El musical y la nada

Comentando el último festival de cine de autor de Barcelona, ya advertimos, a propósito del Fogo-fátuo de João Pedro Rodrigues, que algunas películas parecen indicarnos que todo ha saltado ya por los aires. Si el largometraje del cineasta portugués era una experiencia libérrima que maridaba la comedia absurda, el neomusical y la simple y pura fiesta de los cuerpos, el Don Juan de Serge Bozon parte de un mito harto conocido para edificar un inesperado monumento al vacío. Porque el tema donjuanesco es en definitiva una excusa para hablarnos de la melancolía de un hombre que no sólo ha perdido a la mujer amada sino también la noción cabal de su presencia: Julie, la protagonista, es una y todas las mujeres, una apariencia mutante y esquiva, cercana y ausente, amante y vengativa, un cuerpo tangible y a la vez un espectro evanescente.

Él, Laurent, trabaja a trancas y barrancas como actor en una puesta en escena de la obra de Molière, Dom Juan ou le festin de pierre. Una representación que no acaba de funcionar en los ensayos, que se confunde con la vida real hasta el punto de que la propia Julie termina encarnando a la protagonista, que parece imposible de concretar; es decir, una adaptación sin sentido como la Odisea de Le Mépris o el Ulises de Je rentre à la maison (Godard y Oliveira, por cierto, abordando el mito recogido por Homero y la parodia de ese mismo poema épico a manos de Joyce).

Bozon no filma una actualización del tema de Don Juan sino más bien su imposibilidad, su reducción a un conjunto de encuentros y desencuentros que a la vez parecen urdir una trama y negarla indefectiblemente. Y un Don Juan que, en su constante ajetreo, en su lucha consigo mismo por hallar su forma y su camino, coquetea incluso con el Don Giovanni de Mozart: Laurent busca indeciso su propia melodía en el prólogo del film y luego canta, se deja llevar cuando le vence el desasosiego e interpreta temas que, más que operísticos, parecen extraídos de un musical de Jacques Demy. Es decir: como el Fogo-fátuo de Rodrigues, el Don Juan de Bozon adopta por momentos la forma de un film musical sin llegar a serlo en sentido estricto, como buscando, en mitad de sus idas y venidas, el tipo de abstracción que aportan el canto y la danza al lenguaje del cine.

Don Juan es, pues, la inconcreción de un relato, de una puesta en escena y, por supuesto, de una historia de amor que se afirma y se anula simultáneamente en cada secuencia. Esa pasión triste y angustiada es quizás el sentido profundo del film, lo más hondo que nos dice acerca del cine de hoy, que observa con melancolía el legado acumulado a sus espaldas pero a la vez proclama con fuerza su vitalidad, su infinitud. Hay un desespero y una pasión análogas en el Monsieur Oscar de Holy Motors, que se entrega a apartes musicales como Laurent, que cambia de apariencia con la misma recurrencia que Julie y que, sobre todo, persiste en seguir encarnando ficciones por «la belleza del gesto», a pesar de la aparente inutilidad de todo.

Comentábamos hace poco que todos esos blockbusters hollywoodienses sobre el tema del multiverso nos hacen sentir la muerte del cine, una relación definitivamente fúnebre con la memoria cinéfila, mientras que cineastas tan dispares como Wes Anderson, Miguel Gomes o Mariano Llinás parecían darle la vuelta a esa idea y celebrar la frondosidad de un arte inagotable. Bozon, que no por casualidad ha dedicado sus dos últimos largometrajes a temas míticos de arraigada tradición, estaría del lado de los segundos pero desde una posición mucho menos, digamos, luminosa. Don Juan nos hace sentir, como Fogo-fátuo, que todo ha saltado efectivamente por los aires, y comparte con Holy Motors y con Annette, dos realizaciones capitales de Léos Carax, una extraña energía que surge de la desesperanza, de la idea de que sólo nos queda la belleza del gesto, la pasión de filmar sin rumbo, la radicalidad que supone echarnos a cantar y bailar sin más (algo que también pasa, por cierto, en una significativa secuencia de El gran movimiento, de Kiro Russo). Y ahí, donde las películas parecen rebelarse contra sí mismas, cuando ya no nos cuentan nada ni van sobre nada en concreto, ahí es donde paradójicamente parece que estén pasando hoy las cosas más excitantes.

D’A 2023 – Punto Omega

Leemos en internet varias descripciones del punto omega —concepto acuñado por el pensador jesuita Pierre Teilhard de Chardin— como, digamos, un extremo abstracto y místico de la conciencia. Para este cronista, Punto Omega (2010) es la novela de Don DeLillo que, en sus primeras páginas, relaciona ese concepto con 24 Hour Psycho, la videoinstalación de 1993 del artista Douglas Gordon en la que Psicosis (Psycho, 1960) era proyectada al ralentí hasta tener una duración de 24 horas en lugar de los 109 minutos originales. La idea vendría a ser grosso modo que, al observar esa manipulación del film de Alfred Hitchcock, podemos alcanzar una suerte de punto omega de la experiencia como espectadores. Esa podría ser también una definición de lo experimental en el cine; o quizás de todo el cine de autor, en un sentido mucho más amplio, a juzgar por lo que hemos visto en la decimotercera edición del D’A, el festival de cine de autor de Barcelona, que ha tenido lugar entre el 23 de marzo y el 2 de abril. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/da-2023/