Sitges 2022 – De la vida después del apocalipsis

Sitges es un oasis en más de un sentido. Por ser una agradable localidad costera a unos kilómetros del bullicio de Barcelona, sí, pero también porque el Festival Internacional de Cine Fantástico, cuya 55ª edición ha tenido lugar entre el 6 y el 16 de octubre, parece desarrollarse al margen de los avatares del mundo de hoy: mientras Occidente tontea con la posibilidad de una guerra apocalíptica y el cinematógrafo afronta su enésima encrucijada existencial, el cine fantástico que hemos visto en el certamen se interroga sobre su propia identidad hurgando en sus raíces y buscando formas de remodelación y perpetuación, como si el fin del mundo no fuera con todos nosotros, hacedores, espectadores y comentadores de películas. Así pues, el festival de Sitges de este año I D.G. (después de Godard) ha sido, según como se mire, como una obra colectiva interpretada por los músicos ilusos del Titanic o como el diario de una banda de robinsones que, después del naufragio, están sembrando la tierra de una nueva isla con las semillas que traíamos en el zurrón de la tradición del género fantástico. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/sitges-2022/

Que sigan las imágenes

Hablamos con poca frecuencia del blanco y negro: no hay una sola respuesta a la pregunta sobre por qué un cineasta opta por filmar sin colores, incluso puede que haya tantas respuestas como casos. Al espectador de Cold Meridian, una película de sólo seis minutos de Peter Strickland, le sorprenderá tal vez esa elección después de la expresiva paleta de colores que caracteriza sus largometrajes anteriores: Berberian Sound Studio, The Duke of Burgundy e In Fabric. Los tres títulos tenían en común un estilo visual que remite al cine de los años setenta, a las texturas de la serie B y el giallo; Cold Meridian, por el contrario, parece un film apegado a la estética de la fotografía artística o del fotoperiodismo, pero también a la urgencia e imperfección propias de este nuestro presente digital, efecto de la socialización sin precedentes de la producción de imágenes que ha acontecido de un tiempo a esta parte.

La vaga anécdota de Cold Meridian -con la que, por cierto, Strickland vuelve a Hungría, donde transcurría también Katalin Varga– nos habla precisamente de la interacción entre el espectador y lo que acontece en la pantalla, hasta el punto de que el film puede considerarse una cierta poemización de nuestras formas actuales de consumo audiovisual a través de los dispositivos digitales de toda suerte y condición. Un poema, en cualquier caso, fragmentario y quebradizo: la mirada de Strickland, tan atenta a los detalles y a las texturas en sus largometrajes antes citados, esta vez explora con curiosidad la poética del fragmento, de la hojarasca de imágenes digitales desprovistas de aura, algo muy común en cierto cine de autor de hoy. Y, además, conduce las imágenes hacia una de sus fronteras secretas: su propia congelación. Como el Godard de Sauve qui peut (la vie), Strickland busca en la detención del movimiento algo que rasgue el flujo comunicativo de la pantalla y nos obligue a detener nuestro propio fluir como espectadores y observar, en la quietud de las formas, algo que podríamos definir como la materialidad desnuda de las imágenes, el esqueleto a la vez pobre y fascinante que supone un frame solitario, una fracción de segundo estampada sobre la pantalla.

La hojarasca digital tiene colores, Cold Meridian no los tiene: quizás es una manera de guiñarnos el ojo y decirnos que este cortometraje no es discurso, ni tampoco está relacionado con ninguna noción de realismo o apego a la realidad del tipo que sea. Es más bien una forma de arte poética, un ejercicio consistente en fragmentar la imagen, observar de cerca su textura y restituir su belleza primigenia. Mientras vemos con instintiva inquietud cómo el cinematógrafo, tal y como lo hemos conocido durante cien años, se va diluyendo como un azucarillo ante nuestros ojos, Cold Meridian nos invita a pensar que lo que está en juego no es exactamente la pervivencia del cine sino la de un cierto valor de las imágenes que hemos experimentado en la pantalla durante todo el siglo del cine. Que no hay que temer el advenimiento de una nueva era sino más bien seguir ocupándonos de que las imágenes sigan significando algo, que sigan teniendo algún valor en lugar de pasar banalmente ante nuestros ojos. Ésa es la transmisión necesaria, lo que de todo el patrimonio cinematográfico que atesoramos a nuestra espalda debería proyectarse hacia el futuro.



Sitges 2018 – Nunca morirá

No solo hay un género fantástico: el cine es fantástico. Lo es porque lo fantástico parte del extrañamiento del mundo real o cotidiano y eso es algo íntimamente ligado a la naturaleza del cinematógrafo, un dispositivo que encapsula el tiempo, lo repite y lo desordena; que encuadra el espacio convirtiéndolo en un lienzo con ritmo y con vida interior; y también que resucita a los muertos, anticipa el futuro, dialoga con el pasado, hace emerger los espectros de nuestra sociedad… SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/sitges-2018/