Mostrar menos, dar más a ver

Quizás sea Jeune femme à sa fenêtre lisant une lettre, el film que abrió su retrospectiva parcial en la filmoteca de Barcelona, la mejor pista para escudriñar el espíritu que recorre el cine de Jean-Claude Rousseau. Partimos de la pintura homónima de Johannes Vermeer, en castellano la Muchacha leyendo una carta, que es a su vez una obra idiosincrática de su autor. La joven, de perfil, lee frente al marco de una ventana, ayudándose de la luz que penetra en la estancia; y, entre el punto de vista del pintor (o del espectador) y ella, media una cortina recogida, una separación material que ha tenido que ser apartada para que veamos la escena. Pues bien: el cine de Rousseau, al menos el que ha podido ver este cronista, está lleno de cortinas descorridas y ventanas que nos dan acceso al exterior desde la intimidad de una habitación. Y contiene siempre la sugerencia de una ficción, un relato que no se despliega groseramente sino que se entrevé haciendo “trabajar a la imaginación”, según las palabras del propio cineasta. En la tela de Vermeer, podemos fabular libremente el contenido de la carta; en el mediometraje de Rousseau, oímos fragmentos recitados y vemos pasajes llenos de tachaduras que nos permiten también elucubrar un cierto relato.

Las cortinas entreabiertas son un motivo recurrente en las pinturas más populares de Diego Velázquez, como la Venus del espejo o La fábula de Aracne (es decir, Las hilanderas). Y el espíritu de la pintura barroca se hace sentir poderosamente en las imágenes de Rousseau, que nos sugieren así un determinado punto de partida para la historia del cine. La cronología y la lógica del desarrollo técnico sitúan el origen del cinematógrafo en el siglo de la fotografía y en las postrimerías del impresionismo pero quizás haya que remontarse a las composiciones pictóricas de los siglos XVI y XVII, donde las imágenes adquieren una poderosa narratividad. Quizás sea allí donde surge una primera manifestación de modernidad que animará, siglos más tarde, el poder evocador de las imágenes cinematográficas, esa intrínseca capacidad de relatarnos una vida entera con apenas un encuadre que el invento de los hermanos Lumière mostró desde su origen. Rousseau, que mantiene inmóvil su cámara, es quizás el gran explorador del contacto entre la pintura y el cine, de la misma manera que su amigo Jean-Marie Straub y la añorada Danièle Huillet han sido posiblemente los más osados experimentadores del roce entre el texto escrito y el cine. De hecho, cuando Rousseau, que se filma a sí mismo en sus películas, mira al objetivo de la cámara, no sólo adquiere un porte similar al de los retratos de la pintura barroca en general sino que nos hace pensar de nuevo en la figura de Velázquez, autorretratado y mirándonos a todos en el margen izquierdo de la más famosa de sus obras, Las meninas.

“Vemos cuando estamos en otra parte”, afirmó Rousseau en la filmoteca tras la proyección de Keep in Touch y Venise n’existe pas. Son filmes rodados en Estados Unidos e Italia, lo mismo que Les Antiquités de Rome, exhibida en el CCCB. Ese estar en otra parte al que se refiere Rousseau tiene, pues, un doble sentido: en las películas de la retrospectiva, estamos de viaje, visitando otros lugares, pero estamos también viendo el exterior a través del marco de la ventana, es decir, a través del marco de la cámara. El cuadro es una condición intrínseca al arte cinematográfico y a Rousseau le interesa el poder ficcional que se origina al atravesar ese cuadro (una “defenestración”, según su propia expresión), como en la pintura barroca. Pero el viaje hacia la ficción contenida por la imagen exterior deviene también en un viaje hacia nuestro fuero interno, hacia lo que habita en el interior de la persona que mira. No es menos significativa la imagen de la gruta en penumbra de La Vallée close, una negritud que observan los personajes de espaldas a la cámara lo mismo que nosotros, detrás de ellos. “Montrer moins, c’est donner plus à voir”, dijo Rousseau en el CCCB: mostrar menos es dar más a ver. Lo que habita en esa oscuridad es lo que suscita nuestra imaginación, nos vemos en realidad a nosotros mismos: la intimidad del individuo representada cuando la cámara se da la vuelta, apunta al interior y nos muestra la estancia solitaria, los objetos cotidianos, el hombre en ropa interior frente a un espejo. Temas, éstos sí, que pueblan la pintura figurativa de la segunda mitad del siglo XIX. El cine de Rousseau pasa constantemente de los paisajes y los vestigios monumentales a la vida íntima; de los motivos de la pintura renacentista, barroca o dieciochesca, a los del impresionismo y postimpresionismo. De la Venecia de Canaletto a la habitación de Vicent van Gogh.

El ciclo “La luz reflejada a través de las cosas” ha repasado la obra en Super-8 de Rousseau en diversas proyecciones en la filmoteca, el CCCB y el cine Zumzeig que han establecido además un diálogo entre sus obras y otras de Robert Beavers y Michael Snow; y, como adelantábamos más arriba, hemos podido escuchar en vivo al cineasta, presente en Barcelona durante los días de la retrospectiva. Rousseau es un generoso divulgador que comparte de buen grado con el público sus reflexiones sobre la naturaleza de lo que filma y sobre las implicaciones de los materiales que maneja. Y el formato Super-8 marca irremediablemente la hechura y la estructura de los filmes exhibidos, compuestos de tomas que en general ocupan los dos minutos y medio de una bobina. Tomas, además, desprovistas de sonido, que es añadido posteriormente por Rousseau y que está sembrado tanto de sincronías con lo visible como de décalages. El sonido “toca la imagen”, según su propia expresión; provoca un roce a partir del cual se generan los sentidos, las evocaciones, las ficciones. No hacemos ni vemos películas porque estemos colmados de ficciones sino, al contrario, porque vamos a su encuentro, a resolver una ausencia a través de lo que se genera en el roce entre los sonidos y las tomas, lo mismo que en el roce entre las diferentes bobinas. O en la sugerente aparición de una figura humana que penetra el cuadro por un costado y se echa a correr por el Circo Máximo de Roma, hacia el interior del plano, escena que vemos en dos ocasiones -de día y de noche- en Les Antiquités de Rome. No sólo emerge ahí una ficción sino incluso la noción de puesta en escena, esto es, la idea de la disposición de los elementos ante la cámara, lo que aparece y lo que no, la gestión del tiempo, la duración de los gestos. Ver el cine de Rousseau es experimentar ante nuestros ojos el origen del cinematógrafo, permanentemente redescubierto.

El cine como monumento

Una idea recorre todo el cine que asociamos a las diferentes oleadas de la modernidad, y es la idea de la ausencia. No creo que se trate de una evolución sino más bien de algo que siempre ha acompañado a nuestra experiencia frente al cinematógrafo: pasar de la fascinación por su capacidad de registrar el mundo en imágenes y de devolvernos al tiempo perdido, encapsulado para siempre en el marco cinematográfico, a la sospecha de que también hay cosas que no vemos, imágenes ausentes, un pasado nunca recobrado. El peso simbólico que tiene, en ese sentido, el hecho de no tener imágenes que logren plasmar lo que supuso el Holocausto… SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/sobre-el-cine-despues-de-auschwitz-de-jaime-pena/

‘Malmkrog’ – El Anticristo, probablemente

¿En qué época transcurre Malmkrog, el último largometraje de Cristi Puiu? En principio, deberíamos situar la acción en la Rusia de finales del siglo XIX, cuando Vladimir Soloviev escribió Los tres diálogos y el relato del Anticristo, la obra en la que se basa el cineasta rumano para filmar una extensa conversación sobre política y religión entre cinco miembros de la alta sociedad en un palacete rodeado de un paisaje nevado y neblinoso. Soloviev fue un filósofo y teólogo ruso, contemporáneo de Fiódor Dostoyevski y Lev Tolstoi… SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/malmkrog/