Elogio de la ficción

Cuando la trama de Twin Peaks se sitúa en la Logia Negra, esa famosa estancia fantástica flanqueada por cortinas rojas, los personajes hablan de una manera extraña, por momentos poco inteligible. Es el resultado de declamar los diálogos al revés y luego proyectar las imágenes hacia atrás, una ocurrencia de David Lynch para crear ese efecto onírico, irreal. Ese movimiento del tiempo imposible, contradictorio, que avanza hacia el futuro y hacia el pasado a la vez, es quizás una imagen simbólica de lo que nos propone El folio en blanco. O cómo imaginar una hipotética antihistoria del cine (Trea), volumen colectivo que ha sido coordinado por Carlos Losilla.

Que la historia del cine está llena de pasadizos secretos, ya lo sabíamos. Queda bien reflejado, por poner un ejemplo del agrado de este cronista, en The Story of Film: An Odyssey, la serie en la que Mark Cousins nos relata la trayectoria del cinematógrafo desde su invención en sentido cronológico pero haciéndonos notar las reminiscencias entre obras y cineastas de diferentes periodos. No son baladíes los términos escogidos por Cousins para el título: story -es decir, relato, no historia en el sentido historiográfico- y odyssey, odisea. Losilla también parece plantearnos una manera de abordar el acervo cinematográfico desde un enfoque que tiende hacia la ficción y la aventura.

De hecho, el libro se abre y se cierra con una verdadera trama policiaca: los textos de Hans Feuermann y Terry McKay, misteriosos invitados que comparecen en el prólogo y el epílogo, nos dan cuenta de sus encuentros e intercambios de impresiones durante un determinado periodo en el que juegan al gato y al ratón con la excusa de la cobertura de multitud de festivales de cine alrededor de Europa. Y lo que plantean Feuermann, Losilla y McKay, en consonancia con los autores que contribuyen al cuerpo central del libro, va más allá de las comunicaciones entre voces distantes que refleja Cousins en su serie. La antihistoria que tantean nuestros autores es algo inestable e incierto por definición, la búsqueda de un método radicalmente diferente para abordarlo todo. Método que, más que renunciar a la noción de cronología, prefiere entrar y salir en ella, retomarla o abandonarla según convenga al desarrollo de las ideas. Recordemos que la obra anterior de Losilla se titulaba precisamente Deambulaciones. Diario de cine, 2019-2020 (Muga).

Son tales las deambulaciones de El folio en blanco que, en su bloque central, el libro se desvía hacia materiales tan inesperados como la obra gráfica -Dídac Alcaraz y Carlo Padial aportan un brillante capítulo ilustrado sobre los perros muertos del cine- o la ciencia ficción, género al que se adscribe con toda legitimidad el texto de Ricardo Menéndez Salmón. Heterodoxa es también la aportación en formato epistolar de Pablo García Canga, que recoge su correspondencia real con Carla Maglio mantenida específicamente para el libro y que se adhiere al conjunto de su trabajo reciente como cineasta (me refiero a La Nuit d’avant, Por la pista vacía y Las tierras del cielo) como una pieza más. Pero no son menos estimulantes las otras aportaciones, en forma de artículos al uso, que conforman el libro. Los textos de Quim Casas, Jordi Costa -quien alude explícitamente al gesto de «revertir la flecha del tiempo» (p. 154) en Twin Peaks-, Roberto Cueto, Carles Guerra, Violeta Kovacsics, Annalisa Mirizio, Dana Najlis y Jaime Pena cuestionan la convencional linealidad historiográfica partiendo de temas como la museización del cine, la evolución de la música incidental o una cierta idea romántica de eterno retorno, entre muchos otros. Lo importante, en cualquier caso, es que todos ellos nos invitan a replantear sin descanso nuestras nociones sobre el canon, lo clásico o la contemporaneidad.

Sin descanso, insisto: la vocación de obra abierta, de mera puerta introductoria, queda explicitada en el propio título del volumen, El folio en blanco. Son unos términos que ponen por delante el acto de escribir, el hecho de crear un relato con nuestras propias manos. No creo que el cine haya muerto pero sí detecto signos de rigor mortis en las clasificaciones, taxonomías, etiquetas o, por supuesto, cronologías. Y pienso que el cine de nuestro tiempo nos está sentando a todos bien en ese sentido porque, en lo que llevamos de siglo XXI, lo que hemos visto no nos lo ha puesto fácil para establecer sólidas categorizaciones. Muy al contrario, en un tiempo en el que suscitan nuestra máxima atención las películas de Miguel Gomes y Quentin Dupieux, las largas series de qualité y los cortometrajes de Bertrand Mandico, las videoinstalaciones de Albert Serra y una extravagancia interactiva e inasible como las Seances de Guy Maddin, toda esa frondosidad nos invita a abordar efectivamente el folio en blanco, dejarnos de academicismos y ser creativos. Y rigurosos, sí, por supuesto, pero creativos. ¿No fue Godard quien describió el cine como una continuación de la literatura por otros medios? Tomemos ahora esas palabras como una incitación a seguir fabulando historia(s).

Celebración de la modernidad

En este año de gracia en que una serie de reposiciones nos ha permitido aproximarnos a la obra de Paulo Rocha, João Pedro Rodrigues y João Rui Guerra da Mata han ejecutado el más bello tributo a su primer largometraje. Onde fica esta rua? ou Sem antes nem depois recorre los escenarios en los que transcurría Os verdes anos (1963) filmando calles vacías, lomas en silencio, árboles podridos, espacios convertidos por la cámara en espectros de un film que habita en nuestro recuerdo. Algunos planos se corresponden claramente a las imágenes filmadas por Rocha, otras acaso guardan un parentesco más imaginativo con ellas o simplemente con la Lisboa de los años sesenta. De hecho, el punto de partida es la evocación íntima, la experiencia personal del cine: según nos informa un rótulo al inicio de la película, desde el apartamento en el que vivieron los abuelos de Rodrigues se pueden ver las calles en las que Rocha filmó Os verdes anos; incluso puede que ellos fueran efectivamente testigos del rodaje. Ahora, desde esa ventana y desde el objetivo de la cámara, vemos lugares sin significado aparente cuyo valor reside en lo ausente, en la huella invisible del pasado, en lo que no se ve. Los cineastas, además, acometen la empresa en un momento muy determinado: cuando aún están presentes en las calles las huellas de ese descomunal tiempo muerto que fue la pandemia de COVID-19 (gente con mascarilla, personal sanitario en acción), una interrupción de todas las cosas que impuso el vacío en nuestra cotidianidad, un confinamiento no sólo de los cuerpos sino también de las almas.

Onde fica esta rua? resulta así una hermosa celebración de todo ese cine de la ausencia que va de los eclipses de Michelangelo Antonioni a los travellings vacíos de Chantal Akerman, pasando por el horror sin imágenes de la obra de Claude Lanzmann; es decir, el cine después de Auschwitz del que nos habla Jaime Pena en su libro. Un sentido del despojamiento y la inmanencia de la imagen que ha acompañado las sucesivas oleadas de la modernidad cinematográfica, incluido ese nuevo cine portugués de los años sesenta del cual Os verdes anos es un hito singular. Si, en el corazón del siglo XX, gente como Rocha, Antonioni o los realizadores de la Nouvelle Vague acometían su obra siendo conscientes de acarrear un rico bagaje cinematográfico a sus espaldas, en nuestro siglo no podemos más que ser conscientes de que, por así decirlo, también la modernidad se ha hecho vieja. La idea godardiana de glosa permanente al cine del pasado o la estética del vacío expresivo forman parte ya de una asentada tradición. Por eso, cuando hacemos -o vemos, o comentamos- películas en nuestro 2023, más aún en un no tiempo como el de la pandemia, nos planteamos implícita o explícitamente la continuidad de un arte que engloba a Griffith y a Godard. Onde fica esta rua? es, como decíamos, la constatación de que el espectro del cine sigue ahí, de que los espacios vacíos siguen hablándonos porque no pertenecen sólo al pasado sino a un tiempo diferente, un tiempo del cine «sin antes ni después», como reza el título alternativo del film.

Hay, no obstante, dos encarnaciones perfectamente tangibles en la película. Durante los primeros compases, en mitad de la maleza de los suburbios de Lisboa, vemos restos humanos abandonados: una mano, un pie, fragmentos escabrosos que nos recuerdan a la oreja sanguinolenta que lo desencadena todo en Blue Velvet (David Lynch). Es un detalle extravagante y abstracto, un presumible guiño macabro al desenlace de Os verdes anos. Pero la película de Rocha cobra corporeidad también con la presencia de su protagonista, Isabel Ruth, que comparece tal vez como ella misma, la actriz, o quizás como Ilda, el personaje redivivo. Ruth canta y baila sus propias composiciones, deliciosamente paródicas, y cierra Onde fica esta rua? interpretando un número musical no menos extravagante que las imágenes de restos humanos del principio. Lo cual nos recuerda que el novísimo cine portugués no sólo mantiene viva la llama de la modernidad sino que se caracteriza por una guasa contagiosa, un humor fino y socarrón que ya recorría buena parte del cine de Oliveira y que está también en las películas de Miguel Gomes o João Nicolau. Al fin y al cabo, si el cine es una celebración del cine, lo es también de la vida.

La densidad de la ausencia

Primero, dejé de pensar que La escopeta nacional (1978) nos hablaba de la transición porque me di cuenta de que nos explicaba España por entero, una mediocridad sainetesca que nos ha acompañado antes, durante y después de los años en los que se cimentó el actual régimen político. Pero luego cambié de opinión de nuevo porque me di cuenta de que la película de Luis García Berlanga no describía el funcionamiento de un país sino del mundo en general. Tan ingenuo es pensar que se urden planes metódicos y racionales desde las altas instancias como querer ver taimadas conspiraciones detrás de todo: el sistema es mucho más simple y cutre de lo que quisiéramos imaginar y todo se pergeña en innumerables conciliábulos en los que se intercambian informaciones, favores y puñaladas traperas, como en las jornadas de caza de La escopeta nacional. Al fin y al cabo, lo que hizo de veras diferente a un gobernante como Donald Trump fue mostrarnos con más transparencia que nunca esa informalidad cochambrosa y esa desfachatez altiva con la que se conducen los poderosos de nuestro tiempo, o tal vez los de todos los tiempos.

En cierto sentido, Azor (Andreas Fontana) viene a ser una versión argentina y siniestra de La escopeta nacional. Se compone casi íntegramente de conversaciones turbias filmadas en planos cortos o medios de bustos que se aproximan entre sí para intercambiar confidencias, formando y dispersando a cada momento conjuntos casi escultóricos de negociantes melifluos y farisaicos. La cámara parece comportarse como si fuera un contertulio más que se acerca a un corrillo o se cuela en una reunión; y nos hace así copartícipes de los tejemanejes de empresarios, ministros, generales y sacerdotes implicados en una constante representación, pues algunas cosas se hablan con una franqueza apabullante pero, a la vez, reina la más estricta y generalizada desconfianza.

Estamos en la Argentina de la junta militar, en algún momento entre el mundial de fútbol de 1978 y la guerra de las Malvinas. El protagonista es Yvan de Wiel, el representante de un banco suizo que, acompañado de su esposa, visita Buenos Aires para indagar y retomar los negocios de su predecesor, desaparecido en extrañas circunstancias. Evocamos una vez más en la figura de Kurtz, el poderoso que se extravía enloquecido en la profundidad de la selva tanto en El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad) como en Apocalypse Now (Francis F. Coppola), un texto y una adaptación cuyas reverberaciones se hacen significativamente recurrentes en el cine de nuestro tiempo. De Wiel, de hecho, sólo se alejará de los despachos, cócteles, palcos y demás reuniones de alto copete en una ocasión en todo el metraje y será para adentrarse en una selva nocturna, río adentro, como la expedición de Willard a través de una guerra de Vietnam cada vez más irreal.

Lo que el protagonista de Azor encuentra al final de su trayecto -y viene ahora, advierto, el más escandaloso de los spoilers– no es la figura demente de Kurtz sino lo mismo con lo que daba el responsable de recursos humanos que protagonizaba La Question humaine (Nicolas Klotz): el registro metódico de una industria del exterminio, el balance de sus pingües beneficios, la organización de un negocio sustentado sobre el asesinato y expolio de los enemigos del sistema. Y De Wiel, por supuesto, llegará complacido a un sustancioso acuerdo para vehicular esa fortuna, una feliz operación de venta, blanqueo, depósito y reparto de comisiones. Es, para los beneficiarios de la dictadura y para la entidad financiera, lo que en el mundo de los negocios se conoce como un win win, una ventajosa asociación en la que todas las partes salen beneficiadas.

Si vemos Azor como un film sobre los tejemanejes de la dictadura argentina, se convierte en el contraplano perfecto de La larga noche de Francisco Sanctis (Andrea Testa, Francisco Márquez), un título que transmitía una inquietud pareja y donde compartíamos el temor y la paranoia de un civil implicado involuntariamente en la oposición a la dictadura, a pie de calle. Pero Azor es también una película sobre la perpetuación del poder corrupto en nuestro mundo, sea cual sea la época o el lugar. Los cenáculos en los que se mueve el protagonista son la continuación de los que vemos en Notorious (Alfred Hitchcock) o de los encuentros en ese despacho que domina todo el casino de Gilda (Charles Vidor), en los que los nazis ya no llevan uniforme sino traje y corbata. Discretamente, el fascismo y los negocios siguen con lo suyo, esto es, manejando de la mano sus intereses en oscuras conversaciones, incidiendo en la política y la economía para perpetuar su posición. Y son también, en el fondo, los mismos cenáculos en los que se cuece la política de América Latina entera en La cordillera (Santiago Mitre), en la que una cumbre de jefes de Estado en los Andes acaba resultando igual de corrupta y venenosa que las entrevistas bonaerenses de De Wiel.

Así, Azor se nos revela ante todo como un oblicuo film de espionaje, o la más dialogada de las películas de aventuras si se prefiere; un objeto extraño en el cine de hoy que, sin estridencias, se nutre de un rico humus temático. Cómo no pensar en el tercer episodio de La flor, el que compone un relato alambicado, vasto y lleno de ramificaciones ambientado en plena Guerra Fría. Mariano Llinás, precisamente, es coguionista de Azor y tiene una breve aparición en la poderosa secuencia que transcurre en el Club de Armas, un lugar que apela tanto a nuestra noción de la realidad -existen lugares así, lo sabemos aunque nunca los hayamos pisado- como al imaginario que hemos heredado de la literatura y el cine.

En La mujer sin cabeza (o La mujer rubia), de Lucrecia Martel, seguíamos a una mujer aturdida, aparentemente amnésica, filmada en primer plano a través de encuentros y diálogos que escapaban a su comprensión. De Wiel no se encuentra en la inopia como la heroína marteliana pero a ratos parece transmitir una circunspección pareja mientras trata de entender qué se traen entre manos los tipos que le rodean y calibra con suma cautela lo que debe decir y lo que debe callar. El cine argentino parece hallar un cierto punto de encuentro con lo hitchcockiano, esto es, con el suspense que genera compartir la incertidumbre y el proceso de adivinación de los personajes. Y sentir con ellos esa amenaza que emerge desde los márgenes del plano, traída por los personajes que entran y salen del cuadro pronunciando artificiales expresiones de camaradería. El mal que presentimos entre líneas es tan denso como la presencia latente de lo que no podemos ver, es decir, miles de personas represaliadas en secreto que sólo son representadas, en un sucinto flashback, por la imagen de la hija desaparecida -Agustina Muñoz, por cierto, una de las actrices habituales en la troupe de Matías Piñeiro- de un burgués que se codea con los círculos de poder pero ha tenido la mala fortuna de tener a una disidente en la familia. Tal vez la historia del cine después de Auschwicz sea el relato de esa inquietud generada por la noción de lo que está ahí pero no vemos, y quizás el sentido último y más profundo del suspense sea esa presencia invisible, un sutil aliento que sentimos ahora en cierto cine argentino de autor.