El triunfo cuántico de Jean Eustache

Jean Eustache es, como Víctor Erice, uno de esos cineastas con una filmografía sucinta y heterodoxa, rica en piezas pequeñas en metraje pero grandes en relevancia. Y cada film de Eustache tiene la virtud de representar un nuevo descubrimiento, algo que parece diferente a todo lo demás pero que, sin embargo, reafirma los valores en común que dan consistencia al discurso eustachiano, si se le puede llamar así. Quizás la clave de su cine sea esa paradójica forma de modernidad que consiste en buscar un renovado primitivismo, tal y como lo describía Barthélemy Amengual en Una vida recluida en el cine o el fracaso de Jean Eustache (Athenaica), libro aparecido en 1986 del que acabamos de leer la traducción al castellano de Manuel Peláez: «‘El primer primitivo del cine moderno’ quiso ser moderno para permanecer primitivo, paradójica dialéctica, presumiblemente abocada al fracaso. Ser moderno para reconquistar las certezas antiguas, los ideales de una infancia, el mito de un paraíso perdido antes incluso de haberlo conocido» (p. 124).

Amengual se centra sobre todo en los títulos de ficción de Eustache pero alude también a sus filmes documentales como las dos versiones de La Rosière de Pessac (1968 y 1979), Le Cochon o Numéro zéro porque en ellos se encuentra quizás la máxima expresión de ese primitivismo, la engañosa simpleza de colocar la cámara frente a los acontecimientos y filmar con marcado objetivismo, sin que el montaje -casi nulo en Numéro zéro– o las angulaciones de la cámara indiquen la presencia de un discurso, una voz autoral o lo que sea. Diríase que la intención es ser tan primitivo como las vistas de los hermanos Lumière, en la línea de lo que se etiquetó como cinéma vérité, una tendencia que «condujo pronto a los cineastas de la realidad a utilizar técnicas del reportaje como técnicas de la narración» (p. 47). En Eustache, no obstante, podemos notar un acento común con otros cineastas de diferentes oleadas de la modernidad que también van en pos de alguna noble forma de primitivismo. Como dice el propio Amengual, «¿no es el ideal estético de Eustache unir a Lumière y a Straub?» (p. 104). Precisamente, guardamos en este blog un cariño especial por La France contre les robots, film postrero de Straub que reproduce uno de los gestos radicales de la obra eustachiana, esto es, el acto de filmar dos versiones de una misma película, como en Une sale histoire: «Es el dos veces lo mismo lo que causa más efecto que el dos veces» (p. 40).

Amengual abunda también en la influencia de Jean Renoir en el cine de nuestro hombre y en las concomitancias entre su estilo y el de Robert Bresson, cuyo sustractivo y ascético cinematógrafo es, en el fondo, otra forma de búsqueda de cierta pureza primitiva. Lo cual me trae el recuerdo de una charla sobre Bresson en la filmoteca de Barcelona, hace más de veinte años, en la que José Luis Guerin afirmó que, en su opinión, la única película a la que se atrevía a atribuirle la etiqueta de bressoniana era a Mes petites amoureuses, que Amengual describe como una versión más osada de Les Mistons, el film de Truffaut sobre las pulsiones eroticoamorosas de un grupo de púberes. «Como en Bresson -dice Amengual a propósito, precisamente, de Mes petites amoureuses-, pero con distinto propósito (no ya acceder a lo espiritual presente sino alcanzar una forma de sensibilidad, un ser, perdidos en el mundo), la extenuación de la realidad se apoya en fragmentos de realismo poderoso, incontestables, que se arrancan casi al pasado» (p. 113).

Pero Eustache no sólo tiene cosas en común con Jean Rouch, Bresson o los Straub-Huillet. Hay otra faceta de su primitivismo que nada tiene que ver con las vistas Lumière, ni con esa zona de contacto del cine con el reporterismo, ni tampoco con el severo rigor de L’Argent o Sicilia! Me refiero al imperio de la palabra que se manifiesta en La Maman et la putain o en Numéro zéro, pues la oralidad en la pantalla puede representar algo tan radical como es remontarse más atrás incluso que los Lumière, donde el verbo precede a las imágenes. Hay significativos diálogos telefónicos en La Maman et la putain o en un proyecto irrealizado, La rue s’allume -«debía consistir en una larga conversación telefónica, de nuevo nocturna, entre dos amigos» (pp. 36-37)- que nos hacen avanzar varias décadas para encontrar concomitancias entre Eustache y cineastas de la palabra de nuestro siglo XXI como Pablo García Canga, que ha convertido el diálogo -unas veces en persona, otras por teléfono- en un motivo central de su filmografía, como muestran La Nuit d’avant, Por la pista vacía, Las tierras del cielo o Tu trembleras pour moi.

Comparamos, hace unos meses, la radicalidad y la ironía de otro insigne contemporáneo nuestro como es Hong Sang-soo con la actitud de Eustache. «Indiferencia, distancia, constituyen el sello, el escudo de Eustache» (p. 81), dice Amengual. Todo ese primitivismo del cine eustachiano no parece emanar de un sesudo y gravísimo posicionamiento sino de un distanciamiento punk avant la lettre, por así decirlo: pasar olímpicamente de los oropeles de la puesta en escena y abrazar las imágenes antiartísticas, antiestéticas, precinematográficas. Quien firma estas líneas no identifica el «fracaso» de Eustache anunciado por el título del libro, ya que el cineasta completa exitosamente ese desplazamiento hacia lo primitivo que, en una suerte de movimiento cuántico contra la lógica lineal del tiempo, le lleva a la vez a la más radical modernidad, pues creo que hay pocos films tan contundentes, densos e impactantes como Numéro zéro. Y recordemos que una de sus últimas realizaciones, Les Photos d’Alix, es en sí misma una contradicción, un film revolucionario que se niega a sí mismo para hallar su esquinada y paradójica verdad. Quizás la astucia de Amengual consistió en enunciar un fracaso que es, en realidad, la más luminosa de las conquistas.

Xcèntric 2024 – Motivos, formas, ficciones

El cine es algo así como una selva frondosa y tupida que nos empeñamos en organizar de mil maneras diferentes, todas válidas y todas necesariamente impugnables. Hoy se me ocurre que, entre todo lo que vemos, hay películas -o series, o fragmentos, o textos…- que parecen ocupar un lugar dentro de una ilación imaginaria, un relato o una cartografía del cinematógrafo en la que cada pieza parece estar conectada con las demás de alguna manera. Por el contrario, otras experiencias se nos presentan como si fueran un alto en el camino, una oportunidad para tomar distancia, asumir una perspectiva metalingüística o, simplemente, volver a ideas y sensaciones primigenias, a la esencia misma del acto de mirar imágenes en movimiento. Esa es la impresión que me produce el cine experimental en general y, en particular, las piezas que vemos en el Xcèntric, el programa estable de proyecciones que organiza el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona durante el primer tramo del año. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/xcentric-2024/

El temblor de lo humano

No es lo mismo cubrir un festival en representación de una revista especializada o medio de comunicación del tipo que sea, que formar parte de su organización. Desde fuera, se puede ver el resultado del trabajo, el discurso implícito en la forma que adopta un certamen: las rimas entre películas, los motivos recurrentes y demás corrientes freáticas de la programación, la elección de un cierto tipo de inauguración y clausura, la composición de los jurados y los premios que reparten… Desde dentro, un festival se ve como un trabajo artesanal hecho por personas que cuidan los detalles, solventan problemas, cultivan y recogen pacientemente el fruto de un largo esfuerzo. Es decir, al conocer las interioridades de su funcionamiento, es inevitable percibir ante todo el carácter profundamente humano del trabajo. Y creo que L’Alternativa, el festival de cine independiente de Barcelona en el que participa el arriba firmante programando cortometrajes, tiene la singularidad de transmitir esa naturaleza humana y artesanal no sólo a los que estamos implicados en el proyecto sino también a quienes siguen la muestra como periodistas, críticos o espectadores.

Es más: la alternativa que plantea L’Alternativa no es sólo al cine -digamos- institucional o convencional sino a todo un estado de las cosas. Me explico. Eso de la inteligencia artificial acaba de empezar y ya estamos ahítos de oír por todas partes altisonantes discursos ora apocalípticos, ora integrados. Y la cuestión es que, por el momento, el celebérrimo algoritmo de Netflix y demás robots omnipresentes e hiperactivos no hacen más que replicar esa mortecina reproducibilidad técnica que, desde mucho antes de la era de las redes sociales y las plataformas de streaming, nos constriñe a ver una y otra vez productos indistinguibles, impersonales, como esas presuntas empanadillas argentinas de aspecto industrial que se alinean en determinados escaparates como un ejército de clones. Frente a eso, lo primero que hace especial al cine de L’Alternativa es que nos permite sentir el temblor de la mano, el aliento del cineasta, el alma de algo que ha sido largamente modelado por seres humanos que dudan y que sienten. En ese sentido, tan significativo es un cortometraje como Máxica Neves no Nadal (Víctor Soho), que subvierte la estética maquinal y pixelada de la hojarasca digital al dotarla de una voz rabiosamente humana, como la cálida reivindicación de la cultura cinéfila en sentido tradicional que plantea Kuolleet lehdet, el largometraje de Aki Kaurismäki que inauguró el certamen: una historia de amores azarosos y penalidades materiales que explicita su vínculo íntimo con el cine clásico y nos trae a nuestro 2023 algo de la calidez y la harmonía de las películas de Chaplin o René Clair.

De hecho, el temblor de lo humano y la cultura cinéfila van a menudo de la mano, son vibraciones que uno puede notar por igual en las películas que nos permiten oír la voz del cineasta. Cortometrajes tan guasones como Fred cancelado (Natalia Lucía) o Le Film que vous allez voir (Maxime Martinot), íntegramente compuestos por imágenes recuperadas, son elocuentes al respecto; pero, en otras ocasiones, esa simbiosis se produce de la manera más inesperada. Negu hurbilak (colectivo Negu), por ejemplo, es uno de esos filmes austeros y calmos tan característicos del cine independiente de nuestro tiempo que nos sorprende al recordarnos a los thrillers de jóvenes a la fuga a lo Nicholas Ray -me refiero, por supuesto, a They Live by Night– y, a la vez, al expresivo laconismo de los polars de Jean-Pierre Melville. L’Alternativa, por otra parte, deja a menudo constancia de cómo se imponen inadvertidamente la ficción y las reminiscencias cinéfilas profundas en títulos que parecen muy despojados en primera instancia. Ahí está, por ejemplo, un film como Antier noche (Alberto Martín Menacho), una particularísima experiencia situada en algún punto entre el cine de los hermanos Taviani y el western puro que nos propone una manera de dialogar con el cine americano mucho más sutil y estimulante que cierto cine español de factura industrial.

Y quizás sea una boutade pero hay algo remotamente truffautiano en Între revoluții (Vlad Petri), film epistolar a la manera de Les Deux Anglaises et le continent, o en Il pleut dans la maison (Paloma Sermon-Daï), relato sobre cómo dos adolescentes carentes de una guía parental fiable se enfrentan a los cuatrocientos golpes que les esperan cada día en la calle. Por cerrar el episodio de los filmes relacionados con el espíritu de Truffaut por ser veladamente librescos, Up the River with Acid (Harald Hutter) podría representar una manera original de trasponer al cine la particular experiencia del tiempo de la Recherche proustiana, ese pasado que habita en el presente y viceversa. Cosa que podría decirse también de La imatge permanent (Laura Ferrés), un debut deslumbrante en el que la íntima imbricación entre pasado y presente parece contagiar las misteriosas transiciones que se producen de un plano a otro; y de A morte de uma cidade (João Rosas), que parte de un motivo sencillo, la filmación de una trabajosa demolición operada por un heterogéneo grupo de obreros, para construir un relato felizmente digresivo que describe meandros sin fin yendo de historia en historia, de recuerdo en recuerdo.

El cine es fantástico

Si una inesperada cultura cinéfila se ha manifestado entre las rendijas de los filmes exhibidos en L’Alternativa, es la del género fantástico. O quizás no sea algo tan inesperado, pues todos los años hay títulos en el festival que nos invitan a pensar en un acercamiento indirecto, oblicuo y a veces travieso a lo fantástico. Un ejemplo evidente sería El rostro de la medusa (Melisa Liebenthal), que parte de una premisa sencilla -la completa e inopinada transformación de la cara de la protagonista- a la manera de un episodio de The Twilight Zone o un cuento de Cortázar y, sin desfallecer ni ponerse solemne, adquiere una sorprendente densidad y convoca multitud de temas, como si estuviéramos ante uno de esos filmes abismales de Charlie Kaufman. Me refiero también a largometrajes recorridos por reminiscencias de tradiciones ancestrales, civilizaciones atávicas y un hondo sentido de lo ritual: Tótem (Unidad de Montaje Dialéctico), un film que bascula entre un discurso prosaico sobre desapariciones políticas y una sugerente fabulación en torno a una cabeza olmeca perdida; O estranho (Flora Dias), por su parte, es una original divagación sobre piedras y vestigios que abren oquedades en el tiempo, articulada inteligentemente en los espacios del aeropuerto paulista de Guarulhos y las tierras colindantes; y La chimera (Alice Rohrwacher) nos cuenta una historia sobre saqueadores de vestigios etruscos muy cercana a O estranho en cierto sentido aunque con un tono onírico definitivamente felliniano.

Por otra parte, quizás el film más bello de todo el festival sobre el motivo de un viejo mito arraigado en nuestra cultura sea Aqueronte (Manuel Muñoz Rivas), en el que un grupo de individuos que cruza un río en ferri se transfigura en una evocación sorprendentemente precisa del trayecto hacia el Hades a bordo de la barca de Caronte. La fotografía de Mauro Herce, inconfundible, la hermana con Samsara (Lois Patiño), donde la fantasticidad se apodera de la forma misma de la película, que opera una metamorfosis explícita: a través de un largo fundido a negro, pasamos de una ficción mística y pausada tipo Satyajit Ray a una trama fabulística y engañosamente sencilla en el litoral de Tanzania que nos recuerda a la espontaneidad contagiosa que transmite la obra de Jean Rouch. Y esa segunda mitad de Samsara apunta sutilmente hacia una idea que podemos considerar la cuestión central de otro título capital de L’Alternativa 2023: el paso, sin solución de continuidad, de lo documental a lo fantástico es el fenómeno que anima Un volcán habitado (José Víctor Fuentes, David Pantaleón), una experiencia radical en la que no oímos más que las conversaciones reales de un grupo de amigos mientras vemos unas imágenes de la erupción volcánica de 2021 en la isla de La Palma que parecen irreales, fantasiosas. Así pues, el valor profundo de la película queda cifrado en ese roce entre la cotidianidad y lo fabuloso, entre lo vulgar y lo extraño; algo que Un volcán habitado comparte con Here (Bas Devos), cuyo elemento más interesante es sin duda toda la imaginería que compone en torno al contacto entre la vegetación y la ciudad, y las sensaciones abstractas que eso despierta.

La sola presencia en el plano de la vegetación o de la naturaleza en general desencadena una particular dimensión fantástica de la imagen en el cortometraje de Pantaleón El naciente, exhibido también en el festival, o en The Secret Garden (Noura Ouayda), que podemos considerar una muy astuta revisión independiente de Invasion of the Body Snatchers (Don Siegel). Pero, en ese sentido, capítulo aparte merece Zinzindurrunkarratz (Oskar Alegria), que es una verdadera celebración de la imagen y del sonido como conquistas en sí mismas, aunque también como una conquista de la memoria. A partir de unas tomas sin sonido en Super-8 realizadas en algún rincón de Euskadi, Alegria nos habla de la experiencia fílmica como una indagación de lo que no está o, más bien, como la permanente fabulación sobre cómo podría ser lo que no está. Y transita con provecho el fértil territorio de la autoficción y el cine en primera persona, por el que discurren también largometrajes tan emotivos como Bjergene (Christian Einshøj) y Soc filla de ma mare (Laura García Pérez), a su manera películas sobre espectros, o Notre corps (Claire Simon), que en sus mejores tramos nos recuerda al Nanni Moretti de Caro diario.

En suma, L’Alternativa ha sido en su última edición lo que siempre había sido: una demostración de que reivindicar el cine es reivindicar la condición humana, que nuestra alma no es un hálito sobrenatural sino algo tangible que está en la rugosa materialidad de las imágenes, en las reminiscencias del patrimonio cinematográfico, en la tendencia ineluctable a la fantasía, en las voces íntimas que nos hablan en primera persona del singular… Fue hermoso, por cierto, cerrar el festival escuchando a Laia Manresa y Matías Piñeiro en un coloquio sobre la transmisión de conocimiento en general y la experiencia de la Elías Querejeta Zine Eskola en particular. Los dos cineastas abogaron por la idea de desaprender, experimentar, deshacerse incluso de la necesidad perentoria de armar un film y empezar por ir al encuentro de los materiales esenciales del cine, esto es, las imágenes y los sonidos. Me resultó inevitable pensar en Godard, alguien que siempre partió del vasto patrimonio acumulado a nuestras espaldas y que dedicó el tramo final de su filmografía a realizar bellas y asilvestradas composiciones de imágenes infinitas hasta llegar al puro libro de imágenes. Sin texto, sin tesis, sin discurso: sólo las imágenes y el humano temblor que las anima. Acercarse a la obra Godard, a L’Alternativa o adonde sea que se halle el cine es siempre ir hacia un reencuentro con nosotros mismos.