‘Apollo 10 ½: A Space Age Childhood’ – La conquista de una mirada

Ya muy avanzado el metraje, encontramos en Apolo 10 ½: Una infancia espacial (Apollo 10 ½: A Space Age Childhood), el último largometraje de Richard Linklater, un plano que nos recuerda poderosamente a otro anterior del mismo realizador. Stan, el joven protagonista, sale junto a tres de sus hermanos de un túnel con el que acaba el recorrido de una excitante montaña rusa, en el parque de atracciones AstroWorld. Mientras el vagón aminora y la luz del sol vuelve a cubrirles, Stan levanta la mirada hacia el cielo con aire meditabundo y los ojos entornados, gesto que vemos en un primer plano picado y ligeramente ladeado. Es una toma muy parecida a otra de BoyhoodSIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/apolo-10-%c2%bd-una-infancia-espacial/

1992, el año de los descubrimientos

Pasaron muchas cosas en el cine americano durante los años noventa. Para quien firma estas líneas, no fue un momento cualquiera: fueron los años de mi adolescencia y juventud, la etapa en que empecé a cultivar un cierto conocimiento del cinematógrafo que me llevó más adelante a sentir espontáneamente la vocación de escribir sobre el tema. Ahora, toda esa época parece bendecida por una fabulosa coincidencia entre la vitalidad creativa del cine de entonces y la voracidad con la que un joven cinéfilo aprehendía en paralelo el corpus central de la historia del cine y las novedades que se estrenaban semana tras semana en las salas de Barcelona. Y, transcurridas casi tres décadas, el mismo año del descubrimiento de la película de Luis López Carrasco se revela como un insospechado hito simbólico en el seno del cine americano: en 1992, además de otros filmes destacables, se estrenaron tres títulos señeros (The Player, Unforgiven y Reservoir Dogs) que brillan con luz propia en el tránsito hacia el cine de nuestro siglo lo mismo que en mi trayecto personal como espectador. Por eso, quizás lo que sigue a continuación sea, más que nada, un ensayo de autobiografía oblicua a través del cine.

En 1992, para empezar, nos sorprendió el feliz e inesperado come back de Robert Altman, figura notoria de los años setenta que había permanecido en un discreto segundo plano durante los ochenta. Altman estrenó The Player, comedia amarga y despiadada pero con aire de ligero divertimento en la que aparece una multitud de amigos y allegados -actores, guionistas, realizadores…- en papeles secundarios o breves intervenciones. La película arrojaba una de las miradas más fieras nunca vistas sobre el mundillo hollywoodiense y recuperaba así un espíritu combativo, un tono ácido y una actitud inconformista que parecían desterrados del cine americano. De repente, el regreso de Altman al primer plano del panorama cinematográfico, cual conde de Montecristo, parecía restituir algunos valores asociados a la década del Watergate y desnudaba el hecho de que, durante los ochenta, Hollywood se había convertido en la corte tragicómica caricaturizada en The Player, un film que reflejaba las prácticas industriales y el turbio ambiente que se habían instalado en el sector.

Aunque, independientemente de lo que pasara en los mentideros de los estudios, la cuestión es que, en términos estéticos, el cine americano de los ochenta había adquirido un aspecto alarmante: la creatividad parecía anestesiada y la industria se había lanzado a la quimera del oro con menos escrúpulos que nunca. Hubo también, por supuesto, grandes películas y algún cineasta vivió a contracorriente un periodo de gran inspiración: Woody Allen firmó sus mejores títulos (Zelig, Hannah and Her Sisters, Crimes and Misdemeanors…), vimos los primeros largometrajes de Jim Jarmusch (Permanent Vacation, Stranger than Paradise, Down by Law…) y las realizaciones finales de John Huston (Under the Volcano, Prizzi’s Honor, The Dead), la generación del nuevo Hollywood dejó filmes tan bellos como Raging Bull o One from the Heart, hubo pequeñas revoluciones particulares como Blue Velvet o Blade Runner… Pero la sensación general era la de estar viendo un cine para adolescentes de todas las edades que empobrecía la forma y el fondo del relato y que potenciaba un abuso tan banal como enfático de los efectos especiales. Mientras se sucedían los productos de fantaciencia que seguían beatamente los moldes forjados por las sagas de Star Wars e Indiana Jones, abundaban unos feísimos thrillers de acción no por machistas menos ingenuos, protagonizados por el nuevo modelo de héroe testosterónico y expeditivo que encarnaban Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger. La infantilización del discurso alcanzó también a los géneros de la comedia y el drama, que se tornaron cada vez más simples y esquemáticos, buscando el taquillazo mediante historias reconfortantes y tópicos acomodadizos. De Top Gun a Look Who’s Talking, de Back to the Future a Rain Man, el panorama parecía describir, en fin, una brecha creciente entre Hollywood y cualquier tipo de voz autoral.

Pero, sobre todo, el cine americano de los ochenta parecía radicalmente diferente al de la década anterior, el periodo que había encumbrado al nuevo Hollywood y cuyos tonos transparentaban tanto la influencia de los nuevos cines europeos como un clima moral desencantado y contestatario. Los setenta, la época de The Exorcist, The Godfather o A Woman Under the Influence, parecían muy lejanos hasta que llegó The Player; y, justo después, Altman dirigió Short Cuts (1993), adaptación de la antología de relatos de Raymond Carver donde se describía la vida de los estadounidenses con una mordacidad desusada. Así pues, con el regreso y el éxito del mejor Altman, que emprendió entonces una fructífera etapa final en su filmografía, el cine (de autor) americano parecía salir del letargo y lo hacía de la única manera posible, esto es, retomando el discurso allí donde había quedado interrumpido.

Pero Altman, como decíamos al principio, no estuvo solo en ese renacimiento. El año 1992 trajo otra luminosa sorpresa, un logro tan inesperado como refrescante de una figura que también había conocido sus mayores éxitos en los setenta, en su caso como intérprete de gran popularidad. Clint Eastwood no había pasado los ochenta en un relativo ostracismo como Altman sino viviendo un visible crecimiento como realizador hasta que, el mismo año en que irrumpió The Player, estrenó Unforgiven, film en el que se adivina una gran implicación personal. Retrato de un pistolero avejentado que despierta contra su voluntad al impío ángel de la muerte que habitaba dormido en su interior, Unforgiven supuso el regreso por la puerta grande de un género, el western, que había quedado excluido de las tendencias de los ochenta, amén de arrastrar como una maldición el fracaso comercial de Heaven’s Gate (1980), el largometraje de Michael Cimino que había enterrado simbólicamente el nuevo Hollywood con su fenomenal tropiezo. Con el regreso del western, volvieron tonos y asuntos que no habían tenido cabida durante la era Reagan: nos reencontramos con la visión ambigua y profunda del mito fundacional que siempre arrojó el gran género cultivado por John Ford, Anthony Mann o Howard Hawks, y los claroscuros morales de los antihéroes de Unforgiven parecían poner de nuevo en primer término la complejidad del individuo en el cine americano. Además, todo el mundo se equivocó al calibrar que Eastwood había realizado una obra testamentaria ya que, a partir de Unforgiven, emprendió las tres décadas más productivas y creativas de su carrera: desde entonces hasta hoy, el director de Mystic River o Million Dollar Baby se ha convertido en una voz singularísima del cine de nuestro tiempo que recoge, con asombrosa delicadeza, el legado del cine clásico y lo convierte en un factor de lacerante modernidad en pleno siglo XXI. Mientras cierto cine mainstream adquiere el esquematismo acomodaticio de un libro de autoayuda, las películas de Eastwood parecen por el contrario restituir la sensibilidad de la mejor tradición narrativa americana.

La centralidad del ‘thriller’

Con todo, el western volvió pero no adquirió una presencia masiva en el Hollywood de los noventa en adelante. Fue el thriller el género que, sin haber dejado de ser cultivado profusamente durante los ochenta, vivió entonces una poderosa y multiforme revitalización. El año 1992 es también el de la primera realización de Quentin Tarantino, director de una generación muy posterior a Eastwood y Altman que no estuvo haciendo cine en los setenta pero conoce al dedillo la época como espectador pertinaz. Reservoir Dogs -que sigue siendo, para este cronista, su mejor película- supuso, como The Player y Unforgiven, un deslumbrante hallazgo por la fuerza que imprimía a motivos ya transitados (la planificación de un robo, su ejecución y su fracaso), por la contagiosa trepidación que transmitía y por su ambiciosa estructura narrativa, que daba continuos saltos adelante y atrás en el tiempo para cimentar el relato sobre la caracterización de los personajes más que sobre la resolución de la trama. Esa estructura se repetía en Pulp Fiction (1994), su segundo largometraje y un éxito popular incontestable cuya influencia se hizo notar de forma tan inmediata como abrumadora. Aún hoy intuimos el influjo universal de Reservoir Dogs y Pulp Fiction, películas imitadas hasta la saciedad y ocasionalmente inspiradoras de una noble descendencia que abarca desde los thrillers de Andrew Dominik y los hermanos Safdie hasta títulos inesperados de cineastas foráneos influenciados por el cine americano como Olivier Assayas o Carlos Vermut.

También en 1992 vio la luz otro thriller que parecía complementarse mutuamente con Reservoir Dogs. Si el primer film de Tarantino cifraba su fuerza visual en un montaje brioso y una estructura audaz, Bad Lieutenant parecía apoyarse más bien en la intensidad de sus imágenes, que describían el recorrido por el submundo de la noche neoyorquina de un policía corrupto y politoxicómano. Abel Ferrara planteó su película como una extravagante deformación de la pasión evangélica y dio con un tono áspero y desconcertante que abismaba el thriller en un territorio ignoto, a medio camino entre el pesimismo de los setenta y los tiempos muertos del cine de autor a la europea. En paralelo, fue también en 1992 cuando otro cineasta marcado por las connotaciones místicas y proveniente directamente de la generación del nuevo Hollywood, Paul Schrader, estrenó Light Sleeper, estimulante variación sobre los temas subyacentes en Taxi Driver, uno de los títulos insignes del cine americano de los setenta. El recorrido a través de la noche neoyorquina del narcotraficante de Light Sleeper guardaba una cierta concomitancia con el del policía de Bad Lieutenant; con su tono oscuro y meditabundo, ambos filmes parecían aportar una nueva densidad al thriller americano. Y, tanto para Ferrara como para Schrader, los años noventa representaron un salto adelante en sus filmografías.

De Taxi Driver, Schrader había sido el guionista; su director, Martin Scorsese, fue otro de los cineastas que llegaron a los noventa con una energía renovada, y lo hizo también dejando algunos hitos singulares del cine negro. Particularmente Goodfellas (1990), recibida sin dilación como una de sus obras mayores y quizás el film americano más influyente e imitado de las últimas décadas: su briosa forma de, digamos, novela río cinematográfica -rica en anécdotas grotescas, impactantes explosiones de violencia y personajes magistralmente perfilados con dos pinceladas- se ha convertido casi en un subgénero en sí mismo dentro del film noir. Y Scorsese quedó desde entonces como maestro indiscutible en la crónica de la vida y obra de los hampones de toda ralea, asunto sobre el que volvería en 1995 con otro film de gran ambición, Casino. La energía contagiosa y la delectación en los detalles de Goodfellas y Casino fueron y siguen siendo sumamente inspiradoras, y ambos filmes hicieron una contribución decisiva a la revitalización del género. Pero el thriller vivió al inicio de la década otros hitos de diferente naturaleza que contribuyeron igualmente a darle un nuevo impulso. Verbigracia: el éxito de The Silence of the Lambs (Jonathan Demme, 1991) generó un renovado interés por la figura del asesino en serie, cuya versión más original y sobrecogedora fue en realidad la del protagonista de Henry: Portrait of a Serial Killer (John McNaughton), film de 1986 acompañado de un aura de malditismo que retrasó su emergencia hasta la década posterior. Truculenta trama de psicópatas caníbales, desolladores y sexualmente perturbados el primero, retrato intimista de un asesino lacónico y metódico el segundo, los films de Demme y McNaughton plantearon una manera de representar la violencia en la pantalla más veraz y más madura.

Así las cosas, a lo largo de la década, todo ese enriquecimiento del thriller continuó con títulos que parecían emerger animados por las afortunadas experiencias de Scorsese, Tarantino, Demme o Ferrara. Del regreso a los grandes relatos de bandas de gánsteres que supuso Goodfellas, por ejemplo, se derivó un título como Carlito’s Way (1993), un momento de inspiración en la filmografía de Brian De Palma, compañero generacional de Scorsese. Y el sentido comunitario de sus filmes parece estar detrás también de Heat (1995), el primero de los robustos thrillers que dirigiría desde entonces Michael Mann. Quizás haya en Mann, además, una cierta influencia del cine de Francis F. Coppola; influencia compartida con James Gray, que nos presentó su estilo poderosamente denso y lírico en Little Odessa (1994), su primer largometraje. Por otra parte, el mismo año en que apareció Heat lo hizo The Usual Suspects, el debut de Bryan Singer -nunca igualado por su decepcionante trayectoria posterior- que seguía la estela de los filmes de Tarantino por cuanto cifraba su sentido en una alambicada estructura narrativa que lo convertía en una adivinanza fascinante. Y también en 1995 se estrenó Seven, una sofisticación aún mayor de todo lo que ya había en The Silence of the Lambs que convirtió a su director, David Fincher, en una figura central del cine americano desde ese momento hasta ahora, así como en uno de los cultivadores más estimulantes del género.

El cine es fantástico

Pero, cuando todo eso pasó en el seno del thriller americano, los espectadores ya habíamos sufrido un impacto profundo que había llegado por la vía más inesperada: en una serie de televisión y de la mano de David Lynch. Tras situarse como el autor más original, extraño y disonante de Hollywood con su filmografía anterior, Lynch nos sorprendió con Twin Peaks (1990-1991), una serie inclasificable de trama policial, ambiente lunático y derivas surrealistas que dio la sensación de hacer avanzar varias décadas el medio televisivo mucho antes del boom de las series de qualité, amén de abrir un fructífero camino de hibridaciones genéricas. Lynch continuó enriqueciendo la trama y el cosmos de la serie -inagotable por definición, como una biblioteca soñada por Borges o una radicalización de Las mil y una noches– con una precuela estrenada como largometraje, precisamente, en 1992: Twin Peaks: Fire Walk with Me. Y, como es sabido, retomaría el tema mucho después, en una tercera temporada (2017) que añadía nuevas capas de complejidad y volvía a revolucionarlo todo, ya en plena era digital.

Twin Peaks, además, acercaba la trama policial a un territorio inesperado, el de lo fantástico. Y el género fantástico había sido precisamente el que más había mutado durante los años ochenta a causa del auge de la fantaciencia y el exagerado protagonismo de los efectos visuales. Paradójicamente, fue también en 1992, mientras la tecnología digital empezaba a sofisticar las imágenes generadas por ordenador, cuando se estrenó un film que no sólo retomaba uno de los motivos clásicos del género sino que homenajeaba explícitamente a los orígenes del cine. Bram Stoker’s Dracula -Francis F. Coppola llevó el nombre del novelista al título para reivindicar el vínculo con el acervo acarreado a sus espaldas- guiñaba el ojo a las vistas de los Lumière y a la artificiosidad de las películas de Georges Méliès, a sus ilustres precedentes de Friedrich W. Murnau o Tod Browning, a la escenografía del expresionismo alemán y a las películas de Jean Cocteau. El Dracula de 1992 aparece ahora como un hito en la restauración de los temas y estilos del fantástico en el cine americano. Y el apasionado desparpajo con el que Coppola se acerca a la tradición, fruto de su espíritu entre romántico y megalómano, es también lo más característico del cine de M. Night Shyamalan, que arrancó precisamente en 1992 con Praying with Anger y conoció más adelante un gran éxito popular con The Sixth Sense. Shyamalan ha explorado desde entonces los temas, los mecanismos y las reminiscencias del fantástico a través de una filmografía audaz y desinhibida que supone una de las experiencias más excitantes del cine contemporáneo.

Por eso, debemos contar a Shyamalan entre los realizadores capitales del cine americano de nuestro tiempo que despegaron en los noventa, lo mismo que a Fincher o Gray; también lo son otros cineastas citados que habían empezado antes su carrera pero adquirieron entonces una mayor dimensión creativa, como Eastwood o Ferrara. El recuento debería incluir también nombres como el de Richard Linklater o Todd Haynes, autores de un cine cultivado y maduro que evolucionó durante esos años, o el de los hermanos Coen, que abrieron la década con Miller’s Crossing y Barton Fink. Tendríamos que añadir pequeños grandes hitos como Dead Man, el oblicuo y bellísimo western de Jarmusch; o el cálido humanismo de Nobody’s Fool, de Robert Benton; o el portentoso regreso de Terrence Malick con The Thin Red Line tras veinte años de silencio. Y habría que evocar la feliz conversión en director de cine de David Mamet y los primeros títulos de Whit Stillman, Paul T. Anderson, Kelly Reichardt, Spike Jonze, Dan Sallitt… Quizás habría incluso que desbordar los márgenes del cine y hablar de The Simpsons, en emisión desde 1989, y su impacto en el ámbito de la comedia. Todo eso y más cosas ocurrieron en los noventa, una década insospechadamente prodigiosa. Cuando acabó, el cine americano del siglo XXI tenía un aspecto más vigoroso y una estimulante nómina de grandes realizadores que luego no ha dejado de incorporar nuevos nombres. Y yo, al entrar en la nueva centuria, era ya un veinteañero que se entretenía escribiendo sobre cine para poner en orden las ideas. Desde entonces y hasta ahora, no he visto llegar la consabida muerte del cine pero sí he ido constatando una sorprendente creatividad que contradice por doquier esa extinción anunciada y propicia genuinas mutaciones, esto es, lentas adaptaciones naturales que hacen posible la evolución de las especies. Por eso, treinta años después, el cine es hoy una de las pocas cosas que me transmiten, a pesar de los pesares, un cierto optimismo.

La ascensión de la redentora digital

La pintura sacra representa recurrentemente la ascensión de Cristo mostrando al profeta levitar con los brazos extendidos, como abrazando la gracia divina y, eventualmente, compartiéndola con los personajes que, en tierra, asisten a la escena. Es exactamente el mismo gesto que realiza la protagonista de Wonder Woman 1984 cuando se eleva hacia el cielo y emprende el vuelo. La heroína del film de Patty Jenkins, que adquiere ese don precisamente tras realizar un sacrificio supremo, reproduce incluso esa expresión entre la beatitud y el éxtasis que caracteriza a las representaciones del hijo de Dios en el arte pictórico. Y huelga decir que Wonder Woman, como todos los superhéroes del cómic y del cine, juega un rol inequívocamente mesiánico: se manifiesta entre las gentes del pueblo elegido, que ya no es Israel como en la Biblia sino los Estados Unidos de América, y salva el mundo gracias a sus poderes sobrenaturales. Pero el caso es que esta nueva Mesías levita y vuela; y, en el último tramo del film, adquiere incluso los atributos físicos de un ángel al dotarse de alas doradas que remedan el denso plumaje de un ave, como los serafines de la tradición pictórica o como los ángeles sobre Berlín de Wim Wenders.

Las reminiscencias de la iconografía cristiana son abundantes en ese tipo de filmes pero también las de otros tipos de mitologías y tradiciones culturales. El villano de Wonder Woman 1984, por ejemplo, puede ser una remota variación de figuras como Midas, el rey de Frigia que convertía en oro cuanto tocaba; o Rumpelstiltskin, que concede deseos maravillosos a cambio de una onerosa contrapartida; o Nimrod, que desafió el poder de Yahveh construyendo la torre de Babel. Personajes cuya ambición desmedida acaba provocando su miseria, cuando no la de todos los que le rodean. Es llamativo que la cultura popular norteamericana incida tanto en la inmoralidad y la pulsión autodestructiva de la codicia, ítem más cuando lo vemos en un blockbuster cuyas ambiciones son, sin duda, más pecuniarias que estéticas. Pero es en la forma donde se aprecian otras contradicciones más profundas, como si Hollywood nos transmitiera una cierta mala conciencia de manera sutil e inconsciente.

El año 1984, más allá de sus reminiscencias orwellianas, nos sitúa en el corazón de la América de Reagan y nos remite al Hollywood de la época. Dos años después de Tron, cuatro antes de Who Framed Roger Rabbit, estamos en la primavera de la fantaciencia y en la época en que los efectos visuales se van sofisticando progresivamente hasta llegar a la apoteosis digital de nuestro tiempo, cuando una superproducción como la que nos ocupa contiene tantas imágenes manipuladas informáticamente que podemos dar por abolida de facto la frontera entre el cine de animación y el de imagen real. Cuando los efectos digitales devoraron las imágenes y esa frontera se desdibujó para siempre, Hollywood descubrió el poder visual de la ingravidez. Desde The Matrix hasta hoy, los blockbusters se han poblado de seres etéreos que desafían la física convencional en muchos sentidos pero, sobre todo, enmiendan sin descanso la ley de la gravedad. Wonder Woman 1984, que empieza como Humor amarillo y acaba como Cats, nos relata la historia de una Diana desentendida de la caza y enamoradiza que obra saltos prodigiosos de niña y adquiere por fin el don de volar en mitad de los años ochenta, al inicio del camino hacia la digitalización de la imagen y el triunfo de la ingravidez.

Esa transformación de Hollywood nos llevó a lo que Wonder Woman 1984 es en su tramo final: como todos los blockbusters de hoy, acaba con una larguísima, pretenciosa y mortalmente pesada set piece de rayos y centellas en la que los efectos visuales sobresaturados hacen difícil entender las imágenes y el relato se diluye en una total falta de coherencia, significación e interés. Pero la película de Jenkins, antes de llegar a ese punto, opera una curiosa transición. En su tramo central, entre el prólogo en la tierra de las Amazonas y la elevación de Diana a los cielos, el film trata de armar una historia de aventuras que, con todas sus flaquezas, atesora un cierto aliento tradicional. Por eso Wonder Woman 1984, una película contrahecha y torpe, resulta entretenida y tiene detalles interesantes hasta que el relato es anulado por la ascensión a un paraíso digital más allá de las nubes en el que, como era de esperar, no nos aguarda más que la nada.