La delectación del relato

En The Ballad of Buster Scruggs, los hermanos Coen nos mostraban una faceta crucial de su obra: el gusto puro por narrar, la delectación en el simple hecho de contar historias y hacerlo cuidando los detalles, mimando cada aspecto de la recitación de los diálogos, la elección del encuadre, la cadencia sonora de la escena, etcétera. Y lo significativo era que todo eso se manifestara en una colección de relatos breves, episodios a la vez diversos y relacionados que nos relataban pequeñas aventuras en el lejano Oeste donde se cruzaban los temas y situaciones prototípicas del western -las caravanas de peregrinos, la quimera del oro, la figura del forajido…- y el particular punto de vista de los cineastas, irónico y punzante, pero también cálido y humanista. Son características que se pueden atribuir también al cine de Wes Anderson, del que nos llega ahora The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun, precisamente un largometraje segmentado en episodios que relatan cada uno una historia independiente de las demás.

Ethan y Joel Coen cultivan su propio mundo en The Ballad… y en su obra en general partiendo de una rica cultura que es profundamente americana o, acaso, judeoamericana. Anderson nos transmite también el contacto con una cultura propia de vasto alcance que, como en el caso de los Coen, se nos antoja la prolongación de una tradición narrativa que pertenece tanto a la literatura como al cinematógrafo, un acervo inagotable que va de Herman Melville a John Ford y más allá. Pero el de Anderson respira un aire universalista en absoluto contradictorio con esa raigambre en la narrativa americana. Hay en sus películas una honda conexión con la cultura europea; y, si The Grand Budapest Hotel parecía pivotar alrededor de las reminiscencias centroeuropeas en sentido amplio y de la obra de Stefan Zweig en particular, The French Dispatch se nos presenta como su película sobre la comunicación entre las culturas americana y francesa; algo que, de hecho, ya estaba presente en múltiples piezas anteriores de su filmografía, desde Hotel Chevalier -el prólogo de The Darjeeling Limited– a Candy, la trilogía de cortometrajes que firmó junto con Roman Coppola para la publicidad de una marca de perfume.

El film pone en imágenes los reportajes elaborados en Francia por reporteros estadounidenses en la sección The French Dispatch de una publicación del Medio Oeste en trance de desaparecer tras el deceso de su propietario. Quizás Anderson se sienta también parte de una cultura en trance de desaparición (del cine clásico americano a la Nouvelle Vague, de Maupassant a Carver…), un mundo de ayer que corre el peligro de diluirse entre los millones de fragmentos que componen nuestra experiencia audiovisual de hoy a través de una mareante multiplicidad de canales y pantallas. O tal vez, como los hermanos Coen, trate de darle la vuelta a la situación y demostrar que toda esa cultura de fondo que atesora su cine tiene encaje en una estructura episódica y fragmentaria. Que no hay motivo para el empobrecimiento del relato y que el nuevo estado de las cosas -el auge del streaming, la serialización de la ficción, la preponderancia de las redes sociales…- no es malo en sí mismo sino que seguimos librando la batalla de siempre, esto es, el compromiso con el valor de las imágenes y las ficciones.

Hay cineastas que han asumido ese compromiso narrando incansablemente, convirtiendo sus relatos en una voz inagotable que se prolonga y se bifurca, incluso se extravía a veces. El paradigma contemporáneo de esa actitud es el cine de gente que ha realizado películas río como Miguel Gomes o Mariano Llinás (aunque permítaseme citar también una miniatura: Lejano interior, manifestación de una fuerza creadora infinita que logra que el thriller, el musical o el fantástico emerjan de los nimios espacios del hogar, como en una versión radicalizada de Sleuth); o los cineastas que han convertido sus filmografías en un sistema complejo, un jardín que no para de ganar frondosidad, como Hong Sang-soo o Matías Piñeiro (cuya Sycorax, codirigida con Eloy Enciso, es una fascinante derivación, continuación o reverso de Isabella que expande poderosamente sus significados y reverberaciones). Anderson, en fin, se nos presenta como un miembro insigne de esta corriente subterránea que recorre el cine de nuestro tiempo. Por eso, aunque los diferentes episodios de The French Dispatch puedan presentar alguna irregularidad y el cineasta, a veces, se embeba demasiado de su estilo visual, estamos ante un film no sólo placentero, como siempre chez Anderson, sino valioso.

Elogio de la incomodidad

«¿Qué le empuja a seguir?», le pregunta Michel Piccoli a Denis Lavant en el diálogo clave de Holy Motors. Y Lavant responde: «Continúo igual que comencé, por la belleza del gesto». Nueve años después, Annette se nos antoja una derivación de Holy Motors, ya sea una simple nota al pie o la materialización de, por fin, un relato hecho y derecho que el anterior largometraje de Léos Carax sólo tanteaba de mil maneras diferentes. Pero, ante todo, Annette establece una evidente continuidad con su predecesora al girar en torno a la descripción de una fatiga profunda, un hastío rabioso: el desgaste del transformista Monsieur Oscar, que lo es también del creador Léos Carax y del monologuista Henry McHenry, el turbio protagonista de Annette encarnado por un Adam Driver que parece venir directamente, saltando de un set de rodaje a otro, de esa secuencia de Marriage Story en la que cantaba un tema de Stephen Sondheim.

Annette, que se adentra con más determinación que Holy Motors en el terreno del musical, es un film sombrío y angustiado sobre la dificultad que plantea reproducir esa «belleza del gesto» de la que hablaba Monsieur Oscar. O sobre la desquiciante autoexigencia del autor, que trata de decir algo nuevo, bello y/o pertinente a cada paso; o sobre la problemática intrínseca a la recepción de la obra por parte de crítica y público. Carax, que se ha convertido tal vez en el gran cineasta del solipsismo de nuestro tiempo, nos habla de su propia inquietud a través de un monologuista borde y quemado, un artista reputado que sufre -o provoca- un amargo desencuentro con los espectadores cuando les ofrece un espectáculo que no colma sus expectativas, exabrupto ofensivo y contrario a la moral mayoritaria que va más allá de los márgenes de -si se me permite el oxímoron- lo aceptablemente escandaloso. También Annette trata de desbordar las dimensiones de lo esperable.

Prolongar, repetir o revivir el gesto generador del arte puede derivar en la gestación de un monstruo. En sentido literal, si nos referimos al Monsieur Merde que secuestra a Eva Mendes en Holy Motors; o casi literal si hablamos de la niñita que da nombre al último film de Carax, pues Annette no es más que una marioneta, un artilugio animado sólo por las manos ajenas que le otorgan movimiento. Hay algo monstruoso también en la figura de Henry McHenry, artista destructivo y autodestructivo que parece un cruce entre el protagonista de todas las versiones de A Star is Born y el siniestro feriante que interpreta Liam Neeson en The Ballad of Buster Scruggs. McHenry es el particular Arlequín de esta función, un ser frágil que se dirige con egoísmo y crueldad en sus relaciones tanto con Colombina y Pierrot -que serían, siguiendo con el símil, los personajes de Marion Cotillard y Simon Helberg- como con su hija Annette.

Pero el verdadero monstruo de Annette es el propio film, un largometraje expresamente excesivo e incómodo, indigesto e irregular, pero de una osadía indiscutible. Annette no es una película perfecta porque no lo ha de ser. Tiene que ser necesariamente como es, barroca y contrahecha, operística y artesanal: algunas de las secuencias clave se producen en un bosque artificial digno de un decorado de Méliès o en un mar proyectado sobre el fondo del decorado prescindiendo de las nociones de escala y perspectiva, como en uno de esos efectos ópticos evidentes del cine de Guy Maddin. Carax no quiere hacernos sentir cómodos a los espectadores sino todo lo contrario, prefiere enfrentarnos a una experiencia extrema para que nosotros mismos cuestionemos lo adecuado de nuestro escrutinio. Annette no está llamada a ser una de nuestras películas favoritas pero sí a ser recordada recurrentemente, a generar muchas reflexiones y discusiones.

En definitiva, Annette es un film más pesimista y lúgubre que Holy Motors, donde Lavant y Piccoli se preguntaban, al final de su diálogo: ¿Y si la gente deja de mirar? Driver, en cambio, cierra Annette con un «stop watching me». Dejen de mirarme, nos dice el personaje -acaso también el cineasta- que, visiblemente hastiado por la fama y por la fiscalización de programas de cotilleo y redes sociales, parece sentir que seguir creando es como contentar al personal reanimando una y otra vez algo que murió devorado por las olas, o como explotar el canto de esa niña marioneta que no puede vivir con felicidad el don de su voz. Mientras que otros cineastas cruciales de nuestros días, como es el caso de Hong Sang-soo o Mariano Llinás, comparten con nosotros una feliz embriaguez al retorcer más y más las formas del relato y explorar así los límites del cine con renovado entusiasmo, Carax se suma por el contrario a voces como las de Tsai Ming-liang o Jean-Luc Godard que optan por expresar la melancolía -o «nostalgia sentimental», como dice Piccoli en Holy Motors– que acontece después del cine, cuando ya sólo queda hacer una larga exégesis, siempre en pretérito, a lo que fue el arte de Murnau y Renoir. No obstante, no es necesario insistir en que la muerte del cine ha sido siempre una apariencia y que, por tanto, incluso desde esa profunda melancolía que transmite Annette, la belleza del gesto puede recobrar todo su fulgor y una marioneta inanimada puede encarnarse finalmente en un ser de franca sonrisa y ojos brillantes.

Volver a la frontera

Para Elfman, con el que tenía esta deuda

Retomando algo que comentamos a propósito de La flor de Mariano Llinás, en The Ballad of Buster Scruggs, el largometraje de los hermanos Coen que se puede ver desde hace unos meses en Netflix, habitan algunas respuestas y por supuesto nuevos interrogantes acerca de todos esos cuestionamientos que está planteando la proliferación de la difusión de películas en plataformas online. De entrada, es necesario fijarse en lo que supone este film en la obra de los cineastas. Tratando hace unos años sobre Hail, Caesar!, hablábamos de la faceta poca-solta de su cine, una ligereza graciosa pero algo empobrecedora que domina películas como O Brother, Where Art Thou?, Intolerable Cruelty o The Ladykillers, entre otras. Ante el privilegiado sentido del gag de los Coen, uno llegó a pensar que se equivocaban de formato, que sus gansadas funcionarían maravillosamente en un hipotético programa de televisión a base de sketches cómicos, al estilo del Monty Python’s Flying Circus pero con el toque inconfundible de los directores de The Big Lebowski.

Así las cosas, llega The Ballad of Buster Scruggs, que es efectivamente un conjunto de episodios y que se distribuye solamente a través de un canal de consumo doméstico. Es, pues, casi televisión; y, si así lo consideramos, no podemos más que celebrarlo como un producto televisivo muy noble. Es también, ciertamente, un film muy irregular, como lo sería de hecho un verdadero programa televisivo de sketches; pero en las tres historias que merecen nuestra atención y establecen la verdadera altura del film (The Mortal Remains, The Gal Who Got Rattled, Meal Ticket; de nuevo, en la obra de Joel & Ethan Coen, los episodios más graves son superiores a los de tono más bufo) nos encontramos con el genuino aliento cinematográfico de los cineastas: por una parte, una forma a la vez tributaria y socarrona, melancólica y exaltante de habitar los tropos del gran cine clásico americano que le otorga una nueva vida y lo proyecta hacia la modernidad de forma iluminadora (véase The Gal Who Got Rattled, que es casi un brillante remake en miniatura de su True Grit). Y, por otra, un estimulante cultivo de un cierto poso cultural que desborda el cinematógrafo (las recitaciones del rapsoda mutilado de Meal Ticket, casi la fantasmagoría de un film de Tod Browning) e incluso el folklore norteamericano todo (la oscura evocación de la parca en The Mortal Remains, que parece beber del mismo espíritu que el prólogo de A Serious Man, precisamente un fragmento independiente de gran belleza que anticipa de alguna manera The Ballad of Buster Scruggs).

En suma: ¿qué se gana y qué se pierde con esta nueva película de los Coen y con su forma de distribución? O, mejor dicho: ¿es ésa la pregunta que debemos hacernos? Ante el florecimiento del cine online, la cuestión no es, por ejemplo, que se pierda la experiencia de ver películas en una sala de cine como algo más suntuoso, comunitario o ritual. El posible problema es estético: que el consumo casero acabe por “televisionizar” el cine. Acercarse a la lógica serial de las novelas río que han triunfado en los últimos años (The Wire, Mad Men y todo eso) o a la cultura de la ultrafragmentación que acompaña a las redes sociales y You Tube no es malo ni bueno en sí mismo (Carlo Padial, por cierto, es uno de los profetas que reciben con más entusiasmo esta mutación, y también unos de los cineastas -y digo conscientemente cineastas– más interesantes de nuestro aquí y ahora). La cuestión, pues, se dirime como siempre en la dimensión moral de la práctica de hacer y ver films. En seguir vertiendo un compromiso ético en la mirada, en la duración de los planos, en la forma de la exposición a las imágenes: entre qué otras imágenes o ausencias se observan las cosas, desde qué ángulo, desde qué posición física y moral. En la relación establecida entre la obra y el espectador.

Los mejores episodios de The Ballad of Buster Scruggs son un encomiable ejemplo del proceso inverso al peligro que evocábamos, es decir, son pasajes que “cinematografizan” la televisión en lugar de lo contrario. Pero es necesario pensar con otra ambición y recordar que gente como Jean-Luc Godard, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet o Claude Lanzmann son referentes imprescindibles -de nuevo, o aún- porque son, precisamente, autores que han rebasado de múltiples maneras las formas estricta o convencionalmente cinematográficas, sobre todo en cuanto a la duración y el formato de sus obras. Series como las Histoire(s) du cinéma godardianas o Shoah exploran las verdaderas dimensiones del medio televisivo, como si continuaran y radicalizaran el camino iniciado en los sesenta por Rossellini; y fijémonos además en la duración totalmente variable de los filmes de los Straub, igual que en los ensayos de entre cinco minutos y nueve horas de Alexander Kluge, criaturas que parece que nacieron para habitar en la red antes de que existiera. Quizás, en lugar de tratar de hallar respuestas a falsos dilemas, hay más bien que volver a explorar las fronteras, buscar de nuevo en los extremos de la experiencia cinematográfica la libertad que las imágenes siguen reclamando hoy igual que en los últimos cien años.