La menos aislada de las islas

La isla de L’Île, último largometraje de Damien Manivel, no es un lugar situado en un mapa sino una rugosidad del tiempo, un nudo que hace empezar una y otra vez el relato. La cualidad del tiempo de L’Île es tal vez la misma que la de L’Année dernière à Marienbad o Je t’aime, je t’aime, films de Alain Resnais que nos dan una pauta fundamental para un determinado cine -¿de autor, experimental?- que se escapa de la temporalidad lineal. Y que lo hace de una determinada manera que no consiste sola o exactamente en alterar el orden de los acontecimientos. Digamos que son más bien películas en las que el relato no avanza sino que va ganando dimensiones. Tantas, en el caso de L’Île, que acaba desbordando su propio dispositivo para mostrarnos la tramoya, los ensayos, una visibilidad de la escritura que nos recuerda también a determinados episodios del cine de Jean-Luc Godard.

Hay una anécdota: la fiesta de despedida que organiza un grupo de amigos en una playa de Francia durante toda la noche que precede a la partida de la joven protagonista. Una fiesta que empieza y empieza, que acaba y acaba, que atraviesa episodios de encuentro amoroso y de agria disputa que van cambiando de forma. Manivel es un cineasta que tiende a lo esencial y a la poquedad, Le Parc o Magdala son elocuentes al respecto; en L’Île, el parco relato de una noche de juerga se reduce finalmente a un puro entrelazamiento de cuerpos ebrios que chapotean en el mar, se abrazan y, como los personajes también de Les Enfants d’Isadora, danzan en libertad.

Por momentos, el film nos puede recordar a ciertos pasajes del cine de Terrence Malick, aquéllos en los que la cámara se acerca más a sus protagonistas para observar de cerca sus cuerpos, la fisicidad de su presencia y los detalles de su expresión. L’Île nos retrotrae también a uno de los episodios más bellos de Los pasos dobles (Isaki Lacuesta), cuando dos jóvenes exploran mutuamente la piel del otro sobándose con gestos ambiguos, entre el combate y el romance. Y cómo no pensar también en Mes séances de lutte (Jacques Doillon), película que evolucionaba hacia un puro encuentro entre dos cuerpos que se retorcían uno sobre el otro.

Malick, Lacuesta, Doillon, Manivel: podemos pensar que estamos ante un motivo recurrente del cine de autor de nuestro siglo. Aunque, ¿no es también el de John Cassavetes, en cierto sentido, un cine de cuerpos en lucha? ¿No es Opening Night un film sobre la improvisación de una sesión de lucha sobre el escenario que se repite una y otra vez? Cassavetes, precisamente, fue coetáneo de Resnais y Godard, y su andadura como cineasta se inició a finales de los años cincuenta, más o menos al mismo tiempo que veían la luz Hiroshima mon amour y À bout de souffle. L’Île, en definitiva, no es una isla sino un largometraje emparentado calladamente con algunos acontecimientos esenciales del cine moderno de la segunda mitad del siglo XX en adelante.

Los poseídos

Las olas de la actualidad van trayendo a nuestras costas el cine que se vio en el último festival de Cannes y Atlantique, primer largometraje de Mati Diop y ganadora uno de los galardones de la sección oficial, se revela como una pareja natural de Zombi Child, película que Bertrand Bonello presentó en la Quincena de los Realizadores. Pareja o, más bien, hermana pequeña, porque Atlantique es una película notable pero a ratos algo desabrida y, sin duda, mucho menos compleja y rica que Zombi Child. Es, no obstante, un film significativo que nos informa oportunamente acerca del estado de las cosas en el cine. Porque, igual que en el de Bonello se encontraban un comentario sobre la mala conciencia colonial de la sociedad francesa y un esquinado relato fantástico, la que hoy nos ocupa empieza como un característico producto de tema social para devenir en historia de poseídos, revenants y ritos inextricables que rasgan la normalidad cotidiana haciendo aflorar fuerzas ocultas.

Atlantique, así, se convierte en un film oráculo que nos anuncia la entrada de lo fantástico por la puerta de atrás, ese fascinante sincretismo que está tomando posesión del cinematógrafo progresivamente. Y, lo mismo que Zombi Child, nos permite entrever las raíces de esta nueva mutación, raíces que se hunden tanto en el viejo fantástico de serie B como en una cierta región del nuevo Hollywood (pienso en Rosemary’s Baby y en The Exorcist) o en la libertad inaudita de los filmes de Jean Rouch, que no por casualidad nos llevan también a la África francófona. Per fijémonos en que el punto de encuentro de los jóvenes senegaleses que protagonizan el film -los chicos que parten de improviso en una patera rumbo a Europa y las chicas que se ven convertidas en penélopes africanas sin comerlo ni beberlo- es un bar musical junto a la costa que podría ser el mismo en el que Denis Lavant danzaba misteriosamente al final de Beau travail. Su realizadora, Claire Denis, figura entre los agradecimientos de Diop en los créditos de Atlantique. Y es el cine fronterizo e indefinible de Denis el punto del que parece partir este nuevo sincretismo en el que se entrelazan el comentario sobre el estado del mundo, el cine de género y la voz autoral, dando pie a una nueva forma cinematográfica inquieta y espontánea.

No sólo Denis. La manera como se están desestructurando el relato y la lógica con la que se arma un film -el asunto, la puesta en escena, su mutua correspondencia…- nos hace pensar también en la obra de Apichatpong Weerasethakul. Sí, quizás son las películas de Denis y Weerasethakul las que, durante las últimas décadas, han abierto una nueva grieta. Y, ahora, el cine del siglo XXI está madurando ante nuestros ojos: una nueva estética o incluso una nueva poética de la imagen que ha emprendido un camino independiente mientras, por otro sendero, continúa el gran flujo del audiovisual, encabezado por esas series que siguen con beatitud la narración convencional y la lógica antes aludida. Aunque ni siquiera lo mainstream es por completo ajeno a toda esa nueva hibridación, pues un fenómeno actual tan exitoso como es el Joker de Todd Phillips es fruto también de una curiosa mezcla de tonos donde lo fantástico entra en contacto con otros ingredientes.

El policía que coprotagoniza Atlantique se da cuenta de que es al caer la noche cuando empiezan a pasar cosas raras. Diop nos muestra la puesta de sol en un par de ocasiones para representar el instante en el que lo convencional se desvanece y cobra vida lo fantástico, esto es, cuando el cine ejerce su particular rito vudú y transmuta en algo diferente. Si la noche misteriosa de Atlantique y de Zombi Child fuera un territorio en lugar de un instante, sería la Jauja de Lisandro Alonso, esa tierra ignota en la que el cine se desdibuja y encuentra un libérrimo reverso onírico. Alonso es otro de los cineastas que han abierto una grieta en el cine de nuestro tiempo, y quizás habría que añadir otros nombres: filmes tan originales como Jauja o Loong Boonmee raleuk chat (Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives en extremo Occidente), como Trouble Every Day o Cavalo Dinheiro, como Mercuriales o Los pasos dobles ya nos venían advirtiendo, cada uno a su manera, de la transfiguración que se ha consumado por fin en Zombi Child. Por eso, a partir de ahora, tendremos que acostumbrarnos también a ver y comentar el cine de otra manera, a escribir desde otros parámetros en los que, por ejemplo, algo como la correspondencia entre asunto y puesta en escena no sea nuestra preocupación central sino más bien otras cosas como un cierto humus de reminiscencias o la proyección de las imágenes hacia direcciones insospechadas. Lo iremos inventando sobre la marcha.

 

 

Algo que quede en el alma

En el Xcèntric del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, vimos el pasado 9 de febrero dos películas de Robert Beavers, The Painting y Rusking, que el propio cineasta presentó y, después de la proyección, comentó con el público. En un provechoso diálogo con los asistentes que tuvo algo de optimista elogio de la abstracción cinematográfica, Beavers afirmó que él ofrecía en las películas proyectadas “sólo destellos” porque no quería “ser didáctico”.

Uno o dos días más tarde, leí la entrevista de Miguel Faus a Óliver Laxe en Jot Down Magazine a propósito de Mimosas. Justo al final, Laxe concluye el diálogo sentenciando: “(…) en cine la manera de ser más comunicativo y claro con tu espectador, la manera de hacer que algo le quede en el alma, es a través del velo, de la oscuridad y del misterio”.

¿Cómo no relacionar la frase del realizador gallego con la del norteamericano, aunque sus películas sean tan diferentes? Quizás, los cineastas más generosos son aquéllos que dejan la tarea creativa en manos del espectador: los que no se ocupan de armar en cada film un discurso completo, cerrado o nítido, sino que prefieren plantear sus obras como campos abiertos por los que cada uno de nosotros corre libremente y disfruta de una experiencia singular. Beavers citó a Jonas Mekas, un ejemplo palmario; ¿y por qué no recordar también ahora Los pasos dobles, de Isaki Lacuesta? ¿O el cine que inspiró a Lacuesta, es decir, el de Jean Rouch, que encontró su espacio de libertad en el mismo continente que Laxe? ¿O a maestros del cine ensayo como Godard o Chris Marker? Etcétera.

En The Painting y Rusking, resulta abrumadora la combinación de vastedad y simpleza de lo que Beavers plantea ante nuestros ojos. Los planos se relacionan unos con otros con una esencialidad conmovedora, como si reconquistáramos el acto de mirar y asociar imágenes con la fascinación de un hipotético momento, ya olvidado, de nuestra primera infancia. “Al trabajar”, explicó en el CCCB, “captas cosas esenciales que ligan unas con otras al editar” el film. Tal vez por eso, al ver sus películas, volvemos a descubrir los ritmos visuales que componen nuestro mundo. Nos reencontramos, en fin, con el cine.

Debería extrañarnos que un espectador pueda reaccionar con rechazo ante películas como las de Beavers pues no es que el cineasta practique algo raro o inextricable sino que, muy al contrario, somos nosotros los que nos hemos dejado domesticar viendo durante toda una vida un cine siempre narrativo, pautadísimo, a veces fastidiosamente “didáctico”, por usar la misma palabra que el susodicho. Del tríptico anónimo de El martirio de San Hipólito al tráfico de coches y transeúntes en una esquina de Berna, del texto The Stones of Venice de John Ruskin a las rimas ocultas de la arquitectura europea, lo que acontece en nuestra mirada al ver The Painting o Rusking es una sucesión de destellos que nos devuelven al cuestionamiento primordial de nuestra relación con las imágenes cinematográficas. Un reencuentro con ese misterio que reivindica Laxe como paradójica fuente de claridad y que imprime sin duda algo duradero en nuestras almas de espectadores.

 

The Martyrdom of Saint Hippolytus (Museum of Fine Arts, Boston)