Algo que quede en el alma

En el Xcèntric del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, vimos el pasado 9 de febrero dos películas de Robert Beavers, The Painting y Rusking, que el propio cineasta presentó y, después de la proyección, comentó con el público. En un provechoso diálogo con los asistentes que tuvo algo de optimista elogio de la abstracción cinematográfica, Beavers afirmó que él ofrecía en las películas proyectadas “sólo destellos” porque no quería “ser didáctico”.

Uno o dos días más tarde, leí la entrevista de Miguel Faus a Óliver Laxe en Jot Down Magazine a propósito de Mimosas. Justo al final, Laxe concluye el diálogo sentenciando: “(…) en cine la manera de ser más comunicativo y claro con tu espectador, la manera de hacer que algo le quede en el alma, es a través del velo, de la oscuridad y del misterio”.

¿Cómo no relacionar la frase del realizador gallego con la del norteamericano, aunque sus películas sean tan diferentes? Quizás, los cineastas más generosos son aquéllos que dejan la tarea creativa en manos del espectador: los que no se ocupan de armar en cada film un discurso completo, cerrado o nítido, sino que prefieren plantear sus obras como campos abiertos por los que cada uno de nosotros corre libremente y disfruta de una experiencia singular. Beavers citó a Jonas Mekas, un ejemplo palmario; ¿y por qué no recordar también ahora Los pasos dobles, de Isaki Lacuesta? ¿O el cine que inspiró a Lacuesta, es decir, el de Jean Rouch, que encontró su espacio de libertad en el mismo continente que Laxe? ¿O a maestros del cine ensayo como Godard o Chris Marker? Etcétera.

En The Painting y Rusking, resulta abrumadora la combinación de vastedad y simpleza de lo que Beavers plantea ante nuestros ojos. Los planos se relacionan unos con otros con una esencialidad conmovedora, como si reconquistáramos el acto de mirar y asociar imágenes con la fascinación de un hipotético momento, ya olvidado, de nuestra primera infancia. “Al trabajar”, explicó en el CCCB, “captas cosas esenciales que ligan unas con otras al editar” el film. Tal vez por eso, al ver sus películas, volvemos a descubrir los ritmos visuales que componen nuestro mundo. Nos reencontramos, en fin, con el cine.

Debería extrañarnos que un espectador pueda reaccionar con rechazo ante películas como las de Beavers pues no es que el cineasta practique algo raro o inextricable sino que, muy al contrario, somos nosotros los que nos hemos dejado domesticar viendo durante toda una vida un cine siempre narrativo, pautadísimo, a veces fastidiosamente “didáctico”, por usar la misma palabra que el susodicho. Del tríptico anónimo de El martirio de San Hipólito al tráfico de coches y transeúntes en una esquina de Berna, del texto The Stones of Venice de John Ruskin a las rimas ocultas de la arquitectura europea, lo que acontece en nuestra mirada al ver The Painting o Rusking es una sucesión de destellos que nos devuelven al cuestionamiento primordial de nuestra relación con las imágenes cinematográficas. Un reencuentro con ese misterio que reivindica Laxe como paradójica fuente de claridad y que imprime sin duda algo duradero en nuestras almas de espectadores.

 

The Martyrdom of Saint Hippolytus (Museum of Fine Arts, Boston)

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