El síndrome de Nolan

Christopher Nolan es un realizador brillante cuando relata combates aéreos en Dunkirk, viajes fantásticos a lo Jules Verne en Interstellar, robos espectaculares y persecuciones trepidantes en Tenet o en su trilogía sobre Batman… Incluso su juego con el tiempo cinematográfico fue estimulante una vez, en Memento, y su sentido del noir tuvo una finura encomiable en Insomnia. Pero cada vez que quiere dar una nueva lección sobre la complicación infinita de la estructura narrativa, amén de desplegar sesudas meditaciones sobre el tiempo y la existencia, Nolan resulta un cineasta plúmbeo, engolado, vanidoso, agotador y, lo peor de todo, banal. Y esa inmodestia endémica, el síndrome de Nolan, se hace notar en otras películas.

En general, los cineastas instalados en el sistema de Hollywood -y alguno más fuera de él, sin duda- resultan interesantes cuando su discurso atañe al cine, es decir, cuando sus películas habitan, cada una a su manera, el thriller o la simple y desnuda acción, lo fantástico o el género de aventuras, el cine de espías o de capa y espada… Cuando reconocemos, desde nuestra perspectiva actual, determinados gestos, situaciones, texturas, tipos humanos, todo un terreno amplio y fértil donde caben a la vez el tributo y la ironía, la continuidad y la ruptura.

En cambio, resultan unos plomos cuando se ponen importantones, afectados por el síndrome de Nolan, esto es, por la necesidad de recubrirlo todo con una capa de fatuidad y discurseo. Pongamos dos ejemplos. Alex Garland nos deja películas en las que hay escenas absorbentes e ideas interesantes; pero, por otra parte, hace ingentes esfuerzos por barnizarlas con esa capa de importancia y algún discursito enfático sobre la condición humana, los peligros del progreso de la I+D o la discriminación de género, según el caso. Y todo ello acompañado de apartes musicales y afectados pillow shots que se supone que ennoblecen el conjunto pero, en realidad, tienen un efecto entre vulgar y ofensivo. En Men, su último largometraje, la secuencia del acoso a la protagonista por parte de un demente en cueros que ronda su jardín es un momento de suspense más que solvente, y hay alguna otra secuencia con cierta gracia. Pero otros detalles -la caracterización de todos los personajes sin excepción, las escenas de discusión conyugal o esos paseos de la protagonista por el bosque que parecen anuncios de colonia- no son más que una mezcla de tópicos que desliza el film hacia lo impersonal, vacuo y simplón. Lo mismo pasaba con su muy pretencioso primer film, Ex_Machina, o con ese remake pedante de Stalker que fue su segunda realización, Annihilation.

Por comparación, Jordan Peele nos resulta un cineasta mejor, un tipo que realiza films bien narrados y notablemente estilosos. La cuestión es que siempre hay en ellos una disertación entre líneas sobre el género fantástico o sobre el cine tout court, discurso en cualquier caso más complejo e inteligente que el de las películas de Garland pero que, al final, acaba pesando demasiado. En su estreno de este verano, Nope, las profundas implicaciones de la trama acerca de nuestra relación con el cine de género, la atracción de la mirada y la ontología de la imagen deberían ser el ingrediente más sabroso de la película pero acaban resultando más bien indigestos. Entre otros motivos, porque toda esa hondura impostada parece que quiera disimular la vulgaridad de los mimbres narrativos: una estructura perfectamente reconocible, unos personajes más bien tópicos, un clímax final interminable como tantos otros… Nope, en definitiva, no está nada mal pero se hace larga; tendría más valor si fuera más corta y más humilde.

Por lo demás, sería arduo cartografiar por completo el síndrome de Nolan en el conjunto del cine actual pero señalemos, por destacar algún otro caso paradigmático, las incursiones en lo fantástico de David Lowery, A Ghost Story y The Green Knight, harto pretenciosas; o lo que ha acabado siendo el cine de Robert Eggers, que a este cronista le pareció interesante pero ya demasiado esteticista en The VVitch: A New-England Folktale y The Lighthouse y que se ha convertido en algo definitivamente presuntuoso en The Northman. Por su parte, Denis Villeneuve ha acometido proyectos tan ambiciosos como una secuela de Blade Runner o una nueva versión de Dune; la primera no empieza mal pero se acababa zancadilleando a sí misma, la segunda es un festival de fatuidad que pide a gritos más gusanos gigantes y menos declamaciones pomposas. ¿Y ese The Batman de Matt Reeves donde todas las secuencias parecen preceder al fin del mundo?

Nos estamos refiriendo, insisto, a títulos ambivalentes que contienen cosas interesantes pero que pierden valor cuando se empeñan en decir algo grave. O cuando, simplemente, ponen a sus comediantes a declamar con un rictus risible de puro serio, pronunciando con énfasis y altanería cada palabra, frunciendo el ceño y posando en un escorzo teatrero frente a la cámara. Porque al síndrome de Nolan hay que sumar otra sintomatología: ¿cómo no ver, en toda esa cursilería, las reverberaciones de la trilogía de Peter Jackson sobre los libros de J.R.R. Tolkien? Aunque, a decir verdad, ya fue mucho antes cuando la saga Star Wars nos acostumbró a esos tipos con capa hablando con una seriedad impostada que parece la de un niño de seis años imitando a los adultos; ése es el modelo que siguen insistentemente las superproducciones de Hollywood y multitud de estrenos de las plataformas de streaming, productos todos ellos tan aparatosos como vacíos. Por suerte, frente a eso, hay multitud de ejemplos de cine de género mucho más saludables donde, por el contrario, opera una cierta distancia, algo de ironía y, sobre todo, una necesaria humildad.

2 respuestas a “El síndrome de Nolan

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