Arrasar el escenario

Quede advertido el lector de que el texto que sigue incurre en el más escandaloso de los spoilers. Porque debemos referirnos, en primer lugar, a los instantes finales de Late Night with the Devil, largometraje de los hermanos Cameron y Colin Cairnes. La resolución de la trama nos lleva al escenario de una aparatosa carnicería en el plató de televisión donde transcurre la práctica totalidad del film. El diablo que posee a la joven Lilly orquesta el asesinato en directo de los personajes principales de la película y convierte el plató en un escenario dantesco con cadáveres esparcidos, decorados en llamas, sillas tumbadas, papeles por el suelo y un silencio atronador en las gradas del público, que ha huido despavorido al ver la explosión de violencia.

Es el paisaje después de la masacre con la que se cierra el film de los hermanos Cairnes, ambientado en la noche de Halloween de 1977. Y es exactamente el mismo paisaje con el que arranca Nope, de Jordan Peele: la secuencia del prólogo nos muestra las imágenes de un plató de televisión en calma tras una brutal matanza, perpetuada en este caso por un simio que pierde los papeles en mitad de la retransmisión. Estamos, en este caso, en 1998, y vemos también cuerpos ensangrentados, muebles destrozados, vidrios rotos y los signos de una huida precipitada en la utilería del plató y los asientos del público. Lo mismo, exactamente lo mismo que en Late Night with the Devil. Y de ambas secuencias sale un superviviente que ha intercambiado un último gesto de complicidad con el culpable de todo: el protagonista de Late Night with the Devil, que se deja embaucar por el demonio para completar la escabechina acuchillando a la niña poseída, y el niño escondido en Nope, que vive un instante de entendimiento con el chimpancé a lo Jane Goodall antes de que la policía, desde el fuera de campo, logre abatir repentinamente al animal.

La coincidencia entre las imágenes que cierran el film de los Cairnes y las que abren el de Peele podría propiciar una forzada meditación sobre el porqué del particular. Uno prefiere prevenirse contra la sobreinterpretación o, por decirlo en otros términos, contra la simple y pura paja mental. No obstante, me gustaría pensar que hay una especie de instinto en común, una idea casi inconsciente en el hecho de que dos significativas películas fantásticas de nuestro tiempo hayan reproducido el motivo visual del plató tras la masacre, ya sea como clímax final de una extraña función ante las cámaras, oclusiva y malsana desde el inicio, que se nos va revelando poco a poco como una historia sobre posesiones diabólicas, ya sea como punto de partida de un relato sobre platillos voladores tradicional y autoconsciente a la vez.

Pues, aunque estamos ya en una fase avanzada de la era digital y parece que ha terminado el reinado de la televisión convencional, el plató de un magacín televisivo sigue simbolizando, en cierto sentido, la hegemonía de la pequeña pantalla y de una forma de entretenimiento banal, sin exigencias estéticas y accesible en muchos sentidos; es decir, todo lo opuesto a los oropeles del cine y su puesta en escena. Como si nuestro consumo cotidiano y rutinario de imágenes sin aura en la tele o en los dispositivos digitales se interrumpiera abruptamente con la irrupción de lo fantástico, la manifestación violenta de un género que nos recuerda que todo comienza con la desestabilización de la normalidad. Es significativo también que ambos filmes nos muestren el cruel exterminio de sendos personajes descreídos: el gurú del racionalismo empeñado en desenmascarar embustes en Late Night with the Devil, el cameraman embebido de ambición en Nope.

A finales de los setenta, cuando transcurre Late Night with the Devil, empezó la popularización de las televisiones en color y de los sistemas de vídeo doméstico. A finales de los noventa, momento en el que está ambientado el prólogo de Nope, arrancaba la era digital y la hegemonía de internet. Hoy parece que el desarrollo de la inteligencia digital nos vaya a convertir a todos en escépticos sin remedio y/o en ingenuísimos tontos de capirote. Y la muerte del cine, en fin, siempre está ahí de una u otra forma, acechante; pero, con la misma insistencia, reaparece una y otra vez lo fantástico en la pantalla para despedazar el plató, derramar litros de sangre y recordarnos que no se puede matar a un espectro.

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