Sitges 2021 – ¿Dónde está el diablo?

No puede ser casualidad. Avanzaba el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges y una serie de películas dejaban una y otra vez una sensación pareja. No me refiero a las más destacadas, originales o brillantes en el sentido que sea -nos ocuparemos de ellas más adelante-, sino a otros títulos que empiezan de manera más o menos atractiva, o parten de un planteamiento estimulante y, a medida que se desarrollan, van perdiendo fuerza hasta malograrse total o parcialmente. Es el caso, por ejemplo, de la gran triunfadora del palmarés, Lamb (Dýrið, Valdimar Jóhannsson), que ha obtenido los galardones a la mejor película y a la mejor actriz -Noomi Rapace-, así como el premio Citizen Kane de la crítica. Empieza como un film de Robert J. Flaherty sobre gente haciendo cosas en un medio rural que se quiebra con el surgimiento de lo fantástico, el nacimiento de un ser híbrido entre oveja y niña que comporta además la sugerencia de una turbia hipótesis sexual digna de Luis Buñuel. Pero, en su segunda mitad… SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/sitges-2021/

Monos como nosotros

Para M.

Si los carteles de las películas son indicativos de algo, el de The Square (Robert Östlund) nos sugiere que la secuencia central del largometraje es la de la irrupción de un intérprete en una cena de gala que realiza una performance bizarra consistente en circular por la sala comportándose como un gran primate. Lo que empieza como una complaciente diversión para los comensales deriva en una situación de pánico cuando el artista se sube a las mesas y adquiere una actitud intimidatoria y agresiva. Los asistentes bajan la cabeza y aguardan sentados a que pase la situación, totalmente acobardados, hasta que el hombre simio emprende la violación de una de las invitadas y, por la espalda, tarde y con torpeza, alguien se atreve por fin a golpearlo. Se suman entonces otros falsos valientes, logran reducirlo y acaban matándolo allí mismo.

Es una escena casi buñuelesca que aleja definitivamente del realismo una película que ya antes venía tonteando con lo abstracto. Y es un instante que acude a la mente de uno cuando, en un flashback crucial de Mank (David Fincher), William Randolph Hearst alecciona al protagonista, Herman J. Mankiewicz, acerca de lo que un gran burgués como él espera de un personaje como el guionista: que se comporte como el mono organillero del cuento que le relata y sea consciente de cuál es la mano que le da de comer. Es decir, que le complazca, le entretenga y le solace, pero que no le toque las narices hablándole de su doblez moral. La secuencia de The Square tiene otras posibles lecturas pero coincide con la de Mank en darnos, a su manera, una sombría imagen de la relación entre el mundo artístico o creativo y la oligarquía que tiene la sartén por el mango.

El hombre simio de Östlund enfrenta a los burgueses con su propia miseria moral y con la falsedad de la representación social en la que viven inmersos. El Mankiewicz de Fincher expone ante Hearst y sus invitados, en el flashback al que nos referíamos, un proyecto de guion consistente en una revisión sui generis del Quijote que es, de hecho, el esbozo de lo que acabará siendo Citizen Kane; es decir, humilla expresamente al anfitrión retratando con finura la ridiculez de su narcisismo. En la secuencia de The Square, todos los comensales van de traje y el intérprete comparece con el torso desnudo y unas prótesis en los brazos para reproducir los movimientos de un gorila; en la de Mank, asistimos a una fiesta de disfraces en la que sólo el guionista va vestido de calle. El bufón no participa de la mascarada en ninguno de los dos casos. De hecho, así es como llama a Mankiewicz el lameculos número uno de Hearst, Louis B. Mayer, sentado lealmente a su derecha durante la cena: “You’re nothing but a court jester”. Un bufón de la corte.

Fincher casi se me antoja un cineasta repipi porque emprende proyectos de diferente naturaleza y siempre acaba dando una lección de narración impecable y gran sentido cinematográfico: aborda la adaptación de un bestseller sin interés literario y arma un film noir de irreprochable buen gusto, rueda la historia del fundador de Facebook y nos explica con agudeza en qué se ha convertido América en nuestro siglo, crea una serie policiaca y nos deja una suerte de thriller río de inagotable riqueza… Y, ahora, firma el enésimo film sobre el Hollywood de los años dorados y el resultado no sólo es original y contundente sino también complejo y profundo. En Mank, el cine americano y todo el sistema social de la nación son representados como una amarga mascarada que no sólo nos habla de 1940 sino también de 2020. No creo que se le escape al espectador cuánto se parece a la de hoy esa América del film, un país controlado por republicanos fascistizados y sus cómplices en el show business, entregados a la manipulación de la realidad -la fabricación de fake news se materializa con toda literalidad en Mank– y al engatusamiento de los trabajadores con un discurso tipo “esto lo arreglamos entre todos”. No creo tampoco que sea difícil notar el paralelismo entre Hearst, el magnate de la comunicación con ambiciones políticas, y el ciudadano Trump que pronto dejará la Casa Blanca pero recordaremos siempre como un síntoma significativo de nuestro tiempo.

Pero, sobre todo, el relato de las circunstancias en las que se gestó el guion de Citizen Kane que nos ofrece Mank describe un Hollywood en trance existencial que teme por su continuidad en términos tanto industriales como estéticos y creativos. El cine siente el aliento de la muerte de manera constante desde sus orígenes; y la amenaza de los nuevos hábitos y las transformaciones sociales que se gestaban en los años cuarenta -mutaciones a las que se sumaría pronto, y con fuerza, el auge de la televisión- invitó a pensar en el final de todo de la misma manera que ahora nos puede generar una ansiedad análoga la revolución digital, el esplendor de los sistemas de streaming y el consumo masivo de imágenes a través de redes sociales y dispositivos móviles. El cine siempre ha habitado en una sempiterna sensación de disolución, en un tiempo de crisis irresoluble marcado por las tensiones entre el sentido del compromiso y las tendencias impuestas por el sistema, y por eso hablar del Hollywood de la época de Citizen Kane o The Bad and the Beautiful equivale también a hablar de aquí y ahora. Y quizás Fincher, cineasta al fin y al cabo bien posicionado en la industria, se vea a sí mismo como un bufón de la corte que acude a una mascarada en Xanadú pero se permite cantarle las cuarenta al amo de la casa (Mank, por cierto, vuelve a ser una producción de Netflix, como Mindhunter). El mono organillero que deviene en gorila agresor.

Fijémonos en que el cine de hoy nos está hablando, a través de algunos de los títulos más significativos de la actualidad, de un tiempo ambiguo en el que el presente y el pasado no sólo se confunden sino que se mezclan, un tiempo que sólo existe en el seno de Martin Eden (Pietro Marcello) o El año del descubrimiento (Luis López Carrasco). A su manera, puede que Mank, película que reproduce la estructura narrativa de Citizen Kane con flashbacks continuos que componen de facto la sustancia de la película, habite también en ese tiempo extraño: su forma viaja constantemente al pasado pero su sentido profundo se proyecta con la misma insistencia hacia el mundo de hoy. Seguimos en cierto sentido en la América de Hearst, un lugar donde la posición institucional respecto a los fascismos es mucho más ambivalente de lo que indica el relato oficial de la historia escrito después del ataque a Pearl Harbour y donde el cine no puede más que defenderse con sus propios medios frente a un sistema audiovisual y una turbamulta de integrados que lo quieren, una vez más, humillado y derrotado.

Morir, volver

Un informal cortejo fúnebre abre Vitalina Varela, el último largometraje de Pedro Costa. Siluetas oscuras pasan lentamente sobre el muro de un cementerio lisboeta, cruzando la pantalla de un extremo a otro como el tren de sombras de Gorki y Guerín. Quizás el cine fue siempre una ceremonia funeraria, una paradójica celebración de lo muerto oficiada por formas animadas. Y la obra de Costa parece habitar esa paradoja, hablándonos con el movimiento calmo de un paso fúnebre sobre lo que se va, lo que se pierde, lo que se muere. Ya a propósito de Cavalo Dinheiro dijimos que su cine transcurre en una suerte de Hades donde los vivos y los muertos dialogan y se confunden: a pesar de tener una hechura menos fantástica (si es que tiene sentido usar la etiqueta fantástica en el cine de Costa), en Vitalina Varela sentimos incluso con más intensidad que esas figuras quietísimas que pueblan las imágenes ya pertenecen, al menos en parte, al reino de lo extinguido.

Quizás lo que singulariza a esta última realización de Costa respecto a las anteriores es una particular insistencia en la filmación de rostros, figuras humanas y pequeños grupos, como si sus imágenes se situaran a medio camino entre el cine y las artes de la escultura y la pintura. Mencionamos a menudo la fascinante apariencia escultórica de determinadas composiciones visuales de Fassbinder, formadas como las de Costa por cuerpos inmóviles o ceremoniosamente animados. El cineasta portugués combina ese sentido escultórico con una sensibilidad pictórica que asemeja sus planos a las telas del periodo barroco y a la luz de la pintura tenebrista, una región del arte en la que el aliento de la muerte se hace sentir constantemente detrás de cada escena, de cada figura. Y las imágenes de Vitalina Varela recuerdan también a las del fotoperiodismo de carácter más creativo, que a menudo parece beber también de la influencia barroca y tenebrista; todas las artes de la imagen parecen confluir en el cine de Costa.

En defensa siempre de un cine impuro, no olvidemos que es precisamente en la pintura y la escultura donde es más común realizar numerosas versiones de un mismo tema; y las imágenes de Vitalina Varela plantean mil variaciones sobre un mismo tipo de composición o de retrato, de igual manera que cada obra de Costa parece hasta cierto punto una variación sobre las anteriores: como pasa en la obra de Yasujiro Ozu, tanto el asunto como la forma de las películas son similares pero los matices hacen que cada pieza enriquezca el conjunto. Y esa exquisita delicadeza habita en el seno de también cada plano de Vitalina Varela, donde no sobra ni falta un solo segundo de duración y el encuadre ha sido pensado con precisión milimétrica. Recordemos una vez más que, no en vano, Costa es y ha sido amigo y discípulo aventajado de Jean-Marie Straub y de la añorada Danièle Huillet.

“Tu casa ya no es tu casa”, advierte una de las mujeres que reciben a Vitalina en el aeropuerto de Lisboa, en los primeros compases del film. Y le invita a volver a Cabo Verde, a desistir de quedarse donde ya no le queda nada. De alguna manera, esa admonición nos interpela también a nosotros como el famoso “NO TRESPASSING” en el plano que abre Citizen Kane. Pero ignoramos la advertencia y nos adentramos con Vitalina en la noche infinita del cine de Costa, donde la protagonista emulará a Antígona reivindicando unas exequias dignas para su marido en la parroquia derrelicta donde oficia mal que bien Ventura, el mismo Ventura de los filmes anteriores de nuestro hombre, transfigurado aquí en el sacerdote derrotado de una iglesia no sólo sin feligreses sino también sin dioses.

Vitalina, decíamos, desoye la advertencia y se desplaza al viejo y pobre barrio lisboeta para instalarse en la casa igualmente ruinosa de su difunto esposo, donde literalmente el techo se le cae encima a trozos y donde reprocha amargamente al espectro ausente del marido los largos años de abandono. En contraposición a esa casa desolada que Vitalina ocupa en el tiempo presente, Costa nos muestra mediante flashbacks -gesto inusual en su cine- escenas de la construcción de otro hogar en Cabo Verde, décadas atrás, cuando la joven pareja planeó allí una vida nueva que se desvaneció como la ceniza al ser Vitalina abandonada en la isla. Los imágenes caboverdianas representan los únicos pasajes diurnos del film junto con la visita al cementerio de Ventura y la protagonista. Así es el cine visto a través de las poderosas imágenes de Costa: un Hades tenebroso donde los vivos y los muertos son como esculturas dotadas mágicamente de un movimiento parsimonioso, un no lugar en ruinas donde reinan sombras angulosas como las de Das Cabinet des Dr. Caligari pero se adivina también su contrario, esto es, una luminosa mañana en Cabo Verde y dos jóvenes enamorados que levantan un futuro evanescente ladrillo a ladrillo. Del recuerdo de esos días y de las sombras fúnebres de hoy se compone cada imagen de Vitalina Varela; y se erige así un cine paradójico y profundo que, a la postre, nos habla a la vez de lo que se muere y de lo que vuelve.