad estadounidense actual y abunda en una enmienda al sueño americano que Reichardt ya planteó en sus oblicuos y desencantados westerns, Meek’s Cutoff y First Cow. El film describe la precaria existencia de una escultora que batalla, exánime pero decidida, por ejecutar su obra y darle visibilidad en medio de un ambiente tan bohemio como farisaico donde la competitividad más venenosa se disimula colectivamente tras las más artificiales sonrisas y cordialidades. Las cosas no son mucho mejores en casa, donde la protagonista ha de tragarse la condescendencia de una arrendadora presuntamente amistosa que ocupa a placer el espacio físico y sonoro, abusa de su confianza y se desentiende de reparar averías urgentes. Last but not least, las relaciones familiares de nuestra escultora son tan disfuncionales como gélidas: su madre la explota y menosprecia, el padre va a la suya, el hermano demente le dispensa un trato áspero e ingrato.

Hemos visto en el cine americano moderno otros largometrajes sobre las idas y venidas de un protagonista cuya existencia caótica se descompone por momentos: Affliction (Paul Schrader), Inside Llewyn Davis (Joel & Ethan Coen) o Frances Ha (Noah Baumbach) son títulos muy diferentes entre sí pero tienen en común un cierto recorrido hacia la desesperación de sus criaturas. Showing Up sigue también esos derroteros pero añade un elemento singular: a lo largo del film, Williams se ve en la tesitura de tener que encargarse de los cuidados de un palomo herido por el que desarrolla progresivamente un afecto puro, una piedad sincera que parece haber abandonado todas las relaciones humanas que le rodean. Y esa obsesión de la protagonista permite al film adoptar un tono extraño e inesperado, lo mismo que la larga trama del gato perdido en Madadayo, la última realización de Akira Kurosawa.

Es más: en los instantes postreros del metraje, cuando el palomo echa el vuelo por fin recuperado, la película se abandona a una sucesión de planos del cielo y de las copas de los árboles surcados por cables de electricidad o de teléfono, como los serenos pillow shots del cine de Yasujirô Ozu. Showing Up, un film susurrante pero poderosísimo, se convierte en una compleja mixtura que combina un cierto look del cine indie americano con un poso fabulístico y humanista propio de cineastas como Abbas Kiarostami o el antedicho Kurosawa. Así pues, Reichard conjuga en su largometraje un comentario sutilmente social sobre los valores del capitalismo estadounidense de hoy con un bellísimo giro en el corazón del cine americano al incorporar acentos inesperados, ricas reverberaciones de un cine de autor que queda lejos, muy lejos de Hollywood. Porque en el gran cine, igual que la gran literatura, la melancolía es un tema universal; y Showing Up es una prueba palpable de que ese gran cine no sólo sigue vivo sino que continúa siendo perfectamente capaz de alzar el vuelo en libertad.

Profesión de austeridad

Tenía ganas de hincarle el diente a Los cines por venir. Diálogos con autores contemporáneos (Muga) desde que tuve noticias del libro porque, en él, Jerónimo Atehortúa Arteaga entrevista a una selección de dieciséis realizadores que reúne a algunas de las voces más suculentas del cine de autor actual. Y no sólo porque sean cineastas que nos han dejado algunos de los títulos más estimulantes de los últimos años sino porque son oradores privilegiados que despliegan en las entrevistas un discurso igual de provechoso que sus películas. Hablando en abstracto, es decir, sin entrar en los motivos, el método o el gusto personal del autor, digamos que es lógico que en esta recopilación no estén, por ejemplo, Hong Sang-soo, un tipo travieso y moroso en sus respuestas a algunas entrevistas que he leído, o Clint Eastwood, cuyo cine dice más, muchísimo más que él en cualquiera de sus intervenciones ante un micro. Los cines por venir se acerca a figuras que, como Jean-Luc Godard (un espectro que recorre todo el libro, revelándose efectivamente como el padre legítimo de todo el cine contemporáneo), van urdiendo una teoría propia del cine tanto a través de sus imágenes como a través de sus palabras.

«No creo que existan autores sin teoría», afirma Atehortúa en su texto introductorio (pág. 15), citando a Ricardo Piglia. Por eso, la suya no es una selección baladí; los cineastas que hablan en el libro conforman una internacional informal, una variopinta estirpe godardiana entregada al pensamiento sobre el estado de las cosas que tiene muy en cuenta las dos perspectivas fundamentales del asunto, esto es, la tradición de la que venimos y el proceloso porvenir que nos aguarda. Sólo así, conociendo la historia del cine y cuestionando la continuidad de todo en el futuro, se puede hacer y decir algo en el presente con la hondura y el alcance de todo cuanto hacen y dicen los cineastas reunidos en el libro.

Atehortúa subraya en su introducción que, hablando con todos ellos, surgían temas recurrentes, preguntas que forzosamente tenían que volver a salir en cada encuentro para darle vueltas a la baziniana cuestión sobre qué es el cine. A mí me llama también la atención la coincidencia entre los entrevistados en hacer hincapié en determinadas cuestiones relacionadas con la producción y el método de trabajo. Particularmente, muchos de ellos coinciden en hacer una valiente y conmovedora profesión de austeridad. Habituados, obligados o resignados a realizar sus obras con pocos o muy pocos recursos, han hecho de la necesidad virtud y han hallado la manera de hacer un cine en el que reinan las ideas. Si hablamos, por ejemplo, del cine americano clásico, podemos sostener largas discusiones bizantinas sobre la proporción entre el virtuosismo de John Ford o Howard Hawks y la excelencia del sistema de estudios de entonces; en cambio, los cineastas entrevistados con Atehortúa tienen en sus manos su principal capital.

Mariano Llinás, por ejemplo, defiende los rodajes en fin de semana para aprovechar el tiempo libre de profesionales que, como cualquiera de nosotros, se tienen que ganar los garbanzos de lunes a viernes. Pedro Costa, de quien conocemos perfectamente su legendaria ruptura con las formas convencionales de producción, diserta sobre las virtudes de rodar solo, aprovechando la ligereza de los dispositivos digitales y la independencia que da no depender de nadie más. Kelly Reichardt recorre Estados Unidos en coche para buscar personalmente las localizaciones de sus filmes y concibe esos viajes como una parte sustancial del guion. Lav Diaz compone personalmente las canciones que tendrán que interpretar sus actores y les envía grabaciones en las que él mismo las canta, a modo de ejemplo. Y Albert Serra, como en muchas otras entrevistas, insiste en hablar de dinero para reivindicar que él va a lo suyo prescindiendo de restricciones, presupuestos y otras zarandajas.

Hay otras coincidencias significativas. Llinás, Diaz y Béla Tarr defienden, como es lógico, la duración anómala de los largometrajes. Como sugiere el cineasta filipino, determinados films deben ser entendidos más como experiencias que como relatos y, por eso, su extensión no tiene por qué amoldarse a los parámetros narrativos a los que estamos más habituados. Precisamente hay también una aversión común a la preponderancia de lo semántico sobre lo sintáctico, por así decirlo. Muchos relacionan el particular con la hegemonía de las series en el consumo audiovisual que se ha impuesto hoy en día. Las plataformas digitales parecen haber propiciado una renovada domesticación del público: siga usted una trama compleja y rica en contexto e implicaciones simbólicas, no se preocupe por cuestiones formales de ningún tipo. Víctor Erice es especialmente crítico con las series: «Me parece que su sistema narrativo es una degradación del cine clásico, están basadas exclusivamente en la idea literaria del guion. (…) Uno de los problemas más grandes de las series es que están basadas en el coloquialismo, en el verbalismo. Es decir, toda la progresión de la intriga funciona a través del diálogo exclusivamente, porque eso permite al espectador seguir la serie mientras está cocinando o preparándose un café. (…) En ello hay un detrimento de la imagen» (pág. 47).

Tal vez, el lector pensará como yo que también hay, por supuesto, series admirables como Mindhunter (David Fincher) o Twin Peaks (David Lynch). Y quizás Lynch sea un outsider a su manera pero Fincher es alguien plenamente integrado en la industria de Hollywood. El hipotético contraplano de Los cines por venir sería una selección de los cineastas que, en el seno del Hollywood actual y con medios mucho más aparatosos que los entrevistados por Atehortúa, salvaguardan una poderosa personalidad o cultivan una forma cinematográfica singular: hemos citado a Eastwood y a Fincher pero podríamos hablar también de gente como Paul Thomas Anderson, Noah Baumbach o James Gray (denostado por Pedro Costa, por cierto, en un sabroso pasaje de su entrevista). Es el extraño caso de quienes parecen trabajar aún como un John Ford del siglo XXI, lo cual añade aún más complejidad a la cuestión que recorre todo el libro de Atehortúa: qué diantre es el cine ahora, qué es eso que dicen que ha muerto y qué es lo que ha quedado, cómo va a ser el futuro. Y habría que convocar otras voces también, desde cierto cine americano off Hollywood -Dan Sallitt, Ricky D’Ambrose, Ted Fendt, Ira Sachs…- hasta el cine experimental, pasando por las múltiples metamorfosis del cine francés actual, para constatar que la respuesta a nuestras preguntas es virtualmente imposible. El cine ha sido y es una cuestión de estilo, el cine es un acto de resistencia multiforme, el cine es un fenómeno cada vez más plural y abierto a otros formatos… Pero, sobre todo, es una pregunta constantemente renovada y jamás respondida. Y está bien que así sea. Por eso, Los cines por venir -en el que, además de los nombres ya citados, son entrevistados Rita Azevedo Gomes, Víctor Gaviria, Lucrecia Martel, Alice Rohrwacher, Apichatpong Weerasethakul, Carlos Reygadas, Radu Jude, Albertina Carri y Luis Ospina- es más una excitante introducción al cine de nuestro tiempo que una compilación con vocación enciclopédica. Y también está muy bien que eso sea así.

Memento mori

Para Amequi, que lo pidió

En las películas de Noah Baumbach, los cuerpos se revuelven dentro del plano y los diálogos discurren ágilmente de una manera muy característica de la comedia clásica americana, como si viéramos una tardía derivación de las películas de Howard Hawks. White Noise nos produce esa sensación pero también la de volver a la acritud de otro tipo de comedia posterior, al estilo igualmente elegante pero más insolente del cine de Blake Edwards. Baumbach parece acompañar a Judd Apatow en el muy noble empeño por dar continuidad, cada uno a su manera, a la tradición de la comedia americana; aunque sea pulverizándola a la vez que se le rinde tributo, asumiendo el actual estado de las cosas, en el que ciertas inercias en Hollywood tienen menos sentido que nunca porque una revolución silenciosa ha arrollado con todo (The Bubble se nos antoja un film definitivo al respecto). Quizás por eso sus comedias están revestidas de una amargura muy singular; o también porque describen una América que ha despertado de su sueño presa del terror, dividida y desnortada.

Baumbach nos ha venido hablando de las edades de la vida y del complejo acceso a la madurez a lo largo de sus películas, ya sea centrándose en las tribulaciones del individuo o en los avatares de la pareja. The Squid and the Whale describía los sinsabores de la pubertad y de la adolescencia en una familia en plena descomposición; Frances Ha nos relataba las peripecias de una veinteañera que trataba de hallar un lugar donde vivir en sentido literal y figurado; While We’re Young estaba protagonizada por una pareja que sufría esa sensación de estancamiento que acontece cuando se acercan los cuarenta años; y White Noise, que adapta una novela de Don DeLillo, nos muestra un matrimonio también instalado en la mediana edad que vive preso del temor y el desconcierto. Asumimos el punto de vista del marido, Adam Driver; pero la segunda mitad del film gira en torno a la neurosis de la mujer, Greta Gerwig. Sin desvelar nada de una trama que tiene la virtud de ir dando briosos giros, digamos que los protagonistas oscilan entre el miedo ante amenazas inconcretas y la negación de amenazas muy tangibles, entre la hipocondría y el descuido, entre la rendición pusilánime y tomar irracionalmente las armas.

Greta Gerwig y Adam Driver: White Noise está protagonizada por dos rostros habituales en el cine de Baumbach que, en sus películas, explotan no sólo su vis cómica sino una presencia pizpireta y rica en matices, deliciosamente irónica. No siempre es así, si añadimos el caso de Marriage Story, donde Driver, un actor de moda que vemos recurrentemente en títulos de muy variado pelaje, ejecuta un papel mucho más grave, quizás el más sólido de todos sus trabajos hasta hoy. Pero el caso es que, en White Noise, Gerwig y él funcionan como una estimulante y dinámica pareja cómica, como si heredaran remotamente el swing de, por seguir con nuestro símil inicial, Katharine Hepburn y Cary Grant en Bringing Up Baby (Hawks) o The Philadelphia Story (George Cukor). Quede claro que no estoy estableciendo una equivalencia sino sugiriendo una cierta continuidad en el cine americano de hoy. Baumbach se sitúa más allá de la búsqueda de la felicidad de la que nos hablaba Stanley Cavell y nos muestra un matrimonio paranoico en una América desquiciada en plena era Reagan, un entorno enrarecido por un permanente ruido de fondo, el white noise del título que nos habla del miedo a lo ineluctable; temor que por momentos se confunde con la pulsión de muerte, como nos sugiere el prólogo del film o la especialización académica del protagonista en la figura del ángel de la muerte de la historia contemporánea, el mismísimo Adolf Hitler.

La modernidad en el cine es algo más bien inconcreto que a veces toma forma haciendo evidente y visible lo que en el cine que calificaríamos como clásico es más bien sutil y oblicuo. Sería el caso de todo ese temor manifiesto y el extrañamiento ante la futilidad de la vida que atenaza a nuestra pareja protagonista, sentimientos que, en el tramo final del film, acaban personificándose en un personaje cuya aparición es tardía pero crucial. Como lo es también el intérprete que lo encarna: Lars Eidinger, el mismo que dio vida al irresistible Gottfried de la nueva versión de Irma Vep (Olivier Assayas). Eidinger se está convirtiendo en el insigne representante en la pantalla de una actitud atorrante, maliciosa e irreverente, tal vez la travesura instintiva que ha agitado siempre al cine, al menos a un cine inquieto que porfía incansablemente en superar sus propios márgenes. Por eso, el cine americano más estimulante de hoy no busca su camino enmendando su propia tradición sino más bien releyéndola.