Sitges 2022 – De la vida después del apocalipsis

Sitges es un oasis en más de un sentido. Por ser una agradable localidad costera a unos kilómetros del bullicio de Barcelona, sí, pero también porque el Festival Internacional de Cine Fantástico, cuya 55ª edición ha tenido lugar entre el 6 y el 16 de octubre, parece desarrollarse al margen de los avatares del mundo de hoy: mientras Occidente tontea con la posibilidad de una guerra apocalíptica y el cinematógrafo afronta su enésima encrucijada existencial, el cine fantástico que hemos visto en el certamen se interroga sobre su propia identidad hurgando en sus raíces y buscando formas de remodelación y perpetuación, como si el fin del mundo no fuera con todos nosotros, hacedores, espectadores y comentadores de películas. Así pues, el festival de Sitges de este año I D.G. (después de Godard) ha sido, según como se mire, como una obra colectiva interpretada por los músicos ilusos del Titanic o como el diario de una banda de robinsones que, después del naufragio, están sembrando la tierra de una nueva isla con las semillas que traíamos en el zurrón de la tradición del género fantástico. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/sitges-2022/

Hormigas y tiburones

Cuando Donald Trump ganó las elecciones en 2016, no obtuvo la victoria en ninguna ciudad de más de un millón de habitantes. Ninguna. Algo parecido nos explicaron acerca del referéndum que sacó a Reino Unido de la Unión Europea: los brexiters se impusieron en provincias pero los remainers fueron mayoritarios en la cosmopolita Londres, lo mismo que en otras urbes como Manchester, Liverpool o Glasgow. Y, en las elecciones presidenciales francesas de hace escasamente unos meses, la abulia macronista alcanzó un 85% del voto en París y ganó también con solvencia en el resto de las ciudades más pobladas del país, mientras que la candidata de la extrema derecha cosechó sus mejores resultados en localidades más pequeñas.

Un cierto cine francés raruno, bufo y muy a su manera fantástico tiene, entre otras virtudes, la de caricaturizar con mucho tino esa escisión social, decirnos cosas interesantes al respecto y, sobre todo, hacerlo con una forma cinematográfica revitalizadora que no paga tributos, no se da tono y no discursea. Lo viene cultivando, por ejemplo, Quentin Dupieux, que después de explicarnos las peripecias nimias de dos ganapanes y una mosca gigante en Mandibules ha ejecutado en su último largometraje, Incroyable mais vrai, una deliciosa variación paródica de las películas sobre viajes en el tiempo y paradojas cronológicas. Como, por cierto, Droste no hate de bokura (Beyond The Infinite Two Minutes), una hilarante rareza de Junta Yamaguchi que vimos en el festival de Sitges del año pasado.

El hedonismo, el consumismo y la fatuidad de los personajes de Incroyable mais vrai podrían acaso asociarlos a los votantes de Emmanuel Macron o, más bien, a cómo los ven los otros, es decir, los votantes de Marine Le Pen. Pero lo relevante es que Dupieux ha encontrado una inteligente forma cinematográfica de satirizar, sin subrayados ni moralina, la tontuna por prolongar absurdamente la juventud, la confianza lerda en la tecnología, la pitopausia, el individualismo y, de manera indirecta, otros vicios de nuestro tiempo como la impaciencia por conocer el próximo episodio de una serie o por reaccionar en las redes sociales con la rapidez de un robot.

Frente a la sofisticación vacua y extenuante de una superproducción de Christopher Nolan, los décalages temporales de Incroyable mais vrai son mucho más sencillos, eficaces y deliciosamente irónicos. Y, de hecho, se producen específicamente en el primer y el tercer acto de la función: los flashbacks con los que nos introducimos en la historia de Marie y Alain, pareja poco sofisticada que se muda a una casa encantada que permite avanzar en el tiempo y rejuvenecer a la vez, y la larga secuencia final en la que -aquí viene el spoiler– el film se introduce en su propia máquina del tiempo, avanza con celeridad y finalmente nos conduce ante la juventud del cine y ante Luis Buñuel, es decir, ante las hormigas saliendo de una mano en Un chien andalou, quizás uno de los homenajes más hermosos y pertinentes que hemos visto recientemente.

En cambio, los hermanos Ludovic y Zoran Boukherma no describen un movimiento circular dentro del cine francés sino dentro de una cultura popular intercontinental. Recordemos que Teddy, su largometraje anterior, llevaba al hombre lobo a un pueblecito del sudeste de la república para hablarnos de la Francia de los desheredados, gentes en este caso potencialmente sensibles a la demagogia de Le Pen o, cuando menos, depositarios del ninguneo y la rabia que, sin un programa muy definido, llevaron a miles de personas a ataviarse con un chaleco amarillo y manifestarse por los bulevares de París. Pues bien: ahora, L’Année du requin transcurre en una localidad parecida pero costera, y todo el film se nos revela como un remake, o más bien la más exquisita parodia, de un blockbuster americano de los años setenta, nada menos que Jaws.

Como en Teddy, los Boukherma caricaturizan al gañán galo de provincias con tanta mordacidad como comprensión e, incluso, cariño. La mediocridad de un verano de campings y patinetes acuáticos, la peculiaridad del habla, la fobia acérrima hacia lo parisinos, la ingenuidad palurda de una esmerada policía local que duerme bajo un retrato del general De Gaulle… Todo es descacharrante pero, a la vez, respira una humanidad difícil de encontrar en cierto cine comercial -francés, estadounidense, español…- que quiere ser localista y sólo resulta ofensivo. Y fijémonos en que la manera como los cineastas observan la Francia de hoy es parecida a como observan el acervo cinematográfico: con una sorna refinada que les inmuniza contra toda fatuidad y que proviene de una profesión de simpleza, no de una mirada autoral resabiada y elitista.

Por eso Jaws, un título harto popular que abrió un episodio en el cine hollywoodiense con el que han crecido varias generaciones con un peso decisivo entre quienes hacen y ven cine -y series- hoy en día. Pero también un film que cerró otro capítulo: con él, el nuevo Hollywood empezó a apagarse, se fue desvaneciendo su hálito creativo y renovador; y empezó otra cosa, otro cine americano con una relación mucho menos provechosa tanto con lo clásico como con lo moderno. L’Année du requin es un film amable que puede contener un tributo a su predecesora pero que, a la vez, la supera con creces y en cierto sentido retoma las cosas allí donde Jaws se desvió. Porque la finura estilística de los Boukherma -en cada toma está exactamente lo que tiene que estar, los primeros planos son poderosos y cuando es necesario son hilarantes, las imágenes permiten operar a la inteligencia del espectador usando además su memoria cinéfila…- combina esa rica relación con la tradición y esa mirada distanciada que hacen de las oleadas de la modernidad una fuerza poderosa que impele el cine hacia adelante, manteniendo su vigencia y su vigor. Y todo, insistamos, desde una humildad y una ausencia de pretensiones que nos demuestran de nuevo, por si no aún no estaba bastante claro, que menos es más.

Hay, en suma, una gran complementariedad y rasgos en común entre las últimas realizaciones de Dupieux y los hermanos Boukherma: una ironía exquisita y una manera desahogada de filmar que nos confirman la emergencia de una voz plural y sustanciosa en el cine francés de nuestros días. O no sólo en el francés, dado que lo raramente fantástico se ha instalado también en el novísimo cine de autor español, amén de otras marcianadas irresistibles del último cine portugués o de Europa oriental. El cine -también lo sabíamos- es, en fin, algo fantástico y definitivamente guasón.