Chica conoce a chico

Licorice Pizza, el nuevo largometraje de Paul Thomas Anderson, parece contener todo el cine americano por sí mismo, e incluso todo el espíritu americano en cierto sentido. Y el primer indicio de ello nos lo da la datación de la trama. Hemos comentado alguna vez que la Nouvelle Vague se sitúa actualmente en el centro casi exacto de la historia del cine (francés), es decir, unos sesenta años después de las tomas de los hermanos Lumière y unos sesenta años antes de nuestro presente. En cambio, el cine americano parece encontrar su centro simbólico un poco más tarde, en los años de la emergencia del Nuevo Hollywood y en la década de los setenta, un tiempo al que vuelven con recurrencia cineastas tan significativos como Anderson, Martin Scorsese o David Fincher y cuya estética ha impreso una huella muy profunda en muchas de las películas americanas fundamentales de nuestros días.

Pues bien: Licorice Pizza transcurre en 1973, el año de la crisis del petróleo, muy presente en el film, pero también del escándalo Watergate, cuyo impacto en el estado anímico de la nación sobrevuela calladamente las imágenes. Quizás sea ése el corazón de la historia del cine americano, el instante de crisis por excelencia, una muerte del cine que discurrió en paralelo a la zozobra general de un país que, con la derrota en Vietnam y la dimisión oprobiosa de Richard Nixon, vio con repentina claridad la precaria tramoya que sostiene el tan manido sueño americano. Y, como en There Will Be Blood, volvemos a ver en Licorice Pizza una imagen no por caricaturesca menos siniestra de la ambición congénita de la figura del emprendedor. Aunque Gary, el joven protagonista, no es un magnate del petróleo como Daniel Plainview sino un adolescente patológicamente seguro de sí mismo que sueña con ser una estrella y levanta negocios de venta de camas de agua o máquinas recreativas con apenas quince años y con la complicidad de una pequeña troupe de amigos y familiares igualmente bisoños.

Con la misma ambición y seguridad se lanza a la conquista de Alana, que miente a menudo acerca de su edad exacta pero es sin duda mayor que él. En ese sentido, Gary mimetiza la depredación amorosa del Reynolds Woodcock de Phantom Thread; y, como Reynolds y la bella Alma, los chicos de Licorice Pizza entablan una relación disfuncional, sembrada de crueldades y recelos, bruscos vaivenes en una historia de amor que se resiste a concretarse pero que se sitúa permanentemente en el centro de la película. Es un amor desvirtuado por la avaricia y el hedonismo de Gary, atraído por Alana pero también por otras jóvenes con las que flirtea cada vez que se le presenta una oportunidad. Hay en los comportamientos del protagonista un reflejo mordaz de una determinada banalidad afectiva muy asociada a los valores de la sociedad capitalista de entonces y de ahora. Y hay también una estimulante y fina enmienda a los roles de él y de ella en la historia de amor, algo más sutil y menos restrictivo que un simple sermoneo.

Alana y Gary se encuentran y desencuentran a lo largo del film pero sobre todo corren, corren y corren, como si emularan al Antoine Doinel de Truffaut, cuyo travelling en la playa al final de Les Quatre cents coups es tal vez, insistamos, el núcleo sentimental de la historia del cine francés. Los protagonistas de Licorice Pizza corren impulsados por la impaciencia o simplemente porque sí, porque su vida es pura energía, un discurrir revoltoso que no se detiene hasta el significativo plano final de la película. También el propio film avanza de una manera enérgica, nos arrastra con su ritmo contagioso. El cine de Anderson, sobre todo desde The Master, tiene una cadencia muy característica, una manera de fluir que desdibuja la frontera entre unas secuencias y otras para encajarlas todas en un relato constante, líquido. Lo cual no es óbice para que Licorice Pizza contenga deslumbrantes set pieces, como una cena en un concurrido restaurante que acaba en un chocante espectáculo circense, una noche de complejas maniobras con un camión de mudanzas o la secuencia inicial de la película, bellísima escena de seducción filmada por una cámara que serpentea con ávida curiosidad alrededor de los rostros de Gary y Alana.

En muchos de esos instantes, cobran un protagonismo especial los secundarios del film, seres que comparecen brevemente pero componen creaciones brillantes y completas, desde el empresario que va contrayendo matrimonio con japonesas ataviadas en kimono al productor de cine histérico y tiránico, personaje que conecta la película con la realidad: se trata del verdadero Jon Peters, pareja entonces de Barbra Streisand. También Jack Holden, el actor entrado en años que seduce brevemente a Alana, comunica Licorice Pizza con la vida real, pues apenas modifica el nombre de pila de William Holden para parodiar, con la complicidad del espectador, al protagonista de The Bridges at Toko-Ri. Puede que los jóvenes protagonistas de la película sean risibles en más de un sentido pero los personajes mayores en edad son el resultado patético del narcisismo y la autocomplacencia, el espejo lastimoso de esa seguridad impostada que caracteriza al alma americana. Licorice Pizza refleja a su manera el Zeitgeist de un momento en el que un cierto Hollywood parecía una procesión de trasuntos de Norma Desmond mientras que otro cine se echaba a correr sin rumbo, como Antoine Doinel.

Y es significativo que la América de Licorice Pizza esté poblada de tipos extravagantes o abiertamente dementes: al productor iracundo y al actor poseído por su pasado debemos sumar la agente agresiva y prepotente que entrevista a Alana, el actorzuelo fantasmón convencido de ser un galán adolescente, el jugador enfermizo de pinball… Es el mismo ambiente lisérgico y desquiciado de Inherent Vice, la misma California que oculta algo profundamente siniestro bajo una capa de hedonismo colectivo (algo parecido, por cierto, a lo que experimentamos en Under the Silver Lake, un film por momentos muy cercano al estilo de Anderson). Tampoco los protagonistas de The Master o There Will Be Blood están muy centrados, y los de Phantom Thread tienen comportamientos francamente psicopáticos. Por otra parte, Licorice Pizza e Inherent Vice coinciden también en mostrarnos una policía violenta, chulesca y totalitaria: Gary sufre una detención inopinada y brutal que nada tiene que envidiar a una actuación de la Stasi en los golden years de la RDA.

Me gustan los cineastas como Anderson que no articulan en absoluto un discurso ideológico en sus películas pero logran ser, entre líneas, con finura y a su manera, hirientemente políticos. Con todo, la dimensión política de Licorice Pizza no se expresa tanto a través de detalles como la brutalidad policial, la comparecencia orwelliana de Nixon en las pantallas o la aparición de esa especie de Travis Bickle 2.0 que merodea la oficina de campaña del concejal Wachs. Lo político se encuentra más bien en la mirada impía que Anderson arroja sobre, por ejemplo, credos como el capitalismo voraz o la fe religiosa, precisamente las dos supercherías que se confrontaban en la secuencia final de There Will Be Blood; esto es, sobre la demencia colectiva de una América conformada por individuos que viven presos de su propia ficción, lastimosos juguetes rotos como ese sosias de William Holden que pretende negar con una acrobacia en moto su condición de has been. Toda la nación parece vivir la misma tensión que el cine americano entre lo viejo y lo nuevo o, más bien, entre envejecer con dignidad o con ignominia, la delgada línea roja en la que se dirime una y otra vez la muerte del cine o la floración de la modernidad.

Cuando comenté Phantom Thread, aventuré que tal vez Anderson daría más adelante el paso de narrar “una desnuda historia de amor y desamor, un film que nos deje a solas con una pareja sin detenerse ya en tramas policiacas o recreaciones de un ambiente particular”. Licorice Pizza se ha acercado significativamente a eso porque Alana y Gary, tras sufrir múltiples avatares como en una novela de Dickens y después de experimentar toda suerte de vaivenes en su relación, se lanzan por última vez a correr y se encuentran al final de la escapada el uno frente al otro, llevándonos al reencuentro con el territorio más fértil de Hollywood. Pues, al final, no hay relato más importante ni más rico en matices que el de dos personas que se conocen y se atraen, mito inmarcesible del cine americano y universal; y, tal y como nos muestran los Diários de Otsoga de Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes, la historia del cine es en definitiva la historia de un beso, una carrera sempiterna que nos lleva sin fin a un encuentro con nuestro destino como humanos, a los labios que nos acogen y los brazos que nos rodean.

Entre los árboles

Muchos nos quedamos prendados de la tercera y última temporada de Twin Peaks pero hay que remontarse a la primera, al descubrimiento de esa comunidad enrarecida y de todo ese misterio subyacente en los episodios que vimos a principios de los noventa, para evocar las sensaciones con las que nos reencontramos en Arima, primer largometraje de Jaione Camborda, que transcurre en una pequeña localidad de Galicia en la que sólo nos familiarizamos con una reducida nómina de personajes, todos con sus secretos y con su propia ración de íntima inquietud. Y, como en Twin Peaks, hay un local nocturno en el que se congregan todos ellos, y hay también un lugar oculto ahí afuera donde pasan cosas extrañas que sólo nos son referidas indirectamente, oscuros episodios relacionados con las bajas pasiones y los límites de la sexualidad. Nadia frecuenta ese lugar, la misma joven que ejerce de modelo en la clase de artes plásticas y nos muestra una mancha sobre su piel con forma de mariposa, como si el motivo del memento mori, tan común en las naturalezas muertas de la pintura barroca, estuviera grabado sobre su cuerpo. Ella podría ser la Audrey Horne de Arima, la musa a la vez atrayente e inquietante que parece contener y a la vez proyectar el misterio con su mirada; y el deseo, el arcano y la muerte son los tres temas sobre los que pivota la película, que transcurre en un ambiente onírico e inefable como toda la obra de David Lynch.

El sentido del misterio guía también la urdimbre de la trama, en la que los agujeros van siendo cubiertos pero no del todo, dejando siempre algo incompleto. Un cierto guirigay argumental y una noche enigmática son los ingredientes también de Under the Silver Lake, un film muy diferente a Arima pero con un parecido sentido de lo oculto. Tanto el largometraje de Camborda como el de David Robert Mitchell transcurren en cierto territorio fronterizo, muy cerca de lo fantástico pero sin adentrarse en él por completo, que se viene confirmando como un fertilísimo campo para el cine de hoy, cimentado sobre capas y capas de memoria cinéfila entre las cuales las noches animadas de las películas Jacques Tourneur y las tripas del gore de los setenta han adquirido una gran importancia. O el mito vampírico, o las posesiones caníbales a lo Trouble Every Day o Grave, motivos con los que nos encontramos en Bliss, el nuevo largometraje de Joe Begos. En cierto sentido, Bliss es un extraño contraplano de Arima porque sí nos muestra la obra plasmada en el lienzo, una pintura diabólica ejecutada sin modelo, a partir de la inspiración que la protagonista encuentra en una serie de noches de total extravío lisérgico que le llenan de ansiedad a la vez que le enganchan irremisiblemente. Begos acaba componiendo una suerte de Andrei Rublev gore cuya saturación visual nos hace pensar a la vez en Mandy y en Vampir-Cuadecuc, en todas las experiencias que han llevado la noción de lo fantástico del interior del relato a la textura de la imagen.

Volviendo a Arima, el film de Camborda se acerca también a los extremos de la imagen en sus primeros compases, cuando la película se abre con planos cada vez más detallados de un ojo humano, de los capilares del glóbulo ocular y de la frontera entre el iris y la pupila captada en primerísimo primerísimo primer plano. A continuación, todo lo que nos narra gira en torno a la idea de lo que se ve y lo que no se ve; y también de lo que se oye y lo que no se oye. Por eso, más que en la saturación de la imagen y la música a tope como Begos, Camborda incide en las confidencias susurradas al oído o a través de una verja y en la oscuridad de la noche, en esa atmósfera nocturna cargada de secretos que está resultando ser un tema fundamental en las películas del nuevo y estimulante cine de autor gallego de los últimos años: la noche de Arima es la misma que la de Trinta lumes y Longa noite, incluso la misma en la que se desata el fuego en O que arde. De hecho, sus respectivos realizadores -Diana Toucedo, Eloy Enciso y Óliver Laxe- aparecen en el apartado de agradecimientos de los títulos de crédito de Arima. Camborda comparte un mismo acento cinematográfico con esos realizadores de su generación pero también parece encontrar sus raíces lejanas en un film de suma importancia para el cine español de las últimas décadas, pues Arima nos habla de una niña obsesionada con un espíritu que sólo ella parece captar, igual que la pequeña Ana presentía la presencia del monstruo en El espíritu de la colmena, la película en la que Víctor Erice fue al encuentro del cine fantástico y lo trajo a la meseta castellana. Erice y su discípulo aventajado José Luis Guerin en Tren de sombras ya nos advirtieron de que el cinematógrafo acaba siendo siempre la invocación de un espectro, de lo que se ve y de lo que no se ve. Un secreto que habita cerca de los árboles, en las afueras de Twin Peaks o en los bosques umbríos del interior de Galicia.

 

 

Un verano fantástico

No hay, en realidad, nada fantástico en Midsommar (Ari Aster), la historia de una joven norteamericana que pierde trágicamente a su familia y se ve, acto seguido, embarcada en una expedición trampa al falansterio de una secta tradicionalista sueca donde parecen materializarse sus pesadillas. La extrañeza de todo cuanto rodea a nuestra heroína queda subrayada por lo inextinguible de la luz diurna, constante durante el solsticio de verano de Suecia, igual que pasaba en la Alaska de Insomnia, un thriller de Christopher Nolan más estimulante que las superproducciones que ha realizado posteriormente. Midsommar, en cambio, no es exactamente un thriller ni tampoco una película de terror, al menos en un sentido convencional: si la noche es el aliado de lo monstruoso en el género fantástico, aquí es su reverso, el día inacabable del verano escandinavo, lo que cubre paradójicamente de misterio los acontecimientos, que nunca traspasan la frontera de la realidad pero parecen estar siempre en su límite. No en vano, vemos a menudo a través de los ojos de la protagonista, recurrentemente drogada por voluntad propia o a traición.

Tampoco hay nada fuera de la realidad en Beoning (Burning), de Lee Chang-dong, a pesar de que la aparición y la desaparición de la mujer que desencadena la trama remiten de alguna manera a lo fantástico. Su película gemela estadounidense, Under the Silver Lake, de David Robert Mitchell, es aún más ambigua en cuanto a la presencia de lo fantástico, y acaba también, como Midsommar, acercándonos a las intimidades de una secta que devora vidas de jóvenes mentalmente frágiles. Beoning y Under the Silver Lake nos relatan el desquiciamiento de sus protagonistas varones ante la desaparición de la mujer amada y nos remiten así al referente de Vertigo, la película de Hitchcock con la que nos encontramos una y otra vez al comentar el cine contemporáneo. Si Vertigo se ha convertido en un referente tan propicio es quizás porque, entre otros motivos, se trata de una obra cumbre de lo que llamo el cine otramente fantástico, esa región del cinematógrafo poblada de misterio en la que, en realidad, no se quiebra la lógica realista, al menos de manera explícita, pero tenemos la sensación de estar cerca de sus lindes, como sucede en Midsommar. La película de Ari Aster, además, trata un tema propiamente dicho, y con bastante explicitud, que es la extrañeza de las relaciones personales: la desconfianza, la incomunicación, la cobardía y los roles de género que desdibujan la amistad y el amor. Por eso, no está muy lejos de la Genèse de Philippe Lesage, cuyo vínculo con lo raro es más sutil. En ella, una canción de raíz folklórica es interpretada dos veces, como si fuera una invocación: justo al principio del film y mucho más adelante, al producirse la mágica cesura que nos traslada a una tercera historia por completo desligada de las dos que hemos seguido antes. Nada es ni remotamente fantástico pero nos recorre una sensación parecida a la que produce la aparición de un espectro.

Más cerca del fantástico se ha situado una parte del último cine de autor francés del que hemos hablado en estas páginas: Zombi Child (Bertrand Bonello), High Life (Claire Denis) o Les Garçons sauvages (Bertrand Mandico) se adentran en el género con cierta osadía, y otras bordean lo fantástico de manera más tangencial, como Un couteau dans le coeur (Yann Gonzalez), Holy Motors (Léos Carax), Rester vertical (Alain Guiraudie), Grave (Julia Ducournau)… Esa atracción no es exclusiva del cine francés, ni se limita a los otros ejemplos antes citados: el iraní Mani Haghighi coquetea con lo fantástico tanto en Ejdeha Vared Mishavad! (A Dragon Arrives!) como en Khook (Pig). El español Víctor Moreno ha creado un auténtico subgénero de fantástico documental con Edificio España y La ciudad oculta. La maravillosa John From, del portugués João Nicolau, se evade hacia lo irreal como rompiendo las dimensiones del cinematógrafo con el conjuro de su imaginativa protagonista. Las últimas realizaciones de Pedro Costa habitan también en algún lugar fuera de la realidad, o quizás en sus profundidades. El cine del británico Peter Strickland discurre siempre por la frontera del fantástico, dejando que el espíritu del giallo tome posesión de sus imágenes y le dé su verdadero tono y dimensión. Y todo parece emanar de Jauja, el film fundamental de Lisandro Alonso que describe una tierra ignota en la que el cine de nuestro tiempo es engendrado en forma de fantasmagoría.

Si el siglo XXI empezó mostrándonos imágenes que querían borrar la compartimentación entre el cine documental y la ficción, el cine más actual parece centrarse en derribar otra barrera, la que acota lo fantástico, para hacer que lo extraño lo recorra todo. El cine, y particularmente el cine de autor, cada vez es más fantástico; pero eso no quiere decir que se acerque al género fantástico sino más bien a sus límites, a la zona fronteriza en la que ya se adivinan las formas abstractas del misterio. De hecho, se está redefiniendo la idea de realidad en el cine a través de esa ventana abierta a otras dimensiones que abre la presencia de lo fantástico. Es significativo que pase ahora, durante el reinado de las redes sociales, que es también el invierno del periodismo, es decir, en mitad de una crisis de desconfianza en la verdad provocada por formas de comunicación que privilegian la confirmación de los prejuicios y el encasillamiento de las sensibilidades. Siempre he creído en la capacidad liberadora del cine, en su función humanística, y por eso no creo que la floración de lo fantástico contribuya a ese alejamiento de la noción de verdad sino todo lo contrario: puede que las imágenes cinematográficas nos estén advirtiendo entre líneas que la realidad es compleja y que se puede mirar más allá de las apariencias, los convencionalismos y las ideas preconcebidas. Al fin y al cabo, si alguna función -terrible palabra- puede tener el cine es contribuir a enseñarnos de nuevo a ver, ¿no?