El triunfo cuántico de Jean Eustache

Jean Eustache es, como Víctor Erice, uno de esos cineastas con una filmografía sucinta y heterodoxa, rica en piezas pequeñas en metraje pero grandes en relevancia. Y cada film de Eustache tiene la virtud de representar un nuevo descubrimiento, algo que parece diferente a todo lo demás pero que, sin embargo, reafirma los valores en común que dan consistencia al discurso eustachiano, si se le puede llamar así. Quizás la clave de su cine sea esa paradójica forma de modernidad que consiste en buscar un renovado primitivismo, tal y como lo describía Barthélemy Amengual en Una vida recluida en el cine o el fracaso de Jean Eustache (Athenaica), libro aparecido en 1986 del que acabamos de leer la traducción al castellano de Manuel Peláez: «‘El primer primitivo del cine moderno’ quiso ser moderno para permanecer primitivo, paradójica dialéctica, presumiblemente abocada al fracaso. Ser moderno para reconquistar las certezas antiguas, los ideales de una infancia, el mito de un paraíso perdido antes incluso de haberlo conocido» (p. 124).

Amengual se centra sobre todo en los títulos de ficción de Eustache pero alude también a sus filmes documentales como las dos versiones de La Rosière de Pessac (1968 y 1979), Le Cochon o Numéro zéro porque en ellos se encuentra quizás la máxima expresión de ese primitivismo, la engañosa simpleza de colocar la cámara frente a los acontecimientos y filmar con marcado objetivismo, sin que el montaje -casi nulo en Numéro zéro– o las angulaciones de la cámara indiquen la presencia de un discurso, una voz autoral o lo que sea. Diríase que la intención es ser tan primitivo como las vistas de los hermanos Lumière, en la línea de lo que se etiquetó como cinéma vérité, una tendencia que «condujo pronto a los cineastas de la realidad a utilizar técnicas del reportaje como técnicas de la narración» (p. 47). En Eustache, no obstante, podemos notar un acento común con otros cineastas de diferentes oleadas de la modernidad que también van en pos de alguna noble forma de primitivismo. Como dice el propio Amengual, «¿no es el ideal estético de Eustache unir a Lumière y a Straub?» (p. 104). Precisamente, guardamos en este blog un cariño especial por La France contre les robots, film postrero de Straub que reproduce uno de los gestos radicales de la obra eustachiana, esto es, el acto de filmar dos versiones de una misma película, como en Une sale histoire: «Es el dos veces lo mismo lo que causa más efecto que el dos veces» (p. 40).

Amengual abunda también en la influencia de Jean Renoir en el cine de nuestro hombre y en las concomitancias entre su estilo y el de Robert Bresson, cuyo sustractivo y ascético cinematógrafo es, en el fondo, otra forma de búsqueda de cierta pureza primitiva. Lo cual me trae el recuerdo de una charla sobre Bresson en la filmoteca de Barcelona, hace más de veinte años, en la que José Luis Guerin afirmó que, en su opinión, la única película a la que se atrevía a atribuirle la etiqueta de bressoniana era a Mes petites amoureuses, que Amengual describe como una versión más osada de Les Mistons, el film de Truffaut sobre las pulsiones eroticoamorosas de un grupo de púberes. «Como en Bresson -dice Amengual a propósito, precisamente, de Mes petites amoureuses-, pero con distinto propósito (no ya acceder a lo espiritual presente sino alcanzar una forma de sensibilidad, un ser, perdidos en el mundo), la extenuación de la realidad se apoya en fragmentos de realismo poderoso, incontestables, que se arrancan casi al pasado» (p. 113).

Pero Eustache no sólo tiene cosas en común con Jean Rouch, Bresson o los Straub-Huillet. Hay otra faceta de su primitivismo que nada tiene que ver con las vistas Lumière, ni con esa zona de contacto del cine con el reporterismo, ni tampoco con el severo rigor de L’Argent o Sicilia! Me refiero al imperio de la palabra que se manifiesta en La Maman et la putain o en Numéro zéro, pues la oralidad en la pantalla puede representar algo tan radical como es remontarse más atrás incluso que los Lumière, donde el verbo precede a las imágenes. Hay significativos diálogos telefónicos en La Maman et la putain o en un proyecto irrealizado, La rue s’allume -«debía consistir en una larga conversación telefónica, de nuevo nocturna, entre dos amigos» (pp. 36-37)- que nos hacen avanzar varias décadas para encontrar concomitancias entre Eustache y cineastas de la palabra de nuestro siglo XXI como Pablo García Canga, que ha convertido el diálogo -unas veces en persona, otras por teléfono- en un motivo central de su filmografía, como muestran La Nuit d’avant, Por la pista vacía, Las tierras del cielo o Tu trembleras pour moi.

Comparamos, hace unos meses, la radicalidad y la ironía de otro insigne contemporáneo nuestro como es Hong Sang-soo con la actitud de Eustache. «Indiferencia, distancia, constituyen el sello, el escudo de Eustache» (p. 81), dice Amengual. Todo ese primitivismo del cine eustachiano no parece emanar de un sesudo y gravísimo posicionamiento sino de un distanciamiento punk avant la lettre, por así decirlo: pasar olímpicamente de los oropeles de la puesta en escena y abrazar las imágenes antiartísticas, antiestéticas, precinematográficas. Quien firma estas líneas no identifica el «fracaso» de Eustache anunciado por el título del libro, ya que el cineasta completa exitosamente ese desplazamiento hacia lo primitivo que, en una suerte de movimiento cuántico contra la lógica lineal del tiempo, le lleva a la vez a la más radical modernidad, pues creo que hay pocos films tan contundentes, densos e impactantes como Numéro zéro. Y recordemos que una de sus últimas realizaciones, Les Photos d’Alix, es en sí misma una contradicción, un film revolucionario que se niega a sí mismo para hallar su esquinada y paradójica verdad. Quizás la astucia de Amengual consistió en enunciar un fracaso que es, en realidad, la más luminosa de las conquistas.

A las cinco de la tarde

Una y otra vez, veíamos los mismos gestos en A torinói ló (El caballo de Turín), un film de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky datado en 2011: una joven recogía agua de un pozo, hervía una patata, su padre se la comía quemándose los dedos al intentar pelarla… Algo parecido pasaba cuando seguíamos el día a día de la Jeanne Dielman de Chantal Akerman, en mitad de los años setenta, o el del lacónico protagonista de Ai no yokan (The Rebirth), film de 2007 y de Masahiro Kobayashi, que desayunaba cada día lo mismo y con los mismos gestos pautados, sistemáticos. Entre los muchos manierismos de la modernidad cinematográfica, en suma, está la repetición obsesiva de una rutina como manera de llevarnos a un abandono de la narración en el que las imágenes cobran un valor diferente.

Ahora, en The Plains, David Easteal nos muestra una veintena de veces, más o menos, el regreso a casa de Andrew, un oficinista australiano que coge el coche en un aparcamiento cada día a las cinco de la tarde, hace una o dos llamadas con el manos libres, se mete en la autopista, llega a las cercanías de Melbourne… Y todo filmado por una cámara situada invariablemente en el centro del asiento trasero de tal manera que nuestro héroe nos da la espalda mientras vemos, como él, el paisaje que se va abriendo a través del parabrisas. Una toma que nos puede recordar a uno de los puntos de vista favoritos de Abbas Kiarostami: la cámara en la parte frontal del coche, compartiendo la visión con el conductor y su eventual copiloto. Pero no es el mismo plano. Easteal pone su cámara más atrás, permitiéndonos ver el cogote del conductor y del tipo que a veces le acompaña en el trayecto, encarnado por el propio realizador. Cuando van juntos en el coche, charlan primero con algo de timidez, luego más animadamente, explicándose sus vidas respectivas y pasando de manera natural a divagar acerca de la vida y la muerte, el amor y la soledad. Lo cual, de hecho, también acerca The Plains al cine de Kiarostami.

Si la luna del coche hace las veces de una pantalla de cine, Andrew y David son espectadores como nosotros a los que vemos desde atrás, por lo que vemos el acto de ver. Y, cuando comentan la conducción -naderías tipo «ese coche no nos deja pasar», «ese otro es del mismo color que el nuestro», etc.-, es aún más evidente el valor autorreferencial del film, lo que tiene de potencial maquinaria para pensar acerca del propio cine. De hecho, los únicos fragmentos que nos llevan fuera del coche son también planos que comparten el punto de vista de Andrew: filmaciones informales hechas con un dron o con su teléfono móvil cuando pasea con su esposa por las llanuras que rodean su casa.

Ante esa poquedad de personajes y situaciones, los pequeños detalles se hacen sumamente visibles, cruciales, y The Plains se nos revela como una película riquísima en matices y variaciones a pesar de -o gracias a- las severas restricciones autoimpuestas. Percibimos las mutaciones del paisaje y de la luz, la diferencia entre la duración y el tramo del trayecto que vemos en cada secuencia, las leves pistas sobre el estado de ánimo de nuestros protagonistas, etc. Prácticamente como en una de esas películas de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub en las que alguien recita un texto de espaldas a la cámara y cada detalle de la puesta en escena atesora una gran expresividad.

Y, a lo largo del film, imagen y diálogo se alternan como valor preponderante, hasta que el relato de una vida se va imponiendo como si fuera un conjunto de notas al margen que van revelando una perfecta ilación: acabamos intimando con Andrew, un hombre maduro con una madre dependiente, un largo matrimonio a sus espaldas y unas relaciones familiares que, como todas, esconden rarezas tras la aparente convencionalidad. Además, entre sus diálogos con David y los segmentos de programas informativos de radio que escucha cuando va solo, se cuelan también cuestiones sociales, políticas e históricas, incluida la memoria de la Segunda Guerra Mundial y los campos de concentración. The Plains podría ser así el más oblicuo e inesperado de los filmes sociales a la vez que un sutilísimo, indirecto, semioculto melodrama familiar. Y la muerte se impone como tema de fondo, como si la película quisiera sorprendernos por última vez revelándose como una expresión originalísima del viejo motivo artístico del memento mori.

Hemos mencionado a Tarr, Akerman, Kobayashi, Kiarostami y los Straub, pero recordemos también el cine de Jonas Mekas, que componía sus películas con filmaciones de viajes y de pasajes de su vida cotidiana; o el de Richard Linklater, que filmó durante una década a actores que envejecían de verdad en un largometraje, Boyhood, que acompaña el paso de la vida de la manera más rigurosa. The Plains, en fin, parece contener todo el cine en el interior de un coche, en un trayecto rutinario y repetitivo, en unas conversaciones que pasan como si nada de lo banal pasas a lo trascendente (¿no nos pasa también a todos nosotros, algunas veces, en la vida real?). Easteal, así, ha recogido en su primer largometraje algunas de las ideas y sensaciones más excitantes del moderno cine sustractivo y parece haber dado con esos mimbres una réplica densa, inteligente y profundamente cinematográfica a la sobreabundancia de podcasts, influencers, bustos parlantes y demás formatos por el estilo que puebla nuestras pantallas hoy en día.

Hacia la revolución

Corría el 20 de noviembre y estábamos en la tercera jornada de L’Alternativa, el festival de cine independiente de Barcelona, cuando conocimos la noticia de la muerte de Jean-Marie Straub. Nos dejó dieciséis años después que Danièle Huillet pero sólo dos meses después que Jean-Luc Godard, a quien dedicó en 2020 un bellísimo film que vio la luz en pleno confinamiento, La France contre les robots. Y podría parecer oportunista la idea de que los espectros de Straub y Godard sobrevolaron la 29ª edición del festival pero lo cierto es que el director de Pierrot, le fou compareció efectivamente en L’Alternativa: lo hizo un día antes del fallecimiento de su colega, en la proyección del film de Cyril Leuthy Godard, seul le cinéma. Quizás sea un documental muy poco godardiano en su forma -planteamiento, nudo y desenlace en riguroso orden- pero puede también que sea ésa su gran virtud, esto es, la sencillez de abordar la figura del cineasta francosuizo con humildad para ponderar la dimensión de su obra escuchándole tanto a él como a otras voces significativas en la glosa de lo godardiano como son Nathalie Baye, Antoine de Baecque, Alain Bergala, Romain Goupil, Julie Delpy… Con el paso del tiempo, el centro de gravedad del cine se va desplazando poco a poco; y, si la Nouvelle Vague y otras corrientes de fondo que transformaron el cine alrededor de los años cincuenta parecen estar en el corazón del relato universal del cinematógrafo que manejamos hasta ahora, tal vez haya llegado el momento de empezar a pensar en la centralidad y la influencia que van adquiriendo determinadas manifestaciones alternativas, radicales y contestatarias de los años sesenta y setenta. No en vano, incluso una noticia tan banal como la publicación de uno de esos rankings inanes en una revista nos invita a pensar en ello al situar Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975) en el primer puesto. En esa misma década de los setenta en la que Chantal Akerman firmó ése y otros largometrajes cruciales, Huillet y Straub estaban realizando algunas de sus películas capitales y Godard atravesaba su periodo más militante y riguroso, el del grupo Dziga Vertov y títulos como Ici et ailleurs.

El espíritu poderosamente ideológico y comprometido de ese particular segmento de la historia del cine -y de toda la filmografía en general de los fallecidos Godard y Straub- reverbera de diferentes maneras en el cine de corto y largo metraje que hemos visto en L’Alternativa; de hecho, quizás se pueda decir eso de cualquier edición del certamen pero, en esta última, parece haber brillado con una luz especial la dimensión política de las imágenes. De una manera muy evidente en títulos como Armotonta menoa – Hoivatyön lauluja (Susanna Helke), algo así como una variación finlandesa de Un chambre en ville, o en Geographies of Solitude (Jacquelyn Mills) y Matter Out of Place (Nikolaus Geyrhalter), sobrios pero nítidos discursos ecologistas vehiculados a través de una apuesta cinematográfica marcadamente observacional. En ese aspecto, los filmes de Mills y Geryhalter coinciden con GES-2 (Nastia Korkia), una película que evoluciona sutilmente de lo contemplativo a lo ensayístico. A partir de un motivo sencillo, la filmación de unas obras de restauración en Moscú para convertir una vieja planta industrial en museo de arte contemporáneo, Korkia nos invita a reflexionar sobre la generación del gesto artístico, lo que hace que algo -cualquier cosa, las imágenes del propio film, un objeto en mitad de un espacio…-, adquiera la condición de arte o, al menos, nos invite a la reflexión o a la retórica. A su manera, juega en el mismo terreno que el Ruben Östlund de The Square pero logra ser más incisiva con mucho menos aparataje.

Europa o la desolación

Dejar respirar a las imágenes, y al espectador con ellas, es a fin de cuentas un gesto poderosamente político, y por eso el cine de Ulrich Seidl parte de planos quietos y frontales para avanzar hacia relatos terroríficos, retratos implacables, pesadillas a la vez hiperrealistas y fantasiosas acerca de una Europa contemporánea convertida en páramo de desolación. Sparta confirma la profundidad de su mirada, devastadora y humanista al unísono, así como la honda raigambre de su cine, que parece sumamente original pero no es para nada un objeto aislado: relatándonos las andanzas de un pederasta austriaco en Rumanía que lucha contra su pulsión a la vez que la alimenta, Seidl nos recuerda por momentos al Fritz Lang de M – Eine Stadt sucht einen Mörder o al Luchino Visconti de Morte a Venezia y de La caduta degli dei. Y, además, viendo el cine de Seidl (también hemos podido rescatar en L’Alternativa Mit Verlust ist zu rechnen, un título de 1992 cuyas conexiones con Sparta son interesantísimas), parece que la pesada presencia de los horrores de la Segunda Guerra Mundial subsista calladamente bajo la tierra helada de Centroeuropa. Algo que sospechamos también al ver Eo, última realización de Jerzy Skolimowski, en la que sentimos la germinación de un nuevo fascismo a lo largo de un trayecto por las mismas tierras que fueron un día escenario de la solución final; el film, de hecho, termina con lo que parece una alusión directa a la maquinaria exterminadora de Auschwitz-Birkenau. Antes, la epopeya del protagonista, un burrito que va cambiando de manos a lo largo del metraje, no nos recuerda tanto al Robert Bresson de Au hasard Balthazar como al Charles Dickens de Oliver Twist o David Copperfield. El cine de L’Alternativa, así pues, no sólo es observacional sino que recoge también las derivaciones de una rica tradición narrativa que se manifiesta en detalles como el aliento dickensiano de Eo o la maestría con la que Sparta maneja los mimbres del guion clásico cinematográfico, un mecanismo poco evidente pero presente entre líneas.

Hay también un profundo conocimiento del guion clásico bajo la estructura de Matadero, el nuevo largometraje de Santiago Fillol. Pero el cineasta argentino se acerca más bien al Godard de Passion para relatarnos la historia de una película imposible, un rodaje condenado ab initio al fracaso por las tensiones internas entre los miembros del equipo, que albergan muy diferentes visiones del proyecto. Sabemos desde el principio que las cosas acabarán mal, con violencia; y, a medida que avanza el film, comprendemos cuán presente está el contexto histórico tras los acontecimientos -estamos en 1975 y en Argentina, sólo un año antes del golpe militar de Videla, Massera y Agosti- y cuán interesadas, ideológicas y maniqueas pueden ser las distintas concepciones de la puesta en escena. Fillol nos sacude saludablemente con la menos romántica de las visiones sobre la cinefilia, la recreación de un rodaje como auténtico matadero. Por eso, en un cierto sentido, tiene vagas concomitancias con Saint Omer (Alice Diop), que dedica la mayor parte de su metraje a la recreación de un juicio como una pautadísima puesta en escena en la que los gestos, las inflexiones de voz, la posición de los cuerpos, cualquier detalle por nimio que parezca obedece a razones profundamente ideológicas. El mejor tramo de Saint Omer es su primera mitad, en la que combina poderosos primeros planos dignos de Pedro Costa, alusiones muy pertinentes a Marguerite Duras y Alain Renais -es decir, a Hiroshima mon amour– y larguísimas tomas de la acusada declarando ante el tribunal que nos retrotraen al Kiarostami de Nema-ye Nazdik (es decir, Close-up) o al Jean Eustache de Numéro zéro o Une sale histoire. En su segunda mitad, marcada a su vez por el guiño a la Medea de Pasolini, el film da la sensación de explicarse demasiado; en cierto sentido, gana densidad su significación pero no su forma. Algo parecido a lo que pasa en Suro (Mikel Gurrea), un título muy estimulante y lleno de posibilidades -al fin y al cabo, transita provechosamente uno de los terrenos más fértiles del cine moderno: la amarga, incómoda, agresiva descomposición de una pareja- que, a medida que avanza, parece ir perdiendo fuelle por querer, digamos, cerrarse como relato y como discurso.

Fuga de Alcarràs

Por el contrario, los extravíos narrativos y formales son, en el fondo, el gesto más político, la actitud más revolucionaria que puede adoptar un film en determinadas circunstancias. La dislocación de un relato que podría haber sido perfectamente lineal o cerrado es la razón de ser de Camarera de piso (Lucrecia Martel) y Carta a mi madre para mi hijo (Carla Simón), dos cortometrajes que podemos aventurar como los trabajos más rupturistas de sus respectivas autoras. Martel tiene la astucia de pulverizar expectativas, ir segando con cada imagen lo que las anteriores habían ido sembrando y, a su manera, demoler lo que podría haber sido una peliculita social y con mensaje al uso; realmente, como si le poseyera el espíritu insobornable de Godard. Simón, por su parte, parece homenajear explícitamente a Apichatpong Weerasethakul al filmar seres etéreos bajo una llama sobreimpresa; y la ambigüedad del título se traslada a la forma del film, en el que el cine deviene en un no tiempo y un no lugar donde conviven los vivos y los muertos, los presentes y los ausentes. Carta a mi madre para mi hijo nos confirma lo que ya sugerían los mejores tramos de Estiu 1993 y Alcarràs: que Simón es una cineasta mucho más sugerente cuando la forma, asilvestrada y libre, prevalece sobre el discurso.

No menos radical es la hechura de Mis dos voces (Lina Rodríguez), testimonio coral de tres mujeres latinoamericanas afincadas en Canadá en el que hay un vistoso y constante décalage entre la banda de sonido y las imágenes, las dos voces de la película. El resultado es un flujo constante y cadencioso, un discurso aparentemente inconexo, una forma exquisitamente libre. Lo cierto es que Rodríguez convoca multitud de temas entre íntimos y sociales -la violencia dejada atrás en Colombia, los problemas de los inmigrantes en Canadá, la violencia de género…- pero dista tanto como Martel de articular un film discursero y aleccionador; felizmente, prefiere confiar en una forma digresiva, revolucionaria. Algo similar a lo que hace Andrés Duque en Monte Tropic, que puede parecer un artefacto relativamente convencional en la filmografía de un realizador harto experimental. Es un espejismo: ni siquiera hay una unidad de tono en el film, que empieza mostrándonos la intimidad de un pisito habitado por jóvenes marroquíes afincados en Barcelona, pasa a mostrarnos un viaje a su país en una suerte de aparte abstracto filmado en unas ruinas, continúa con una performance raruna sobre un escenario y un posterior intercambio de testimonios en el propio teatro… Duque se interroga con nosotros acerca de cómo hacer hoy en día cine político desde una voz experimental, y sobre cómo hacer que los protagonistas hablen por sí mismos, que su voz se imponga sobre la película en lugar de la consabida voz autoral como si estuviéramos realmente ante una ramificación del legado del grupo Dziga Vertov. Película despojada de los oropeles del lenguaje cinematográfico y en busca de una libertad de nuevo tipo, Monte Tropic es un logro mayor alcanzado con los medios más austeros. Y entiendo perfectamente la alegría expresada por Duque al saber que Ayoub el Mernissi, uno de sus protagonistas, acometió después la realización de un cortometraje autobiográfico, El camino hacia la emigración, que acompañó a Monte Tropic en una acertada sesión conjunta del festival.

La voz humana

Mis dos voces y Monte Tropic -como también los mejores segmentos de Saint Omer– nos introducen, además, en otro de los terrenos más fértiles del cine de L’Alternativa, esa zona extraña del cine en el que la palabra cobra una poderosa vitalidad, unas veces redimensionando las imágenes y otras substituyéndolas, incluso generando aquello de lo que han sido privados nuestros ojos, como en la Shoah de Claude Lanzmann. O como en el cine de Straub y Huillet, que tantas veces parte de la recitación de un texto para arribar a formas cinematográficas mucho más sofisticadas de lo que parece a primera vista. Dos rotundos ejemplos, muy diferentes entre sí: Las hostilidades (M. Sebastián Molina) es casi un primo hermano mexicano de Mis dos voces, un largometraje compuesto por un coro de voces en off sobre imágenes cuyo vínculo con el relato no es muy evidente. Lo que vemos no ilustra lo que oímos sino que más bien lo comenta; o tal vez deberíamos decir que se genera un efecto poético, un bello roce entre la visión y la palabra. Al mismo tiempo, se habla y habla de violencia pero no la vemos, ni siquiera sus huellas o indicios, por lo que se convierte en una presencia inquietante que presentimos como si permaneciera agazapada entre plano y plano. En segundo lugar, La visita y un jardín secreto (Irene M. Borrego) es de nuevo un film engañosamente sencillo, en realidad un mecanismo complejo e inteligentísimo. Oímos a la cineasta, que nos habla en primera persona de su familia, y comparecen dos pintores en la película: a Antonio López, lo oímos pero no lo vemos, y a Isabel Santaló, la vemos pero apenas la oímos. Debemos conquistar su voz lo mismo que su recuerdo, la memoria de una artista de gran relevancia caída en el olvido en el medio profesional y en el ostracismo en el círculo familiar. El propio cine parece ser acometido por Borrego como una conquista, el descubrimiento de lo que no se ve, como un paseo por estancias llenas de ganchos en las paredes para sostener cuadros que no están, recuerdos e imágenes que, como la propia Santaló, se nos presentan como un secreto. No nos sorprende que aparezcan entre los agradecimientos los nombres de Pablo García Canga y Diana Toucedo, grandes cineastas de la poquedad, pues La visita y un jardín secreto logra, con muy poquito, suscitar muchos temas.

Une vie comme une autre (Faustine Cros) guarda algunas concomitancias con el film de Borrego: la cineasta nos muestra imágenes de su madre Valérie para indagar su pasado familiar, incluso su identidad en cierto sentido. Cros interroga a las imágenes pero no tanto por lo que contienen como por lo que nos revelan acerca del punto de vista de quien las filmó, su padre en unos casos y la propia cineasta en otros. La impotencia de la cámara ante la profunda, íntima infelicidad de Valérie nos invita a reflexionar sobre una suerte de banalidad del mal intrínseca al acto de filmar, tal vez al simple hecho de mirar. Une vie comme une autre es, pues, otro film modesto y conmovedor que, sin alharacas, llega muy lejos, pues nos informa sobre la inagotable riqueza del motivo de la filmación familiar, un tema que sigue siendo un territorio fertilísimo para estudiar la naturaleza y el misterio de las imágenes. Aunque, de hecho, podemos ampliar esa idea hacia todo el cine sustentado sobre una vasta hojarasca de footage. Poletje 91 (Žiga Virc) parece una traslación a los Balcanes del estilo de Sergei Loznitsa al mantener una astuta ambigüedad entre la objetividad y el discurso. Las filmaciones recogidas nos muestran episodios marginales de la breve contienda que acompañó el proceso de independencia de Eslovenia, así como escenas familiares en las que asistimos a la germinación de un bilioso nacionalismo, la tensión y los rencores que llevaron a la sangrienta descomposición de Yugoslavia. Por su parte, Još jedno proleće (Mladen Kovačević), también conocida como Otra primavera, es casi una adaptación extravagante de La peste de Camus en la que una epidemia de viruela acontecida en 1972 nos es referida a partir de un largo relato en off y una prolija sucesión de imágenes de cuerpos granulosos y miasmáticos. La otra primavera de Kovačević es a la postre la historia de una monstruosa transfiguración de la carne, un documental que roza lo fantástico y que me atrevo a fabular que agradaría seguramente a David Cronenberg.

Capítulo aparte merece la única incursión en lo fantástico, aunque sea sumamente oblicua y sui generis, entre los largometrajes que este cronista ha visto en la última edición de L’Alternativa. Luminum (Maximiliano Schonfeld) nos presenta a una madre y una hija obsesionadas por los ovnis. De sus noches de guardia -a veces, acompañadas por nutridos y animados grupos de aficionados a la ufología como ellas- observando el cielo a la espera de que aparezca una nave extraterrestre, nos llegan escenas deliciosamente irónicas, captadas con una retranca digna de Mariano Llinás, y planos de la oscuridad rasgada por puntos luminosos en movimiento, auténticas imágenes abstractas que componen algo así como una variante nocturna de las telas de Kandinsky. Luminum nos demuestra así que el cine siempre acaba llegando a una cierta abstracción, a algún tipo de experimentación. Precisamente, Godard, seul le cinéma, a la que nos referíamos al principio de nuestra crónica, recoge unas divertidas declaraciones del cineasta suizo en las que afirma haberse dirigido en más de una ocasión al Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), gran institución francesa de investigación científica equivalente a nuestro CSIC, para pedir sin éxito una subvención. Efectivamente, hacer cine es investigar, experimentar; también lo es verlo y analizarlo, comentar la genealogía de las imágenes y aprender cosas sobre el estado del mundo a través de ellas. Pues, en definitiva, nunca ha habido nada más determinantemente político que el conocimiento. Y la idea del cine de Godard y Straub siempre estuvo muy ligada a cierta noción de conocimiento, a un compromiso a la vez moral e intelectual. No sé cómo será ni cuándo empezará la próxima revolución pero sé que, mientras tanto, podemos seguir interrogando al cine o, mejor aún, escuchando las preguntas que las imágenes nos plantean.