Cannes 2024 – La voz al cine debida

Mireia Iniesta, Lucas Santos

De entrada, señalemos que, en esta última edición del festival de Cannes, la cinefilia ha tenido un lugar privilegiado en muchas de las películas seleccionadas que hemos podido ver. La memoria de las imágenes, la noción de archivo y el idilio entre el texto fílmico y su creador han cimentado trabajos como Spectateurs (2024),de Arnaud Desplechin. Como su propio título indica, el film es una celebración de la cinefilia cálida pero en absoluto afectada. Asistimos a la educación sentimental -esto es, a sus primeros amores y al acercamiento a cosas como el cine de terror, los textos de Gilles Deleuze, la obra de Claude Lanzmann…- del heterónimo habitual de Desplechin, Paul Dedalus, siguiendo el curso de los recuerdos de una manera un tanto caprichosa cuya fuente de inspiración, explícitamente citada, es la obra de Marcel Proust. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/cannes-2024/

Ven y mira

Las películas de Sergei Loznitsa tienen un runrún característico. Al menos, lo tienen aquéllas como Babi Yar. Context que nos relatan acontecimientos históricos mediante filmaciones documentales a pie de calle donde la única protagonista es la masa. Cientos, miles de personas desfilan ante la cámara y oímos el rumor de sus voces y sus pasos. Hay algo bellamente abstracto en esas tomas: los cuerpos describen movimientos internos en el cuadro en una u otra dirección, movimientos que riman a medida que los planos se encadenan uno tras otro. Loznitsa nos devuelve la excitante sensación de asistir a un cine hecho de masas y montaje como el de los años veinte del siglo pasado, es decir, como Berlin – Die Sinfonie der Großstadt de Walter Ruttman, Oktyabr de Sergei M. Eisenstein o Chelovek s kino-apparatom de Dziga Vertov. Pero con una cadencia propia, un discurrir parsimonioso, como si acompañáramos a un privilegiado flâneur que recorre los escenarios de la historia con la curiosidad de ver quién estaba ahí, cuáles eran sus reacciones, cómo era la vida de la gente mientras ocurrían cosas importantes. Acaso como una extraña versión de D’Est, la película en la que la cámara de Chantal Akerman se pasea por las calles de Moscú, captando algo así como el peso de la historia en las escenas cotidianas.

En Bari Yar. Context, vemos la entrada de las tropas del Tercer Reich en las ciudades de Ucrania cuando Hitler se lanzó a la invasión de la Unión Soviética en 1941. La operación Barbarroja fue a la postre un desastre para la Wehrmacht que diezmó sus fuerzas y decantó la guerra hacia la derrota de Alemania. En la película, vemos durante la primera mitad la entrada de las fuerzas de ocupación en Lvov y Kiev y, durante la segunda, la liberación de las mismas ciudades por parte del Ejército Rojo. Entre una y otra, se produce el acontecimiento central del film, del que sólo podemos ver imágenes indirectas anteriores y posteriores a los hechos: en un terraplén en las afueras de Kiev conocido como Babi Yar, más de treinta mil ciudadanos soviéticos fueron fusilados y enterrados en fosas comunes por su condición de judíos. Antes, habíamos visto premonitoriamente cómo recibía una masa eufórica a los soldados alemanes, prodigando saludos romanos y muestras de afecto, y a continuación escenas terribles de las humillaciones, agresiones y trabajos forzados que los ocupantes y los colaboracionistas infligían en plena calle a las personas represaliadas, presumiblemente judíos y/o comunistas. Y, luego, largas colas de civiles apresados caminando hacia las afueras bajo la custodia de la soldadesca. Pero del instante preciso del pogromo, la matanza en Bari Yar, no hay filmación alguna, sólo imágenes fijas que muestran un suelo sembrado de cadáveres cuando ya ha pasado todo. Y, justo después, recorre la pantalla una larga cita de Vasili Grossman que describe los hechos con afectividad y crudeza.

Loznitsa opera en sentido inverso a la Shoah de Claude Lanzmann, es decir, no nos habla de la catástrofe a través de su presencia indirecta en los testimonios sino que busca sus imágenes, se acerca lo máximo posible a los hechos. La filosofía de su cine, al fin y al cabo, consiste en la mostración prolija de los acontecimientos sin aditivos de ningún tipo, imágenes puramente documentales que se suceden ante nuestros ojos sin truculencia ni manipulación. ¿Quiere esto decir que Loznitsa es un prodigio de objetividad, que no está dotado de discurso? No, no es el caso. Nuestro hombre quiere que las imágenes hablen por sí mismas pero en la composición de sus filmes hay un trabajo ingente, una mirada personalísima. Y, por supuesto, mucha posproducción. De ahí esa cadencia característica, ese runrún, una manera determinada de relatarnos las cosas. Lo que tiene Loznitsa es muy buen gusto, una gran delicadeza y la astucia de ponernos a los espectadores ante el estatus ambiguo de las imágenes, preguntándonos cuánto hay de inocente y cuánto hay de intencionado en cada toma. D’Est se acerca al espíritu de Shoah y no al de Babi Yar. Context por cuanto los grandes acontecimientos no comparecen en la pantalla sino que se hacen sentir de manera indirecta; pero, en otro sentido, los filmes de Akerman y Loznitsa tienen mucho que ver, pues sus imágenes son como monumentos abstractos que trasladan al espectador la tarea de dotar de valor a lo que ven, sentir lo que hay ahí detrás de una manera indirecta, simbólica o simplemente intuitiva.

Claro que, además de forma, hay también contenido en el cine de Loznitsa. No se puede pasar por alto, en Babi Yar. Context, el contraste entre las imágenes de la ocupación nazi y la liberación soviética. Cuando la Wehrmacht entra en Lvov y Kiev, es recibida con alborozo; cuando llega el Ejército Rojo dos años después, las muestras de bienvenida son mucho menos espontáneas y multitudinarias. Loznitsa es un cineasta profundamente político y el lector puede encontrar información ingente sobre sus posicionamientos y sobre las reacciones que provocan sus películas; parece ser que, con Babi Yar. Context, ha querido dar algo así como una lección de objetividad mostrando algo sumamente incómodo para su país pero históricamente innegable. No obstante, dentro de los estrictos márgenes del cine, su obra tiene una significación mucho más profunda que todo eso y representa una conquista muy singular, una revitalización de una determinada forma cinematográfica que, al arriba firmante, se le antoja muy necesaria ahora que la sobreabundancia de imágenes en el océano de Internet plantea tantos cuestionamientos sobre su valor.

Basado en hechos reales

Hace tiempo que una idea ronda por mi cabeza, una ocurrencia a medio camino entre la instalación de videoarte y la simple bufonada. Se trataría de proyectar un nuevo montaje de Star Wars (la primera película de 1977, no nos hace falta para nuestro experimento ninguna de sus innúmeras ramificaciones) que reproduciría la práctica totalidad de su metraje original cambiando únicamente un detalle, el largo párrafo introductorio con el texto azul brillante, por una sola frase: “basada en hechos reales”.

De los mecanismos con los que la verdad se manifiesta en la imagen y de la manera como la recibimos y la ponderamos nosotros los espectadores trata Ver para creer. Avatares de la verdad cinematográfica (Cátedra), que han escrito Santos Zunzunegui e Imanol Zumalde. Que no desfallezca el lector si, como al arriba firmante, le resulta un tanto ardua la primera parte del libro, un prolijo compendio de las aportaciones que desde la semiótica atañen a la cuestión central del libro. Merece la pena adentrarse en esas páginas para disfrutar más adelante la manera rigurosa y bellísima con la que los autores describen el cine de Jonas Mekas y de Ulrich Seidl, de Leni Riefenstahl y de Straub/Huillet, de Sergei Loznitsa y de Werner Herzog.

Dicen los autores que “el documental no es sino un dispositivo discursivo que pone todas sus armas, incluso eventualmente lo inverosímil o lo poco creíble, al servicio de la creación y la defensa de la verdad que enuncia” (pág. 157). Y definen también ese resbaladizo concepto: “Estimamos que la verdad es (…) la construcción discursiva de una explicación plausible sobre la realidad” (pág. 105). Por eso, su ensayo transita las fronteras de lo documental y desborda por completo los hipotéticos márgenes del género o, mejor dicho, del ámbito documental del cinematógrafo para disertar, entre otras cuestiones, sobre el complejo fenómeno de la veracidad. ¿Acaso no criticamos a menudo, coloquialmente hablando, una película cualquiera que nos decepciona diciendo que “no nos la creemos”?

Todo film entraña un contrato con el espectador, una forma particular de relación que implica un pacto de confianza. Zunzunegui y Zumalde abundan en su libro en los diferentes tipos de equilibrio entre suspicacia e ingenuidad que implican a su vez los diferentes tipos de cine. ¿Qué provocaría rotular “basada en hechos reales” al inicio de Star Wars? El film sería simple y llanamente destruido por esas palabras, pues pertenece a una forma de espectáculo que nunca ha demandado al espectador ese tipo de confianza sino otra distinta. Uno no sólo ha de asumir los códigos de la fantasía y aceptar la existencia de miríadas de criaturas fabulosas, sino también la muy peregrina hipótesis -de estricta ciencia ficción- de que hubo humanos idénticos a nosotros hace muchos, muchos años, en una galaxia muy lejana; y que viajaban por el espacio cubriendo distancias descomunales de una manera que contraviene todos los fundamentos de la física, por un espacio en el que extrañamente el sonido se transmite en el vacío (o tal vez no había vacío, pues las naves tienen diseños inequívocamente aerodinámicos); y que arribaban siempre a planetas con una gravedad, una luz y una atmósfera idénticas a la de nuestra Tierra. Etcétera.

Nada, en fin, podría remitir al rótulo inicial. No sólo por lo que nos cuenta el film sino también, y principalmente, por cómo nos lo cuenta. El caso opuesto podría ser una película como The Blair Witch Project, a la que aluden Zunzunegui y Zumalde, que se adscribe al género fantástico pero asume una estética documental, fingiendo ser la compilación y montaje de unos materiales encontrados. De hecho, así se nos presenta precisamente con un texto introductorio. El espectador sabe que está viendo una ficción pero asume ese juego consistente en fingir, en un tácito acuerdo entre la imagen y los ojos que la observan, que se trata de un film documental, como quien lee el Quijote con pleno conocimiento de que Cide Hamete Benengeli es una invención de Cervantes. En el caso de The Blair Witch Project, podría achacársele, si de fiscalizar su veracidad se trata, que su estética documental es defectuosa porque traiciona a menudo el desaliño y la nula noción de puesta en escena que debería caracterizar a una filmación de aficionados legos en el arte, el lenguaje y la estética del cine.

Ahora bien: ¿de qué sirve fiscalizar la veracidad de las películas? Puede que en unos casos sirva para algo y en otros no, pero lo que siempre debería ocupar al menos una parte de nuestra atención es la dimensión ética de ese acuerdo entre film y espectador que se genera siempre, no sólo ahí donde asoma el estatus documental del cine. Por eso, Ver para creer atañe también a otras cuestiones como el realismo en el cine o el germen mismo del lenguaje cinematográfico (todavía considero un prodigio alquímico que veamos dos imágenes diferentes separadas por un corte y entendamos que hay entre ellas un cierto tipo de relación: sucesión temporal, causa y efecto, cambio de punto de vista…). Todo está recorrido por la dimensión ética. Por eso Rivette vio abyección en un travelling de Kapò: porque no se lo creía, porque le ofendía la artificialidad de la emoción que quería provocar ese movimiento de la cámara.

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Volvamos al texto de Zunzunegui y Zumalde, que dice: “El cine documental no se distingue por su configuración externa (por un eventual inventario de formas que le serían privativas) ni por su pretendido vínculo directo con la realidad referencial (porque sus imágenes y sus sonidos sean huella o vestigio tangible del referente profílmico), sino porque invita al espectador a aceptar como cierto lo que le muestra sobre determinado aspecto del mundo histórico” (PP. 145-146). Y vayamos a dos filmes recién estrenados en nuestras latitudes que no son documentales en ningún sentido sino películas de ficción basadas, cada una a su manera, en hechos reales.

Donbass, el último film de ficción de Sergei Loznitsa, nos advierte del juego que establece su estética documental en la primera escena del film, cuando vemos a actrices maquillarse para salir a la calle e interpretar acto seguido una pamema frente a la cámara del cineasta ruso. Como cuando los actores comentan el devenir de sus personajes en la Passion de Bergman o un travelling nos conduce hasta el andamiaje del decorado en E la nave va y nos muestra incluso al propio Fellini dirigiendo la secuencia. Loznitsa nos habla de una sociedad infestada de corruptelas donde todo es fingimiento, todo se sostiene sobre una chabacana puesta en escena. Lo incómodo del film es que el realizador parece no fiarse él mismo de la idea de puesta en escena y Donbass acaba provocando un efecto extraño: hay algo burdo e insincero en su manera de manejar los recursos de la caricatura y la hipérbole. Lejos del distanciamiento que hace tan poderosos a sus documentales –Maidan, Sobytie, Austerlitz-, Loznitsa parece, en Donbass, necesitar que haya un cierto nivel de discurso, un giro en cada una de sus imágenes que ponga los puntos sobre las íes sobre la catadura moral de sus criaturas. Loznitsa no se fía de su propio film y, por tanto, tampoco de los espectadores, de cómo lo vamos a recibir.

Grâce à Dieu, el último largometraje de François Ozon, articula sin complejos ese tipo de ficción literalmente basada en hechos reales, por todos nosotros conocida, que consiste en crear situaciones y personajes que, aunque provengan de situaciones y personajes que han existido, responden decididamente a las necesidades de zurcir un relato compacto, un film de ficción al uso. Y Ozon demuestra ser todo lo contrario que el Loznitsa de Donbass: un cineasta osado que se adentra con arrojo en los lodos más peligrosos del relato, desde el cuestionamiento sobre qué deben y qué no deben mostrar los flashbacks que recrean los recuerdos de los personajes que fueron víctimas de los abusos sexuales del padre Preynat hasta la plasmación del retorcido narcisismo que germina en las personas que se ponen al frente de la denuncia pública, como si encontraran una inesperada delectación en ejercer el papel de víctimas en privado y, más aún, ante las cámaras. Lo cual, obviamente, inocula en el film una reflexión indirecta sobre ese mismo tipo de narcisismo en el cinematógrafo, en la representación del mal y de la injusticia desde una sospechosa atalaya moral.

Donbass se empeña en encerrarse para tratar de domeñar su discurso; Grâce à Dieu, por el contrario, aunque se nos antoje a priori un producto más convencional, deviene un film abierto donde no nos dan conclusiones establecidas sino que nos invitan a hacernos nuevos cuestionamientos. Una cuestión moral, decíamos. Quizás Loznitsa se zancadillea a sí mismo cifrando el valor de sus imágenes en un retorcido sentido de la mímesis respecto a la realidad en la que se basan. Ozon, en cambio, se ocupa de tejer su propio discurso. Es curioso que, en su libro, Zunzunegui y Zumalde acudan con notable recurrencia a los ejemplos que ofrece la obra de Jorge Luis Borges. Y que aludan particularmente al Don Quijote de la Mancha de Pierre Menard. No al de Cervantes ni al de Benengeli, sino al de Menard: el personaje borgiano que, al escribir autónomamente una obra idéntica a la del manco de Lepanto, lo que halla no es la mímesis sino una verdad propia. La verdad que, directa o indirectamente, procura todo film y toda imagen.