Los relojes blandos del cine de nuestro tiempo

Al haberse convertido en un prolífico director de concisos largometrajes -hemos visto cuatro en los últimos dos años, todos por debajo de los ochenta minutos de duración- y dotado de un personal sentido del humor, Quentin Dupieux va en camino de convertirse en el Hong Sang-soo francés. Aunque quizás sería más ajustado equipararlo a Raúl Ruiz, autor también de una copiosa filmografía realizada mayoritariamente en Francia, socarrón sui géneris y seguidor, de nuevo muy a su manera, de los motivos y los rasgos de estilo del movimiento surrealista. La posible raigambre surrealista de Dupieux se explicita en Daaaaaalí!, un film cuyo asunto trata obviamente sobre el artista de Figueres pero cuya forma invoca el modelo de otra figura insigne del movimiento, mucho más determinante para el cinematógrafo, como es Luis Buñuel.

Concretamente, podría decirse que Daaaaaalí! es el cruce de dos películas de Buñuel. El hecho de que Salvador Dalí sea interpretado por diversos comediantes y cambie de rostro inopinadamente nos retrotrae a la Conchita de Cet obscur objet du désir. Y esa estructura en la que las secuencias se van revelando como el relato de un sueño dentro del relato de un sueño etc. nos recuerda al pasaje de Le Charme discret de la bourgeoisie que usa exactamente el mismo recurso. Buñuel y Dalí, amigos en los inicios del surrealismo, se distinguen además por ser dos autores españoles que realizaron una parte significativa de su obra en Francia. Tal vez Daaaaaalí! sea también un caso singularísimo de film que trata, de fondo, el tema de la presencia de un determinado genio subpirenaico en el medio cultural francés del siglo pasado.

Em cuanto a la trama, el film nos habla básicamente de la imposibilidad de realizar una entrevista a Dalí, empeño de la protagonista a lo largo de todo el metraje, y de una cena que se prolonga absurdamente sin que parezca que pueda llegar a terminar jamás. Ese estiramiento antinatural del tiempo o de los acontecimientos puede resultar no sólo buñueliano sino digno incluso de Laurence Sterne, que en La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy puede dilatar la acción de subir una escalera durante toda la novela mediante digresiones. Es el tipo de calambures y juegos estructurales que, en el siglo XX, caracterizó a escritores con evidente retranca como James Joyce o Julio Cortázar y a cineastas como Ruiz, Alain Resnais o incluso Manoel de Oliveira.

Y, ahora, Dupieux parece adscribirse a ese noble linaje, como mínimo desde ese thriller chocarrero e inconcreto que era Mandibules y, sin duda, en ese cuarteto de films que ha realizado desde 2022. Fumer fait tousser es un relato sin relato, el mero amontonamiento de digresiones, puro Sterne; en Incroyable mais vrai, el avance acelerado del tiempo hace saltar por los aires la narración por una especie de empacho de elipsis (e incorpora, recordemos, un homenaje explícito a Un chien andalou, dirigida por Buñuel y coescrita por Dalí); en Yannick, la puesta en escena se interrumpe abruptamente para ser enmendada por un espectador en rebeldía; y, ahora, Daaaaaalí! es el retrato de un artista adolescente-anciano que vive simultáneamente todas sus edades, alguien que no puede despertar del sueño ni puede ser entrevistado porque está fuera del tiempo ordenado y lineal, hasta el punto de que su avance por un pasillo de apenas unos metros de longitud puede prolongarse durante toda una secuencia en la que Anaïs Demoustier entra y sale de la habitación al pasillo y viceversa para ultimar los preparativos de la entrevista.

El toque surreal y la guasa, en definitiva, son más eficaces que el discurseo para parodiar las vergüenzas de nuestra sociedad de hoy, como la explotación y la exigencia draconiana por parte de personajuchos abominables que acompañan a la precariedad laboral -algo que estaba ya en Le Daim-. Y son más eficaces también para decirnos algo sobre el más importante de los temas de cualquier película, que no es otro que el cine. Porque a Dalí le obsesiona durante todo el film ser entrevistado con una cámara grande, de cine, lo más aparatosa posible. Lo cual se convierte en un impedimento en sí mismo, una ambición absurda que oblitera la concreción de la entrevista. Dupieux nos resulta un cineasta cada vez más interesante porque va afinando un consistente discurso sobre la imposibilidad del relato y la ridiculez de la puesta en escena, situándose más allá del cine o de su muerte, que debe haber acontecido en algún momento sin que nos hayamos dado cuenta.

Sitges 2022 – De la vida después del apocalipsis

Sitges es un oasis en más de un sentido. Por ser una agradable localidad costera a unos kilómetros del bullicio de Barcelona, sí, pero también porque el Festival Internacional de Cine Fantástico, cuya 55ª edición ha tenido lugar entre el 6 y el 16 de octubre, parece desarrollarse al margen de los avatares del mundo de hoy: mientras Occidente tontea con la posibilidad de una guerra apocalíptica y el cinematógrafo afronta su enésima encrucijada existencial, el cine fantástico que hemos visto en el certamen se interroga sobre su propia identidad hurgando en sus raíces y buscando formas de remodelación y perpetuación, como si el fin del mundo no fuera con todos nosotros, hacedores, espectadores y comentadores de películas. Así pues, el festival de Sitges de este año I D.G. (después de Godard) ha sido, según como se mire, como una obra colectiva interpretada por los músicos ilusos del Titanic o como el diario de una banda de robinsones que, después del naufragio, están sembrando la tierra de una nueva isla con las semillas que traíamos en el zurrón de la tradición del género fantástico. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/sitges-2022/

La noche de Fassbinder en la isla de Gauguin

Dos títulos tiene el último largometraje de Albert Serra, Tourment sur les îles y Pacifiction. El primero, tiene una cierta resonancia a cine clásico, podría ser el título de una película de Jacques Tourneur; el segundo, tiene algo dinámico e inmediato, podría ser el de un blockbuster de nuestros días. De hecho, el cine de Serra parece contener efectivamente toda la historia del cine en su seno, desde un sentido primitivo de la imagen a la experimentación más abstracta, de los Lumière a la era digital. Y más que eso, porque este relato dislocado de espías en los mares del sur tiene resonancias literarias e incluso pictóricas: Tourment sur les îles podría ser también el nombre de una tela de Paul Gauguin. La película, así, parece una suerte de cruce imposible entre Querelle, la última realización de Rainer W. Fassbinder, y los temas y el estilo de la pintura de Gauguin.

Nada más empezar, Tourment sur les îles nos recuerda a Querelle al mostrarnos el ambiente turbio y vicioso de un local nocturno frecuentado por oficiales de la marina francesa y hombres de negocios donde el personal sirve las copas con muy poca ropa y la invitación a la concupiscencia desborda visiblemente los márgenes de la heteronormatividad. Cuerpos esbeltos de muchachos, muchachas et al. ocupan suntuosamente el cuadro como esas figuras semiescultóricas del cine de Fassbinder. Más adelante, en una trama paralela tan poco concreta como la principal, esos mismos cuerpos ensayan una puesta en escena abrupta y sensual, algo así como una danza guerrera tradicional que es de hecho una celebración de las formas y los olores de la carne, de la fisicidad humana en toda su dimensión.

Se supone, como decíamos, que estamos ante un film noir de ambiente polinesio. Pero recorremos en realidad otro territorio mucho más ambiguo, el del cine de Serra. Largos diálogos sobre conflictos entre los colonizados y el poder metropolitano y sobre los tejemanejes entre los prohombres de la isla se suceden a lo largo del metraje; pero no sacaremos muchas cosas en claro, en realidad nada encaja con precisión y todo es una excusa para que la película fluya a su manera, es decir, a la manera de Serra. El propio cineasta, en la presentación del film que hizo en el cine Phenomena de Barcelona hace unos días junto al crítico Sergi Sánchez, explicó que la trama no tiene ni pies ni cabeza y que, en el fondo, no hay que tomársela demasiado en serio.

Hay bellísimas secuencias diurnas en Tourment sur les îles, como una poderosa escena de surf sobre las olas gigantes que lamen el contorno de la isla con ensordecedor estruendo. Pero la película nos conduce una y otra vez hacia una noche intrigante y densa, poblada de peligros y misterios como la de Malgré la nuit (Philippe Grandrieux). Es la noche que no acaba del cine de Serra, la de Liberté o Història de la meva mort. Y la noche de Querelle, sí, la madrugada en un bar nocturno en el que parecen regir crípticos códigos entre los parroquianos, una sensación que muchos hemos tenido al entrar en según qué garitos a según qué horas. Tourment sur les îles parece emerger directamente de ese guirigay, esa confusión ebria y lasciva que recorre el local de Morton, que parece una versión oscura de la taberna del irlandés de John Ford surgida de la imaginación de Abel Ferrara.

Seguimos en el film las cuitas de De Roller, un delegado del Estado francés en la isla que encarna con aire lunático y perverso Benoît Magimel, intérprete que ha adquirido una presencia renovada e interesantísima en las últimas películas donde lo hemos visto, Incroyable mais vrai (Quentin Dupieux) y la que nos ocupa. Es significativa la figura del protagonista: un político que transpira corrupción por cada poro, que tertulia constantemente con unos y con otros dando siempre la razón a sus interlocutores, que tiene poder pero no soluciona nada. De Roller se desvive por informarse pero encarna la desorientación, el desgobierno y la chapuza en la que se han instalado el poder público y el poder económico en nuestros días.

Que nadie piense, no obstante, que Tourment sur les îles es algo así como una alegoría política, nada más lejos del espíritu de Serra. Nuestro hombre viene ensayando más bien una forma cinematográfica abierta, esquinada, incluso turbia como esos códigos misteriosos que rigen en la noche. Una forma que nos invita a habitar con naturalidad la incertitud, en consonancia con el signo de los tiempos para el cine y para todo en general; y, a la vez, una forma profundamente enraizada en toda la cultura que palpita tras las imágenes, como decíamos más arriba. Gauguin, Conrad, Tourneur, Fassbinder… Y, cada vez que el film da un quiebro inesperado que se lleva por delante nuestras rutinas como espectadores, cuando nos sorprende con un rácord intencionadamente impreciso o un indefinible efecto de extrañamiento, parece situarse cerquita también del cine de Luis Buñuel, el menos evidente de los espectros que recorren sus imágenes. Porque el cine de Serra explota con una inusual habilidad las, digamos, sensaciones inefables, efectos difíciles de describir con palabras: la descacharrante figura de Lluís Serrat -el Sancho de Honor de cavalleria– recorriendo los muelles con aire circunspecto, el cuerpo ambiguo de la inquietante Shannah, el almirante beodo que baila torpemente como si parodiara la danza de Denis Lavant en Beau travail (Claire Denis), las contorsiones orgiásticas de cuerpos perdidos a deshoras en la boîte de Morton…

Y, en su tramo final, Tourment sur les îles acaba en el mismo ambiente a lo Querelle con el que empieza pero descolorido, con la luz totalmente velada al azul; luego, en los instantes postreros de la película, un patético ángel exterminador anuncia un apocalipsis inminente. Serra, en el fondo, siempre ha filmado el fin del mundo, una noche que todo lo devora, poblada de seres espectrales que emergen de la pluma del marqués de Sade o de los cuerpos sinuosos de Fassbinder. Y allí, sólo allí, ebrios y desconcertados, nos volvemos todos a encontrar.