La sociedad del espectáculo (‘online’)

Fue en verano de 2019 cuando oí la pregunta: «¿vemos una película de Netflix?» Me desconcertó sobremanera que me propusieran ese plan, en esos términos. Aunque acostumbro a elegir lo que veo porque lo firma un determinado cineasta o porque ha tenido alguna repercusión en la crítica o los festivales, entiendo que alguien sugiera un programa abierto consistente en ver una película de un cierto tipo (una de terror, una comedia ligera o lo que sea) o que me plantee ver una película, sin más especificación, y buscar al tuntún algo que despierte nuestra curiosidad. Pero me sorprendió que me invitaran a ver una película cualquiera de una plataforma concreta, y pensé que estaba aprendiendo en ese momento algo importante sobre los nuevos usos de los espectadores. Si toda la vida ha habido gente a la que le gusta encender la televisión y tragarse cualquier cosa que le ofrezca una caprichosa ráfaga de zapping, un canal de streaming permite perpetuar ese hábito accediendo a un catálogo que, igual que la tele, da acceso a muchos contenidos sin necesidad de devanarse los sesos eligiendo. El dirigismo de la propia plataforma, que potencia determinados productos, y el algoritmo mágico que te acerca supuestamente a lo que más te gusta -inteligencia artificial, lo llaman- ahuyentan la necesidad de seleccionar y aseguran cierta sintonía con lo que consume y comenta todo el mundo.

De un tiempo a esta parte, lo que veo en las pantallas me transmite optimismo y lo que veo fuera de ellas me inspira el más acerbo pesimismo. Me explico. Creo sinceramente que la creatividad en el cine goza de buena salud; hay multitud de cineastas de gran solidez y descubro sin cesar nuevos talentos y títulos estimulantes; así las cosas, pienso que las imágenes siguen hablándonos de nosotros con gran riqueza y profundidad. A grandes rasgos, es la misma sensación que expresó Violeta Kovacsics en el debate que mantuvo con Carlos Losilla, el pasado 9 de febrero, dentro de un ciclo de diálogos organizado por la UPF. Pero, fuera de las películas, todo lo que rodea al cine me provoca una insondable desolación. Como dijo Losilla, el capitalismo se transforma y, por ende, muta también la manera de ver cine en una sociedad capitalista. Las plataformas online son ahora el terreno de juego; allí habrá que buscar alternativas, hacerse un hueco y tratar de alzar la voz por encima del ruido. Nada nuevo, en el fondo. De hecho, la tertulia se tituló «¿Ha muerto el cine?», una pregunta casi tan vieja como el propio cinematógrafo. La cuestión es más bien qué va a pasar con la cultura cinematográfica ya que, como apuntó de nuevo Losilla, el cine ocupa un lugar cada vez más marginal en el mundo (o sector, o industria) cultural. La comunidad cinéfila es cada vez más reducida y singular; sabemos que el cine sigue explicándonos el mundo en que vivimos con unas herramientas de puesta en escena que atesoran más de cien años de tradición, pero no sabemos cómo hacer que esa riqueza llegue a más gente.

Surge así la cuestión del papel de la crítica, que preocupa visiblemente a los dos ponentes y, por supuesto, a quien firma estas líneas. Hay problemas de carácter subjetivo en el seno de la crítica, sí: nos preguntamos cómo suscitar el interés del público, cómo hablarle en términos que le interpelen y que le transmitan el valor del cine. En palabras de Kovacsics, “la crítica ha perdido la capacidad de reivindicar el poder del cine como arte aglutinador”; y, añadió, se echan ahora en falta más figuras como Susan Sontag (o Pier Paolo Pasolini, por sumar otro ejemplo paradigmático de gran pensador con un pie dentro y otro fuera del sector), intelectuales de peso implicados en hacer, comentar o defender el cine. Pero también hay problemas de naturaleza objetiva. Los nuevos hábitos no favorecen el asentamiento de una cultura sino un consumo compulsivo y olvidadizo. Funcionamos a golpe de acontecimiento y la serie o blockbuster que goza hoy de la máxima publicidad será substituida mañana por otra cosa y, pasado mañana, por otra. Y, si hay algún tipo de cultura en boga, es la del fragmento: vemos las cosas por episodios o segmentos de episodios, nos saltamos trozos, interrumpimos un visionado para atender una alerta en las redes sociales, pasamos de un vídeo de YouTube a otro… En esas condiciones, el interés por adquirir una cierta capacidad crítica se hace aún más minoritario. Prestar atención a la capacidad de análisis que ofrecen las dos manos de un ser humano vertiendo ideas en un texto se ha convertido un acto de raro voluntarismo cuando nos podemos dejar guiar confortablemente por el dichoso algoritmo.

El cine forma parte del mundo, no es un fenómeno aislado. Por eso, en realidad, el problema desborda las dimensiones del ámbito cinematográfico e, incluso, de todo el magma audiovisual. Deberíamos fijarnos en el sistema de valores en el que vivimos envueltos en general. Quizás jueguen un cierto papel cosas como la educación centrada en la adquisición de competencias instrumentales desde el parvulario hasta la universidad, el hábito de relacionarse con todo y con todos a través del teléfono móvil, la obsesión por la inmediatez, una precariedad vital que invita poco al esparcimiento… Sea como sea, es la cultura humanística en un sentido amplio lo que parece tener poco predicamento hoy en día. Esperar que la inteligencia artificial lo resuelva todo y que lo haga cada vez más rápido parece más cómodo que tratar de aprender algo sobre la vida y las personas a través de la literatura, la música o el cine, disciplinas que acumulan un patrimonio insondable que no cabe en un whatsapp ni en un hilo de Twitter. Decíamos que la sociedad capitalista evoluciona incesantemente, cambiándolo todo para que nada cambie; no sé cómo nos haremos oír pero, a pesar de los pesares, habrá que seguir explicando que el cine nos enseña a agarrarnos a una rama para evitar que la corriente nos arrastre. ¿O alguien pensaba que todo esto iba de otra cosa que no fuera política?

Volver a la frontera

Para Elfman, con el que tenía esta deuda

Retomando algo que comentamos a propósito de La flor de Mariano Llinás, en The Ballad of Buster Scruggs, el largometraje de los hermanos Coen que se puede ver desde hace unos meses en Netflix, habitan algunas respuestas y por supuesto nuevos interrogantes acerca de todos esos cuestionamientos que está planteando la proliferación de la difusión de películas en plataformas online. De entrada, es necesario fijarse en lo que supone este film en la obra de los cineastas. Tratando hace unos años sobre Hail, Caesar!, hablábamos de la faceta poca-solta de su cine, una ligereza graciosa pero algo empobrecedora que domina películas como O Brother, Where Art Thou?, Intolerable Cruelty o The Ladykillers, entre otras. Ante el privilegiado sentido del gag de los Coen, uno llegó a pensar que se equivocaban de formato, que sus gansadas funcionarían maravillosamente en un hipotético programa de televisión a base de sketches cómicos, al estilo del Monty Python’s Flying Circus pero con el toque inconfundible de los directores de The Big Lebowski.

Así las cosas, llega The Ballad of Buster Scruggs, que es efectivamente un conjunto de episodios y que se distribuye solamente a través de un canal de consumo doméstico. Es, pues, casi televisión; y, si así lo consideramos, no podemos más que celebrarlo como un producto televisivo muy noble. Es también, ciertamente, un film muy irregular, como lo sería de hecho un verdadero programa televisivo de sketches; pero en las tres historias que merecen nuestra atención y establecen la verdadera altura del film (The Mortal Remains, The Gal Who Got Rattled, Meal Ticket; de nuevo, en la obra de Joel & Ethan Coen, los episodios más graves son superiores a los de tono más bufo) nos encontramos con el genuino aliento cinematográfico de los cineastas: por una parte, una forma a la vez tributaria y socarrona, melancólica y exaltante de habitar los tropos del gran cine clásico americano que le otorga una nueva vida y lo proyecta hacia la modernidad de forma iluminadora (véase The Gal Who Got Rattled, que es casi un brillante remake en miniatura de su True Grit). Y, por otra, un estimulante cultivo de un cierto poso cultural que desborda el cinematógrafo (las recitaciones del rapsoda mutilado de Meal Ticket, casi la fantasmagoría de un film de Tod Browning) e incluso el folklore norteamericano todo (la oscura evocación de la parca en The Mortal Remains, que parece beber del mismo espíritu que el prólogo de A Serious Man, precisamente un fragmento independiente de gran belleza que anticipa de alguna manera The Ballad of Buster Scruggs).

En suma: ¿qué se gana y qué se pierde con esta nueva película de los Coen y con su forma de distribución? O, mejor dicho: ¿es ésa la pregunta que debemos hacernos? Ante el florecimiento del cine online, la cuestión no es, por ejemplo, que se pierda la experiencia de ver películas en una sala de cine como algo más suntuoso, comunitario o ritual. El posible problema es estético: que el consumo casero acabe por “televisionizar” el cine. Acercarse a la lógica serial de las novelas río que han triunfado en los últimos años (The Wire, Mad Men y todo eso) o a la cultura de la ultrafragmentación que acompaña a las redes sociales y You Tube no es malo ni bueno en sí mismo (Carlo Padial, por cierto, es uno de los profetas que reciben con más entusiasmo esta mutación, y también unos de los cineastas -y digo conscientemente cineastas– más interesantes de nuestro aquí y ahora). La cuestión, pues, se dirime como siempre en la dimensión moral de la práctica de hacer y ver films. En seguir vertiendo un compromiso ético en la mirada, en la duración de los planos, en la forma de la exposición a las imágenes: entre qué otras imágenes o ausencias se observan las cosas, desde qué ángulo, desde qué posición física y moral. En la relación establecida entre la obra y el espectador.

Los mejores episodios de The Ballad of Buster Scruggs son un encomiable ejemplo del proceso inverso al peligro que evocábamos, es decir, son pasajes que “cinematografizan” la televisión en lugar de lo contrario. Pero es necesario pensar con otra ambición y recordar que gente como Jean-Luc Godard, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet o Claude Lanzmann son referentes imprescindibles -de nuevo, o aún- porque son, precisamente, autores que han rebasado de múltiples maneras las formas estricta o convencionalmente cinematográficas, sobre todo en cuanto a la duración y el formato de sus obras. Series como las Histoire(s) du cinéma godardianas o Shoah exploran las verdaderas dimensiones del medio televisivo, como si continuaran y radicalizaran el camino iniciado en los sesenta por Rossellini; y fijémonos además en la duración totalmente variable de los filmes de los Straub, igual que en los ensayos de entre cinco minutos y nueve horas de Alexander Kluge, criaturas que parece que nacieron para habitar en la red antes de que existiera. Quizás, en lugar de tratar de hallar respuestas a falsos dilemas, hay más bien que volver a explorar las fronteras, buscar de nuevo en los extremos de la experiencia cinematográfica la libertad que las imágenes siguen reclamando hoy igual que en los últimos cien años.

 

 

Las detectives salvajes

Mi amigo Sergio me contaba el otro día que proyectó El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra) en el instituto donde trabaja y sus alumnos adolescentes no la entendieron. No sólo se les escapaban cosas como la época en que transcurría la historia, la nacionalidad de los personajes, etc. Principalmente, permanecieron impermeables al relato en sí, a los mimbres de la historia. Pertenecen a una generación que ya no comprende eso, un relato, y viven ajenos a la unidad de sentido de algo con trama, estructura, duración, tema, contexto… En la era de You Tube y las redes sociales, el fragmento es la esencia del audiovisual actual, es la materia misma de la cultura, y el cine se está contagiando: en el cine, la crisis del relato supone una primavera del fragmento en la que las imágenes expresan ante todo reminiscencias, sensaciones que pertenecen a toda la historia del cinematógrafo. Y experimentamos también un auge de lo episódico. Si los usos de los espectadores de hoy han propiciado una floración de numerosas series de televisión más ambiciosas, aparatosas y largas que nunca, ¿cómo no iba el cine a conocer también una tendencia hacia lo episódico y articulado? El último largometraje de los hermanos Coen (The Ballad of Buster Scruggs, casi un Saturday Night Show de humor centroeuropeo), sólo distribuido en internet, es ejemplificador al respecto.

En ese contexto, surge un film como La flor, de Mariano Llinás, que se compone de historias inconclusas y de imágenes que encierran la visión en detalles. Y que, atención, dura catorce horas, un intervalo de tiempo mucho más propio del consumo de series y otros materiales que hacemos en nuestros dispositivos digitales que de las proyecciones en salas de cine. Es un film marcadamente estructurado: una presentación del propio cineasta mirando a cámara pero hablando en off abre la película, luego seis historias diferenciadas, algunas de ellas divididas a su vez en varios episodios, y finalmente cuarenta minutos de títulos de crédito. Pero, insisto, se trata de relatos no cerrados, o cerrados en falso, como los pétalos de una flor -el título alude a la estructura del film, lo explica Llinás en su presentación- que crecen solapándose, amontonándose, interrumpiendo la presencia del anterior.

El cine en La flor es un primerísimo primer plano de un rostro bien enfocado sobre un fondo desenfocado, o un plano que se detiene más de lo normal en el detalle de un objeto, o en los coloridos topos de luz moviéndose sobre la oscuridad, o en los poros y las pecas de la piel de las actrices. No estamos, pues, ante una de esas películas de montaje sincopado donde los detalles se suceden a toda velocidad. Todo lo contrario: Llinás nos muestra la monumentalidad del fragmento, del detalle, como esas esculturas postmodernas que agrandan absurdamente objetos o partes del cuerpo, o como la famosa instalación 24 Hour Psycho¸ de Douglas Gordon, en la que el film de Alfred Hitchcock era proyectado con la suficiente lentitud como para que durara veinticuatro horas.

Los blockbusters del cine americano más comercial venían anunciando algo parecido desde que Star Wars se convirtió en una trilogía de trilogías a lo largo de cinco décadas o desde que Peter Jackson adaptó The Lord of the Rings en tres largometrajes (dicho sea de paso: seguí con disciplinada atención sus nueve horas de metraje y no entendí un carajo). Pero, como espectadores, podemos más bien encontrar el punto de partida de La flor en ese plano y contraplano de la secuencia final de Jiao you (o Stray Dogs), de Tsai Ming-liang, que nos mostraba durante un largo intervalo la imagen de los protagonistas mirando algo fuera de campo y luego ese algo que observaban, una pared ruinosa en la que se adivinaba el dibujo desconchado de un paisaje, como si fuera la materialización de las ruinas del cine. La duración y lo episódico han sido dos cuestiones fundamentales desde entonces en algunas de las obras más significativas de los últimos años, como As mil e uma noites de Miguel Gomes, Sátátangó de Béla Tarr, las películas de Lav Díaz o Wang Bing, o los maravillosos Mistérios de Lisboa de Raúl Ruiz, uno de los cineastas que recurrentemente acuden a la mente de quien afronta La flor de Llinás, pues el argentino parece compartir con el chileno un particular sentido de lo lunático, una socarrona manera de alejarse del realismo. Si Ruiz me parece el único cineasta genuinamente buñuelesco, Llinás se me antoja el único genuinamente ruiciano.

La hechura de La flor quedaría en realidad a medio camino entre la de Mistérios de Lisboa y la de Diamond Flash, ese primer largometraje de Carlos Vermut en el que ninguna de las derivaciones de la trama quedaba resuelta ni ligada claramente con las demás. Vermut y Llinás son los directores que han compuesto una estribación más interesante de lo que yo llamo la tarantinidad, esto es, una cualidad del tiempo suspendido que supone lo mejor de Pulp Fiction y, en general, del cine de Quentin Tarantino: esos largos diálogos y esas situaciones alargadas hasta el hastío han jugado un papel nada desdeñable en la educación sentimental de algunos cineastas de hoy, ya mucho más interesantes que el propio Tarantino. Pero Llinás compone algo más bien parecido a La novela de Ferrara de Giorgio Bassani, un conjunto de narraciones cuyo vínculo es más íntimo que visible. Y cada una de sus historias se abre como una flor a la manera de los meandros narrativos de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.

La verdadera unidad de La flor reside en sus cuatro protagonistas, las mujeres que aparecen ante nosotros como personajes y como actrices a la vez, de la misma manera que el film nos narra historias y se explica a sí mismo a través del título y de la voz del realizador. Puede decirse que Llinás nos devuelve ese típico gesto postmoderno que consiste en expresar explícitamente la intención, en mostrar los materiales de la obra además de la obra. Por eso, me quedo tal vez con el bellísimo cuarto episodio de toda La flor, que empieza como una versión chistosa de la Passion de Godard, brota en libertad como las herbes folles de Resnais y concluye con un extravío documental hacia un homenaje franco y apasionado a las cuatro actrices -Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes- que, mirando a cámara, parecen recordarnos, como reza el precioso título de un film de Hong Sang-soo, que la mujer es el futuro del hombre.