Cannes 2024 – La voz al cine debida

Mireia Iniesta, Lucas Santos

De entrada, señalemos que, en esta última edición del festival de Cannes, la cinefilia ha tenido un lugar privilegiado en muchas de las películas seleccionadas que hemos podido ver. La memoria de las imágenes, la noción de archivo y el idilio entre el texto fílmico y su creador han cimentado trabajos como Spectateurs (2024),de Arnaud Desplechin. Como su propio título indica, el film es una celebración de la cinefilia cálida pero en absoluto afectada. Asistimos a la educación sentimental -esto es, a sus primeros amores y al acercamiento a cosas como el cine de terror, los textos de Gilles Deleuze, la obra de Claude Lanzmann…- del heterónimo habitual de Desplechin, Paul Dedalus, siguiendo el curso de los recuerdos de una manera un tanto caprichosa cuya fuente de inspiración, explícitamente citada, es la obra de Marcel Proust. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/cannes-2024/

Elogio de la ficción

Cuando la trama de Twin Peaks se sitúa en la Logia Negra, esa famosa estancia fantástica flanqueada por cortinas rojas, los personajes hablan de una manera extraña, por momentos poco inteligible. Es el resultado de declamar los diálogos al revés y luego proyectar las imágenes hacia atrás, una ocurrencia de David Lynch para crear ese efecto onírico, irreal. Ese movimiento del tiempo imposible, contradictorio, que avanza hacia el futuro y hacia el pasado a la vez, es quizás una imagen simbólica de lo que nos propone El folio en blanco. O cómo imaginar una hipotética antihistoria del cine (Trea), volumen colectivo que ha sido coordinado por Carlos Losilla.

Que la historia del cine está llena de pasadizos secretos, ya lo sabíamos. Queda bien reflejado, por poner un ejemplo del agrado de este cronista, en The Story of Film: An Odyssey, la serie en la que Mark Cousins nos relata la trayectoria del cinematógrafo desde su invención en sentido cronológico pero haciéndonos notar las reminiscencias entre obras y cineastas de diferentes periodos. No son baladíes los términos escogidos por Cousins para el título: story -es decir, relato, no historia en el sentido historiográfico- y odyssey, odisea. Losilla también parece plantearnos una manera de abordar el acervo cinematográfico desde un enfoque que tiende hacia la ficción y la aventura.

De hecho, el libro se abre y se cierra con una verdadera trama policiaca: los textos de Hans Feuermann y Terry McKay, misteriosos invitados que comparecen en el prólogo y el epílogo, nos dan cuenta de sus encuentros e intercambios de impresiones durante un determinado periodo en el que juegan al gato y al ratón con la excusa de la cobertura de multitud de festivales de cine alrededor de Europa. Y lo que plantean Feuermann, Losilla y McKay, en consonancia con los autores que contribuyen al cuerpo central del libro, va más allá de las comunicaciones entre voces distantes que refleja Cousins en su serie. La antihistoria que tantean nuestros autores es algo inestable e incierto por definición, la búsqueda de un método radicalmente diferente para abordarlo todo. Método que, más que renunciar a la noción de cronología, prefiere entrar y salir en ella, retomarla o abandonarla según convenga al desarrollo de las ideas. Recordemos que la obra anterior de Losilla se titulaba precisamente Deambulaciones. Diario de cine, 2019-2020 (Muga).

Son tales las deambulaciones de El folio en blanco que, en su bloque central, el libro se desvía hacia materiales tan inesperados como la obra gráfica -Dídac Alcaraz y Carlo Padial aportan un brillante capítulo ilustrado sobre los perros muertos del cine- o la ciencia ficción, género al que se adscribe con toda legitimidad el texto de Ricardo Menéndez Salmón. Heterodoxa es también la aportación en formato epistolar de Pablo García Canga, que recoge su correspondencia real con Carla Maglio mantenida específicamente para el libro y que se adhiere al conjunto de su trabajo reciente como cineasta (me refiero a La Nuit d’avant, Por la pista vacía y Las tierras del cielo) como una pieza más. Pero no son menos estimulantes las otras aportaciones, en forma de artículos al uso, que conforman el libro. Los textos de Quim Casas, Jordi Costa -quien alude explícitamente al gesto de «revertir la flecha del tiempo» (p. 154) en Twin Peaks-, Roberto Cueto, Carles Guerra, Violeta Kovacsics, Annalisa Mirizio, Dana Najlis y Jaime Pena cuestionan la convencional linealidad historiográfica partiendo de temas como la museización del cine, la evolución de la música incidental o una cierta idea romántica de eterno retorno, entre muchos otros. Lo importante, en cualquier caso, es que todos ellos nos invitan a replantear sin descanso nuestras nociones sobre el canon, lo clásico o la contemporaneidad.

Sin descanso, insisto: la vocación de obra abierta, de mera puerta introductoria, queda explicitada en el propio título del volumen, El folio en blanco. Son unos términos que ponen por delante el acto de escribir, el hecho de crear un relato con nuestras propias manos. No creo que el cine haya muerto pero sí detecto signos de rigor mortis en las clasificaciones, taxonomías, etiquetas o, por supuesto, cronologías. Y pienso que el cine de nuestro tiempo nos está sentando a todos bien en ese sentido porque, en lo que llevamos de siglo XXI, lo que hemos visto no nos lo ha puesto fácil para establecer sólidas categorizaciones. Muy al contrario, en un tiempo en el que suscitan nuestra máxima atención las películas de Miguel Gomes y Quentin Dupieux, las largas series de qualité y los cortometrajes de Bertrand Mandico, las videoinstalaciones de Albert Serra y una extravagancia interactiva e inasible como las Seances de Guy Maddin, toda esa frondosidad nos invita a abordar efectivamente el folio en blanco, dejarnos de academicismos y ser creativos. Y rigurosos, sí, por supuesto, pero creativos. ¿No fue Godard quien describió el cine como una continuación de la literatura por otros medios? Tomemos ahora esas palabras como una incitación a seguir fabulando historia(s).

Después de la verdad

Hermes Papauran, uno de los policías que protagonizan Kapag wala nang mga alon (o When the Waves Are Gone), es también el personaje principal de Essential Truths of the Lake, el último largometraje de Lav Diaz. El cineasta filipino se vuelve a acercar al cine negro para explicarnos la obsesión de Papauran por un viejo caso irresuelto que le atormenta durante toda la película. Pero, en realidad, es sólo la primera parte del film la que tiene una cierta hechura de thriller extraño y reposado pero thriller, a fin de cuentas. Luego, se produce una cesura: una serie de extractos de informativos de televisión nos informan sobre los efectos devastadores de una erupción volcánica y, a continuación, a lo largo de la segunda parte de la película, el protagonista no parece tanto un investigador como un puro flâneur, alguien que vaga sin más e interactúa con los personajes que van apareciendo por el camino.

Diaz tiene una peculiaridad muy propia del mejor cine de autor asiático contemporáneo: parece y es originalísimo, pero no es un ente aislado. Muy al contrario, las películas de Hong Sang-soo, Tsai Ming-liang, Apichatpong Weerasethakul o Diaz nos permite entrever multitud de reverberaciones. En el caso que nos ocupa, la primera parte de Essentials Truths of the Lake es una reformulación del film noir que parece una variación aún más radical de las películas parsimoniosas, lacónicas y virtualmente abstractas de Jean-Pierre Melville; y la segunda mitad nos sitúa ante una figura prototípica del cine de la modernidad que han cultivado Michelangelo Antonioni, Alain Tanner, Wim Wenders, Jim Jarmusch, Lisandro Alonso y tantos otros. Me refiero al personaje del flâneur expectante, curioso, un hombre errante cuya motivación nos es desvelada con morosidad, si es que la tiene. Así pues, el agente Papauran empieza como un Sam Spade algo lunático y deviene en un trasunto del Jack Nicholson de Professione: reporter o el Bruno Ganz de Dans la ville blanche. O quizás deberíamos pensar en el Harry Dean Stanton de Paris, Texas o incluso en el John Wayne de The Searchers: hombres perdidos en el desierto que buscan obsesivamente un ser querido y extraviado.

Lo relevante, de hecho, es justamente esa obsesión, rayana en la enajenación mental, que aflige a Papauran lo mismo que a Ethan Edwards. Nuestro flâneur sufre un ardor interior, una desasosegante sed de verdad, acaso podríamos decir incluso una íntima nostalgia del absoluto que quizás no sea resoluble. La única conclusión hacia la que puede evolucionar Papauran es el aprendizaje del duelo, la asunción del vacío; lo cual equivale a la aceptación de la muerte de Dios. Y ése es el camino que parece recorrer el cinematógrafo hasta llegar a los densos y prolongados tableaux vivants que componen las imágenes del cine de Diaz. Hay una belleza singular en esa quietud contradictoria de los planos de Diaz, como en muchos otros de Pedro Costa o Albert Serra, porque son imágenes mortuorias y a la vez vivísimas. Son imágenes-monumento que suponen un raro acercamiento del cine a una cierta cualidad escultórica. Y que nos invitan a pensar que el cine no ha muerto porque ha aprendido a vivir permanentemente su propia muerte.