Profesión de austeridad

Tenía ganas de hincarle el diente a Los cines por venir. Diálogos con autores contemporáneos (Muga) desde que tuve noticias del libro porque, en él, Jerónimo Atehortúa Arteaga entrevista a una selección de dieciséis realizadores que reúne a algunas de las voces más suculentas del cine de autor actual. Y no sólo porque sean cineastas que nos han dejado algunos de los títulos más estimulantes de los últimos años sino porque son oradores privilegiados que despliegan en las entrevistas un discurso igual de provechoso que sus películas. Hablando en abstracto, es decir, sin entrar en los motivos, el método o el gusto personal del autor, digamos que es lógico que en esta recopilación no estén, por ejemplo, Hong Sang-soo, un tipo travieso y moroso en sus respuestas a algunas entrevistas que he leído, o Clint Eastwood, cuyo cine dice más, muchísimo más que él en cualquiera de sus intervenciones ante un micro. Los cines por venir se acerca a figuras que, como Jean-Luc Godard (un espectro que recorre todo el libro, revelándose efectivamente como el padre legítimo de todo el cine contemporáneo), van urdiendo una teoría propia del cine tanto a través de sus imágenes como a través de sus palabras.

«No creo que existan autores sin teoría», afirma Atehortúa en su texto introductorio (pág. 15), citando a Ricardo Piglia. Por eso, la suya no es una selección baladí; los cineastas que hablan en el libro conforman una internacional informal, una variopinta estirpe godardiana entregada al pensamiento sobre el estado de las cosas que tiene muy en cuenta las dos perspectivas fundamentales del asunto, esto es, la tradición de la que venimos y el proceloso porvenir que nos aguarda. Sólo así, conociendo la historia del cine y cuestionando la continuidad de todo en el futuro, se puede hacer y decir algo en el presente con la hondura y el alcance de todo cuanto hacen y dicen los cineastas reunidos en el libro.

Atehortúa subraya en su introducción que, hablando con todos ellos, surgían temas recurrentes, preguntas que forzosamente tenían que volver a salir en cada encuentro para darle vueltas a la baziniana cuestión sobre qué es el cine. A mí me llama también la atención la coincidencia entre los entrevistados en hacer hincapié en determinadas cuestiones relacionadas con la producción y el método de trabajo. Particularmente, muchos de ellos coinciden en hacer una valiente y conmovedora profesión de austeridad. Habituados, obligados o resignados a realizar sus obras con pocos o muy pocos recursos, han hecho de la necesidad virtud y han hallado la manera de hacer un cine en el que reinan las ideas. Si hablamos, por ejemplo, del cine americano clásico, podemos sostener largas discusiones bizantinas sobre la proporción entre el virtuosismo de John Ford o Howard Hawks y la excelencia del sistema de estudios de entonces; en cambio, los cineastas entrevistados con Atehortúa tienen en sus manos su principal capital.

Mariano Llinás, por ejemplo, defiende los rodajes en fin de semana para aprovechar el tiempo libre de profesionales que, como cualquiera de nosotros, se tienen que ganar los garbanzos de lunes a viernes. Pedro Costa, de quien conocemos perfectamente su legendaria ruptura con las formas convencionales de producción, diserta sobre las virtudes de rodar solo, aprovechando la ligereza de los dispositivos digitales y la independencia que da no depender de nadie más. Kelly Reichardt recorre Estados Unidos en coche para buscar personalmente las localizaciones de sus filmes y concibe esos viajes como una parte sustancial del guion. Lav Diaz compone personalmente las canciones que tendrán que interpretar sus actores y les envía grabaciones en las que él mismo las canta, a modo de ejemplo. Y Albert Serra, como en muchas otras entrevistas, insiste en hablar de dinero para reivindicar que él va a lo suyo prescindiendo de restricciones, presupuestos y otras zarandajas.

Hay otras coincidencias significativas. Llinás, Diaz y Béla Tarr defienden, como es lógico, la duración anómala de los largometrajes. Como sugiere el cineasta filipino, determinados films deben ser entendidos más como experiencias que como relatos y, por eso, su extensión no tiene por qué amoldarse a los parámetros narrativos a los que estamos más habituados. Precisamente hay también una aversión común a la preponderancia de lo semántico sobre lo sintáctico, por así decirlo. Muchos relacionan el particular con la hegemonía de las series en el consumo audiovisual que se ha impuesto hoy en día. Las plataformas digitales parecen haber propiciado una renovada domesticación del público: siga usted una trama compleja y rica en contexto e implicaciones simbólicas, no se preocupe por cuestiones formales de ningún tipo. Víctor Erice es especialmente crítico con las series: «Me parece que su sistema narrativo es una degradación del cine clásico, están basadas exclusivamente en la idea literaria del guion. (…) Uno de los problemas más grandes de las series es que están basadas en el coloquialismo, en el verbalismo. Es decir, toda la progresión de la intriga funciona a través del diálogo exclusivamente, porque eso permite al espectador seguir la serie mientras está cocinando o preparándose un café. (…) En ello hay un detrimento de la imagen» (pág. 47).

Tal vez, el lector pensará como yo que también hay, por supuesto, series admirables como Mindhunter (David Fincher) o Twin Peaks (David Lynch). Y quizás Lynch sea un outsider a su manera pero Fincher es alguien plenamente integrado en la industria de Hollywood. El hipotético contraplano de Los cines por venir sería una selección de los cineastas que, en el seno del Hollywood actual y con medios mucho más aparatosos que los entrevistados por Atehortúa, salvaguardan una poderosa personalidad o cultivan una forma cinematográfica singular: hemos citado a Eastwood y a Fincher pero podríamos hablar también de gente como Paul Thomas Anderson, Noah Baumbach o James Gray (denostado por Pedro Costa, por cierto, en un sabroso pasaje de su entrevista). Es el extraño caso de quienes parecen trabajar aún como un John Ford del siglo XXI, lo cual añade aún más complejidad a la cuestión que recorre todo el libro de Atehortúa: qué diantre es el cine ahora, qué es eso que dicen que ha muerto y qué es lo que ha quedado, cómo va a ser el futuro. Y habría que convocar otras voces también, desde cierto cine americano off Hollywood -Dan Sallitt, Ricky D’Ambrose, Ted Fendt, Ira Sachs…- hasta el cine experimental, pasando por las múltiples metamorfosis del cine francés actual, para constatar que la respuesta a nuestras preguntas es virtualmente imposible. El cine ha sido y es una cuestión de estilo, el cine es un acto de resistencia multiforme, el cine es un fenómeno cada vez más plural y abierto a otros formatos… Pero, sobre todo, es una pregunta constantemente renovada y jamás respondida. Y está bien que así sea. Por eso, Los cines por venir -en el que, además de los nombres ya citados, son entrevistados Rita Azevedo Gomes, Víctor Gaviria, Lucrecia Martel, Alice Rohrwacher, Apichatpong Weerasethakul, Carlos Reygadas, Radu Jude, Albertina Carri y Luis Ospina- es más una excitante introducción al cine de nuestro tiempo que una compilación con vocación enciclopédica. Y también está muy bien que eso sea así.

Ausencia de catarsis

Una banshee es, en el folclore irlandés, un espíritu plañidero que anuncia la muerte de un ser cercano. Hay un personaje con cierto aire fantástico que parece jugar ese rol en The Banshees of Inisherin, el último largometraje de Martin McDonagh. Pero el título nos habla de banshees, en plural, como si los espíritus del film fueran tal vez sus personajes todos: una pequeña comunidad costera instalada en una islita a escasos kilómetros de la isla principal de Irlanda. Estamos en 1923 y la joven república atraviesa una guerra civil entre los partidarios del tratado firmado con Reino Unido para independizarse y el IRA, sublevado contra las condiciones impuestas ya entonces, mucho antes de enfrascarse en los famosos troubles. La película relata otra guerra civil más pequeña, la que se produce entre dos viejos amigos cuando uno de ellos, simple y abruptamente, se cansa del otro y no quiere volver a tratar con él. Nótese, además, que son encarnados por Brendan Gleeson y Colin Farrell, los mismos intérpretes que protagonizaron In Bruges, el primer largometraje de McDonagh; como si cerraran simbólicamente un círculo imposible entre los personajes -no tienen nada que ver, las películas transcurren en épocas muy diferentes, etc.- pero posible entre los cuerpos, entre las presencias en la pantalla.

El cine universal nos ha hablado profusamente sobre el final del amor; no tanto sobre el ocaso de una amistad, tema del film que nos ocupa. The Banshees of Inisherin se sitúa en el extremo opuesto a First Cow, film de Kelly Reichardt sobre el nacimiento de la camaradería y el afecto entre sus dos protagonistas que transcurre en un lejano Oeste muy asilvestrado aún, tierra de canallas y oportunistas que están poniendo los cimientos del capitalismo americano en las primeras horas de la nación. La de McDonagh, por el contrario, nos muestra una vieja comunidad llena de tradiciones y vicios adquiridos (cotilleos, envidias, servidores públicos corruptos y agresivos…), un ambiente a lo The Quiet Man en una naturaleza parecida a la de Man of Aran. Nada que ver, en realidad, con la mirada y el estilo de Robert J. Flaherty; es definitivamente a las criaturas de John Ford a lo que nos recuerda la pícara humanidad de los habitantes de Inisherin, desde esa hermana del protagonista que parece una Maureen O’Hara 2.0 hasta la chismosa tendera que gestiona el correo postal de la isla con muy poca discreción. Son espectros, decíamos, seres evanescentes que representan a la raza humana en la imagen cinematográfica; o tal vez los espectros de esos vivarachos lugareños de las películas de Ford, los espíritus de un cine que pertenece ya a nuestro acervo compartido y que habitan el presente como ánimas que vagan sin un propósito determinado.

El cine de McDonagh se va configurando como una vasta disertación sobre las rugosidades de las relaciones humanas. Las rencillas enquistadas, los desencuentros entre personalidades y los conflictos de intereses evolucionan en sus películas hacia una progresiva degradación de la situación, como esa malhadada Irlanda que acabará desembocando fatídicamente en los troubles. Y, al final de sus filmes, hay tal vez un cierto aprendizaje pero difícilmente una sanación. Fijémonos en los instantes postreros de Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, que nos muestran el inicio de un viaje hacia la violencia, la determinación de dos personas que se encaminan hacia una venganza ritual e inútil con la plena conciencia de que muy probablemente no va a ser un acto reparador. Evitaremos el spoiler pero permítaseme decir que los personajes de The Banshees of Inisherin no pueden más que instalarse en una desesperanza pareja, como si asumieran que las cosas no se van a arreglar y que la vida discurrirá por siempre revestida de tibia amargura.

No hace mucho que vimos Wild Mountain Thyme (John Patrick Shanley), una recreación ñoña y simplona del ambiente rural irlandés que, intentando mimetizar un cierto encanto de corte clásico, nos hacía sentir en realidad más lejos que nunca de The Quiet Man, How Green Was My Valley o The Rising of the Moon. Por el contrario, el íntimo desconsuelo que transmiten las criaturas de McDonagh -y la conmovedora fragilidad de un pobre diablo maltratado y enamoradizo, o de los leales y silenciosos animales que hacen compañía a los protagonistas- parece conectar con mucha más eficacia con el cine de Ford y con el Hollywood clásico en general. Quizás una de las manifestaciones de la modernidad cinematográfica consista precisamente en volver a determinados motivos mostrando con claridad la amargura que subyacía por detrás y abriendo el relato hacia conclusiones en falso, ausencia de catarsis, cierres que no dejan una reconfortante lección moral sino más bien una letanía por los humanos, infelices instalados irremediablemente en el conflicto. En ese sentido, McDonagh parece compartir la misma melancolía que la Reichardt de First Cow, Certain Women y otras. Puede incluso que tenga elementos en común con otros cineastas norteamericanos de nuestro tiempo que reflejan en su obra unas relaciones personales problemáticas e irresolubles: Dan Sallitt, Ricky D’Ambrose, el Kent Jones de Diane, a su manera también Ira Sachs o Rick Alverson. En conjunto, parece que cierto cine americano esté cambiando la forma de sus relatos y nos hable de relaciones tormentosas, de la espiral de la violencia y de otras cuestiones características de un tiempo tan huérfano de futuro como el nuestro.