Cannes 2024 – La voz al cine debida

Mireia Iniesta, Lucas Santos

De entrada, señalemos que, en esta última edición del festival de Cannes, la cinefilia ha tenido un lugar privilegiado en muchas de las películas seleccionadas que hemos podido ver. La memoria de las imágenes, la noción de archivo y el idilio entre el texto fílmico y su creador han cimentado trabajos como Spectateurs (2024),de Arnaud Desplechin. Como su propio título indica, el film es una celebración de la cinefilia cálida pero en absoluto afectada. Asistimos a la educación sentimental -esto es, a sus primeros amores y al acercamiento a cosas como el cine de terror, los textos de Gilles Deleuze, la obra de Claude Lanzmann…- del heterónimo habitual de Desplechin, Paul Dedalus, siguiendo el curso de los recuerdos de una manera un tanto caprichosa cuya fuente de inspiración, explícitamente citada, es la obra de Marcel Proust. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/cannes-2024/

Universalidad de lo berlanguiano

Un halo romántico rodea a las películas inexistentes, los proyectos legendarios de los que hemos tenido noticia y que nunca llegaron a materializarse. Las versiones de The Man Who Would Be King que John Huston no llegó a filmar antes de acometer por fin el proyecto en los años setenta, El Kaleidoscope de Alfred Hitchcock que pudo haber sido una de sus grandes obras postreras, la Megalopolis de Francis Ford Coppola que, según algunas noticias, aún podría llegar a realizarse… Algunos de esos filmes existen a su manera, en forma de fragmentos inconclusos o de meros guiones cuya lectura nos permite reconstruir precariamente en nuestro fuero interno las imágenes que nunca vieron la luz. Es el caso, fascinante, de La promesa de Shanghai, la adaptación de El Embrujo de Shanghai de Juan Marsé que iba a rodar Víctor Erice hasta que Andrés Vicente Gómez desechó el proyecto. El mismo productor estuvo detrás de la gestación infructuosa de una cuarta entrega de la saga de Luis García Berlanga que conforman La escopeta nacional (1978), Patrimonio nacional (1981) y Nacional III (1982). De ese cuarto episodio, hemos conocido este año el guion que escribieron el propio cineasta, su hijo Jorge Berlanga, Rafael Azcona y Manuel Hidalgo. Se titula ¡Viva Rusia! y ha sido editado por Pepitas de Calabaza cumpliendo la última voluntad del director de Plácido, que no quiso que el libreto se hiciera público antes del centenario de su nacimiento.

¡Viva Rusia! transcurre en un momento clave para la conformación de la España de nuestros días: 1992, el año de la exposición universal de Sevilla y de los juegos olímpicos de Barcelona. Se cumplía entonces el décimo aniversario del mundial de fútbol y de la llegada de Felipe González al gobierno, y acabábamos de estrenar los primeros trenes de alta velocidad y las cadenas privadas de televisión; en ese contexto, los fastos del 92 parecieron una aparatosa puesta en escena de nuestra entrada impostada en la modernidad. O, más bien, exacerbaron ese sentimiento tan arraigado de dejar de ser unos paletos y llegar por fin a pintar algo, a codearse con los importantes, a moverse con soltura por la gran ciudad del mundo. Si la trilogía berlanguiana relata con acidez el paso de los últimos años del franquismo a los de la incipiente democracia, este cuarto episodio nacional iba a dar inteligentemente un salto temporal desde las postrimerías de la transición hasta la consolidación del Estado del semiestar en el que venimos viviendo hasta el día de hoy.

La España de ¡Viva Rusia! es el país de los pelotas, oportunistas y maniobreros que surgió de ese arco temporal: franquistas reciclados, emprendedores sin escrúpulos, corruptos pedigüeños, politicastros sin ideología, moralistas farisaicos… El país de los pelotazos urbanísticos y la privatización del sector eléctrico, los sobres de Bárcenas y el tres por ciento de Pujol y sus pupilos, la sinvergonzonería de la Casa Real y los tejemanejes en el palco del Bernabéu. Pienso a veces que no hay una película, ni grande ni pequeña, que haya retratado en conjunto el estado de las cosas en la España realmente existente desde los años noventa hasta hoy. Quizás hubiera sido ¡Viva Rusia! o Nacional IV, como se llamó también el proyecto en su fase incipiente. Pero esa película no existe. O tal vez sea, muy a su manera, El año del descubrimiento de Luis López Carrasco, precisamente un film que toma los acontecimientos de 1992 como punto de partida.

Quizás esa sensación de vacío se deba a que el cine español, aun atesorando tendencias estimulantes y muchos nombres propios de gran valor y diversidad, tiene una relación en general problemática con la sociedad que le rodea, una realidad que difícilmente comparece en la pantalla bajo la forma de un retrato veraz o bajo la de una parodia comme il faut; de hecho, este cronista considera particularmente desastrosa la inmensa mayoría de las tentativas de discurseo social y de comedia de costumbres tanto en el cine con pretensiones comerciales como en el que se quiere más autoral. Cinematografías bien conocidas por nosotros como son las de Estados Unidos y Francia nos permiten a menudo, sin necesidad de adentrarse en el proceloso terreno del cine social, leer entre líneas un comentario profundo y desencantado sobre la podredumbre del sueño americano o la descomposición cívica de la quinta república; en el cine español actual, ese tipo de Zeitgeist resulta más esquivo y críptico. Además, España emerge como tema en sí en raras ocasiones, algunas ya tan lejanas como la Madregilda (1993) de Francisco Regueiro o la Octavia (2002) de Basilio Martín Patino, otras tan oblicuas como la Magical Girl de Carlos Vermut.

En ¡Viva Rusia!, Luis José Leguineche regresa a España capeando problemas con la justicia y con el proyecto de volver a hacer fortuna aprovechando torticeramente la coyuntura y mangoneando a su socio Jaume Canivell, el empresario catalán de La escopeta nacional que iba a tener una reaparición estelar en esta cuarta parte de la serie. Por el regreso de Canivell y por otros detalles como una memorable escena de caza, ¡Viva Rusia! parece cerrar un círculo dado que guarda ciertas concomitancias con La escopeta nacional. Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo, en el post scriptum que acompaña al guion en la edición que nos ocupa, hacen un agudo paralelismo entre la saga berlanguiana e Il gattopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa y Luchino Visconti, pues las cuatro películas en conjunto describen en definitiva cómo han pervivido los mangantes de siempre, adaptándose por igual a la cochambre franquista o a la España digital, acompañando unos cambios a menudo más aparentes que profundos.

Pero 1992 es una fecha significativa también en el devenir del mundo en general. Muy poco antes, el día de Navidad de 1991, la Unión Soviética dejó formalmente de existir y se dio por zanjadas la guerra fría y la experiencia del socialismo real en Europa. El resultado geopolítico de ese cambio fue el advenimiento de una miríada de nuevos estados en Eurasia, unos impacientes por abrazar lo antes posible las instituciones occidentales y otros con cierta vocación de autarquía, pero todos ellos con un pesado fardo en común: la pervivencia de una clase oligárquica insuperablemente turbia, con su particular cultura de gestión y negocios, que se adaptó a la nueva situación con el mismo desparpajo que los Leguineche. Ya comenté una vez que La escopeta nacional caricaturiza la España del tardofranquismo pero, en realidad, nos habla de una cochambre universal geográfica e históricamente. En ¡Viva Rusia!, esa universalidad de lo berlanguiano se hace evidente con la salida a escena de una grotesca familia eslava con pretensiones sobre el trono de Rusia, una vacante aparentemente disponible tras la secesión de la URSS. Por eso, el guion nunca materializado de ¡Viva Rusia! adquiere ahora unas sorprendentes resonancias sobre nuestra estricta actualidad. Porque la vida real no es un descacharrante sainete como las películas de Berlanga sino un drama verdadero, y la sangre que se derrama estos días en Ucrania es la consecuencia de esa lampedusiana chapuza que ha atravesado Europa oriental en las últimas décadas, desde los mamporros contra el muro de Berlín de una masa eufórica en 1989 hasta las comparecencias propagandísticas de dos personajuchos tan berlanguianos a su manera como son Vladimir Putin y Volodimir Zelenski.