Una trilogía imaginaria sobre imágenes ausentes de Mundruczó, Fennell y Kurosawa – La verdad del cine

Veo a veces concomitancias o, por así decirlo, trayectos que se dibujan en el mapa del cine como nuevas e inesperadas carreteras, correspondencias que no alcanzo a comprender si están ahí de una manera objetiva o si, por el contrario, son el producto de mi imaginación, que ha trazado caprichosamente esos caminos inauditos. Es el caso de una llamativa coincidencia entre tres películas muy diferentes que solo tienen en común el hecho de haber sido vistas después de esa interrupción de todas las cosas que se produjo durante los meses en los que la pandemia de COVID-19 impactó con más fuerza a nuestro alrededor. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/una-trilogia-imaginaria-sobre-imagenes-ausentes-de-kornel-mundruczo-emerald-fennell-y-kiyoshi-kurosawa/

Elogio de la incomodidad

«¿Qué le empuja a seguir?», le pregunta Michel Piccoli a Denis Lavant en el diálogo clave de Holy Motors. Y Lavant responde: «Continúo igual que comencé, por la belleza del gesto». Nueve años después, Annette se nos antoja una derivación de Holy Motors, ya sea una simple nota al pie o la materialización de, por fin, un relato hecho y derecho que el anterior largometraje de Léos Carax sólo tanteaba de mil maneras diferentes. Pero, ante todo, Annette establece una evidente continuidad con su predecesora al girar en torno a la descripción de una fatiga profunda, un hastío rabioso: el desgaste del transformista Monsieur Oscar, que lo es también del creador Léos Carax y del monologuista Henry McHenry, el turbio protagonista de Annette encarnado por un Adam Driver que parece venir directamente, saltando de un set de rodaje a otro, de esa secuencia de Marriage Story en la que cantaba un tema de Stephen Sondheim.

Annette, que se adentra con más determinación que Holy Motors en el terreno del musical, es un film sombrío y angustiado sobre la dificultad que plantea reproducir esa «belleza del gesto» de la que hablaba Monsieur Oscar. O sobre la desquiciante autoexigencia del autor, que trata de decir algo nuevo, bello y/o pertinente a cada paso; o sobre la problemática intrínseca a la recepción de la obra por parte de crítica y público. Carax, que se ha convertido tal vez en el gran cineasta del solipsismo de nuestro tiempo, nos habla de su propia inquietud a través de un monologuista borde y quemado, un artista reputado que sufre -o provoca- un amargo desencuentro con los espectadores cuando les ofrece un espectáculo que no colma sus expectativas, exabrupto ofensivo y contrario a la moral mayoritaria que va más allá de los márgenes de -si se me permite el oxímoron- lo aceptablemente escandaloso. También Annette trata de desbordar las dimensiones de lo esperable.

Prolongar, repetir o revivir el gesto generador del arte puede derivar en la gestación de un monstruo. En sentido literal, si nos referimos al Monsieur Merde que secuestra a Eva Mendes en Holy Motors; o casi literal si hablamos de la niñita que da nombre al último film de Carax, pues Annette no es más que una marioneta, un artilugio animado sólo por las manos ajenas que le otorgan movimiento. Hay algo monstruoso también en la figura de Henry McHenry, artista destructivo y autodestructivo que parece un cruce entre el protagonista de todas las versiones de A Star is Born y el siniestro feriante que interpreta Liam Neeson en The Ballad of Buster Scruggs. McHenry es el particular Arlequín de esta función, un ser frágil que se dirige con egoísmo y crueldad en sus relaciones tanto con Colombina y Pierrot -que serían, siguiendo con el símil, los personajes de Marion Cotillard y Simon Helberg- como con su hija Annette.

Pero el verdadero monstruo de Annette es el propio film, un largometraje expresamente excesivo e incómodo, indigesto e irregular, pero de una osadía indiscutible. Annette no es una película perfecta porque no lo ha de ser. Tiene que ser necesariamente como es, barroca y contrahecha, operística y artesanal: algunas de las secuencias clave se producen en un bosque artificial digno de un decorado de Méliès o en un mar proyectado sobre el fondo del decorado prescindiendo de las nociones de escala y perspectiva, como en uno de esos efectos ópticos evidentes del cine de Guy Maddin. Carax no quiere hacernos sentir cómodos a los espectadores sino todo lo contrario, prefiere enfrentarnos a una experiencia extrema para que nosotros mismos cuestionemos lo adecuado de nuestro escrutinio. Annette no está llamada a ser una de nuestras películas favoritas pero sí a ser recordada recurrentemente, a generar muchas reflexiones y discusiones.

En definitiva, Annette es un film más pesimista y lúgubre que Holy Motors, donde Lavant y Piccoli se preguntaban, al final de su diálogo: ¿Y si la gente deja de mirar? Driver, en cambio, cierra Annette con un «stop watching me». Dejen de mirarme, nos dice el personaje -acaso también el cineasta- que, visiblemente hastiado por la fama y por la fiscalización de programas de cotilleo y redes sociales, parece sentir que seguir creando es como contentar al personal reanimando una y otra vez algo que murió devorado por las olas, o como explotar el canto de esa niña marioneta que no puede vivir con felicidad el don de su voz. Mientras que otros cineastas cruciales de nuestros días, como es el caso de Hong Sang-soo o Mariano Llinás, comparten con nosotros una feliz embriaguez al retorcer más y más las formas del relato y explorar así los límites del cine con renovado entusiasmo, Carax se suma por el contrario a voces como las de Tsai Ming-liang o Jean-Luc Godard que optan por expresar la melancolía -o «nostalgia sentimental», como dice Piccoli en Holy Motors– que acontece después del cine, cuando ya sólo queda hacer una larga exégesis, siempre en pretérito, a lo que fue el arte de Murnau y Renoir. No obstante, no es necesario insistir en que la muerte del cine ha sido siempre una apariencia y que, por tanto, incluso desde esa profunda melancolía que transmite Annette, la belleza del gesto puede recobrar todo su fulgor y una marioneta inanimada puede encarnarse finalmente en un ser de franca sonrisa y ojos brillantes.

Nos habitan multitudes

Es fácil imaginar a Raoul Walsh afirmando: “No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo”. Parece la expresión de un curtido artesano como él, el maestro insigne del Hollywood clásico, un tipo que filmó numerosos westerns y cuyo estilo se caracteriza por eso que llamamos una puesta en escena transparente, un trucaje en el que la forma de explicarnos las cosas parece natural, evidente, la mejor de las posibles. Y, por lo que intuimos de la personalidad de Walsh, esas palabras revisten una pátina de autenticidad, nos resultan altamente idiosincráticas. Pero, cuando nos enfrascamos en la búsqueda de la verdad o algo parecido, la cita nos resulta de repente problemática por partida doble.

Porque dos partes tiene precisamente No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo, ensayo cinematográfico de Nicolás Zukerfeld (en realidad, son tres capítulos, pero su forma nos invita a hablar de dos mitades; volveremos sobre el particular más adelante). En la primera, vemos un montaje en el que se encadenan numerosos fragmentos de películas de Walsh en los que multitud de personajes montan a caballo y cabalgan briosamente. Así, se hace obvio ante nuestros ojos que, a la vez, hay y no hay muchas maneras de filmar lo mismo; que siempre hay un método similar pero también infinitos matices; que no hay, en el fondo, dos cabalgaduras iguales, y quizás sea esa una pista crucial que pone en crisis la idea del cine clásico como el arte de la forma idónea, natural.

La cuestión se hace más evidente a medida que el film se radicaliza y se desvía del motivo inicial para mostrarnos muchas otras consonancias entre decenas de pasajes del cine de Walsh que muestran otras cosas: vemos cómo sus personajes ayudan a una dama a subirse a un carruaje, cómo entran y salen de la estancia atravesando una puerta, cómo hacen frente a tormentas y torrentes de agua, cómo preguntan por un personaje convaleciente… Siempre es Walsh, siempre se puede hablar de un estilo reconocible, pero no hay dos tomas idénticas. El film de Zukerberg parece aquí una celebración de la puesta en escena como un acervo inagotable o, si se prefiere, una celebración del estilo como prueba palpable de la diversidad de las formas del cine. Walsh, parece sugerirnos, dentro de los parámetros de su oficio, es ya inagotable como el cine mismo.

Pero hay algo más: a través de esas infinitas variaciones, que nos llevan de un motivo a otro, se va construyendo una suerte de ficción abstracta, una casi historia que surge espontáneamente del roce entre esos motivos cinematográficos con los que estamos tan familiarizados los espectadores. Así las cosas, uno empieza a pensar que quizás el cine es posible porque existe en nuestra mente esa familiaridad con los motivos, así como la posibilidad de su encadenamiento; es decir, el cine existe porque lo hace posible nuestra memoria cinéfila, nuestra experiencia continuada ante las imágenes.

Pero ésa es sólo, como decíamos, una parte del film de Zukerfeld. Si durante toda esa primera mitad parecemos revivir la experiencia de The Green Fog, el film de Guy Maddin, Evan Johnson y Galen Johnson, en la segunda parte asistimos a una suerte de thriller sin imágenes en movimiento tipo La Jetée de Chris Marker, una investigación de la que nos informará la voz en off del cineasta, ávida de conocimiento e incansable como la del narrador del cuarto episodio de La flor de Mariano Llinás. El móvil es sencillo: averiguar de dónde proviene la frase de Walsh sobre las inexistentes 36 maneras de filmar lo mismo, y establecer sus palabras exactas.

El cineasta consulta numerosas fuentes documentales y contacta con amigos y conocidos a ambos lados del Atlántico en una indagación obsesiva que continuamente facilita nuevas pistas pero nunca da con el quid de la cuestión, como en un cuento de Borges o, por circunscribirnos al cine, como los obsesivos investigadores de Zodiac (David Fincher). El verdadero hallazgo de Zukerfeld no es el origen de la frase sino su recorrido, su construcción y reconstrucción a lo largo de múltiples citaciones inexactas. La cifra 36 parece provenir de una expresión popular de la lengua francesa, los caballos también parecen haber sido añadidos por el camino… Como si, cada vez que ha sido reproducida la frase, el citador haya aportado algo de cosecha propia, vertiendo probablemente algo de su sentido y sensibilidad.

Así pues, nos damos cuenta de que no sólo la puesta en escena es infinita: la forma del cine es inagotable también porque sus variaciones son incontables en nuestra memoria. El cine, de hecho, es tal vez esa memoria, lo que habita en nuestro fuero interno tras la experiencia de haber recorrido miles de imágenes, y tras haberlas deformado en nuestro recuerdo. La memoria es creativa: hay 36 maneras de citar las palabras de Walsh y hay 36.000 maneras de afrontar el cine. El espectador ejerce un poder creador mucho más fuerte de lo que pensamos cuando otorgamos la función autoral al cineasta o a quien sea que esté detrás de la materialización de un film; y también lo ejerce el crítico a través de su discurso, que pretende tener algo de científico pero es inevitablemente inventivo, subjetivo, literario. Como el traductor que deviene en escritor en el cuento de Rodolfo Walsh que cita Zukerfeld hacia el final, poco antes del brevísimo tercer capítulo del film; episodio que, de llevar un título, podría ser “Print the legend”.

Quizás debamos confiar en el poder creativo de la imprecisión, en lo que de sentido y sensibilidad hay en nuestra manera de deformar la memoria. “Me contradigo, ¿y qué? Me habitan multitudes”, dice una famosa frase de Walt Whitman en su Canto a mí mismo que hace unos días recordaba mi hermano Alejandro citando, a su vez, a otra persona (y que yo cito ahora, con toda la intención, de memoria). Hablábamos al principio de lanzarnos a la búsqueda de la verdad; creo en ello, hay que emprender ese viaje, pero asumiendo que la verdad no es algo unívoco o estático que nos aguarda al final sino más bien una conquista que hacemos por el camino, en el propio hecho de indagarla. Por eso también el cine es intrínsecamente inabarcable y contradice con tesón la idea recurrente e insidiosa de su muerte.