Lo siniestro entre nosotros

En el cine de Claire Denis, me impresiona el manejo del primerísimo primer plano, siempre tan expresivo y pertinente. Cuando la cámara nos acerca a los rostros, a la piel, a los cuerpos contorsionándose, en realidad nos lleva al encuentro de algo más: percibimos una ambigüedad inefable que sólo podemos ver a esa corta distancia, la manifestación del Unheimlich que nos invita a preguntarnos por la naturaleza profunda de la imagen. La piel en el cine de Denis está tan poblada de matices y de misterio como la nueva carne de David Cronenberg, persistentemente renovada.

En Avec amour et acharnement, además de los primerísimos primeros planos, hay otros recursos que cubren de enigma las imágenes a lo largo del metraje: un movimiento sumamente inquieto de la cámara, que parece compartir la agitación de los personajes, y los constantes claroscuros, una iluminación -a cargo de Éric Gautier- que a menudo deja los rostros de los protagonistas total o parcialmente en sombra. Al fin y al cabo, de eso va la película: de sospechas incurables, muchas bien fundamentadas a decir verdad, entre un hombre y una mujer enamorados. El film nos muestra escenas de su vida cotidiana y nos habla, de hecho, de la presencia de una inquietud que tal vez sobrevuele la existencia de cualquier pareja en algún momento. ¿En qué piensa el otro, qué dice cuando habla con los demás, qué oculta la parte de su vida que no vemos? ¿Es lo que intuimos -o tememos- un indicio de algo real o es sólo un fantasma?

Esa incerteza hace que el thriller pueda emerger en cualquier momento. La vida común y corriente de dos parisinos ya en la cincuentena puede ser la antesala de un film noir a lo Truffaut o Chabrol; además, la presencia de Bulle Ogier en un papel secundario establece un cálido y sutil vínculo entre Avec amour et acharnement y todo el cine francés de autor que sucedió a la Nouvelle Vague. Por otra parte, la película guarda una exótica concomitancia con Tiro en la cabeza (Jaime Rosales), el más oblicuo de los thrillers, donde una sucesión de escenas cotidianas se rompía de golpe por un contacto visual, un encuentro fortuito del que tenemos noticia gracias a un ojo que se abre sorprendido, aparentemente aterrado, al reconocer a alguien fuera de campo. Esa situación se reproduce tal cual en el último largometraje de Denis.

Avec amour et acharnement es eso y también es mucho más. El film nos conduce inesperadamente a temas, tonos y situaciones propias del melodrama, y también a la consumación de uno de los motivos más fructíferos del cine de la modernidad, que no es otro que la gran bronca de una pareja. Hay una historia secreta del cine moderno que va de las reyertas extenuantes de Faces (John Cassavetes) a la formidable discusión de Jesse y Céline en Before Midnight (Richard Linklater), de las tensiones insoportables entre los amantes de New York, New York o Raging Bull (Martin Scorsese) a la violencia que estalla entre los recién divorciados de la Marriage Story (Noah Baumbach), de la ruidosa agresividad de las parejas de Nous ne vieillirons pas ensemble (Maurice Pialat) o Scener ur ett äktenskap (Ingmar Bergman) al cortante mal rollo de los personajes de Marti, dupã Crãciun (Radu Muntean) y muchos otros títulos del nuevo cine rumano de los últimos diez años.

Pero no estamos tampoco ante un melodrama, ni clásico ni moderno. Avec amour et acharnement pertenece estrictamente al inclasificable y atrayente terreno del cine de Denis, un territorio en el que un misterio intimísimo lo recorre todo desde siempre. Hemos hablado de los PPP, de una cámara inquieta y de los claroscuros constantes, pero no hemos mencionado aún un motivo escénico de suma importancia a lo largo de la película. Cada vez que Jean (Vincent Lindon) mantiene una conversación telefónica al margen de su pareja Sara (Juliette Binoche), lo hace en el balcón de su apartamento, parapetado por una puerta corredera de vidrio que permite a Sara ver que su hombre está hablando pero no le deja oír lo que dice. Luego, cuando le pregunta directamente por la conversación, todo son evasivas, informaciones a medias, y Jean elude la mirada directa a la vez que balbucea como un niño pillado en falta. Por ésos y por otros momentos, ese vidrio que deja percibir sólo a medias lo que ocurre al otro lado juega un papel esencial en el film. Y se erige en un elemento poderosamente simbólico que nos brinda una imagen nítida del significado de la película y, de hecho, de todo el cine de Denis. Porque la realizadora de Les Salauds siempre ha creado imágenes en las que sentimos algo más de lo que vemos, ese Unheimlich que todo lo recorre. De hecho, la cámara de Denis parece indagar a los seres y los espacios más para sentir que para comprender. Y sus imágenes nos dejan la sospecha de que sólo percibimos parcialmente, de que debemos reconstruir con la imaginación cosas meramente latentes, algo más de lo que hay ante nuestros ojos. Denis parece muy consciente de que el cine es tanto lo que está en la pantalla como lo que se genera en la mente del espectador, sensaciones e intuiciones que a menudo van más allá de lo verbalizable.

L’humain d’abord

Mireia Iniesta, Lucas Santos

Al pensar en Titane, de Julia Ducournau, resulta difícil no invocar al maestro David Cronenberg, de quien parece evidente que se ha nutrido la directora francesa. Sin embargo, en algún punto de su carrera, todo discípulo y toda discípula acaba matando al padre. Como parece ser el caso. De sobras conoce la audiencia la pasión de Cronenberg por los motores, plenamente manifiesta en títulos como Fast company, Crash o Cosmopolis. La parafilia de los personajes de Crash, unida al coito en el interior de la limusina en la que se desarrolla Cosmopolis, se convierte en la pulsión sexual natural de la protagonista de Titane, sumergida en la nueva carne desde la infancia, después de que le inserten una placa de titanio en la cabeza tras sufrir un accidente de tráfico. El encuentro sexual de nuestra asesina con uno de los coches que forman parte del peep show en el que trabaja cada noche tiene como consecuencia un embarazo híbrido. A partir de ese momento, la maternidad adquiere un relieve fundamental en el devenir de los hechos.

En 1984, Donna Haraway escribió el Manifiesto Cyborg. Su texto planteaba la idea de que un cíborg es un organismo cibernético, un auténtico híbrido de máquina y organismo, en definitiva, una criatura compuesta de realidad social y también de ficción. Y defendía un feminismo socialista y posmoderno, no esencialista y dentro de la tradición utópica de imaginar un mundo sin géneros, sin génesis y, quizás, sin fin. Alexia, la protagonista de la película, se transforma en Adrien para ocultar su embarazo. El feminismo se pone al servicio del séptimo arte para contribuir a su transformación: el género fluido y no esencialista del personaje parece encerrar un discurso cinematográfico que apela a un tipo de cine que, además de ser queer, se niega a ser esencialista en sus planteamientos, por más que cuente con un guion al uso y una forma clásica de rodar.

Además, la naturaleza híbrida o metamorfoseante de Alexia y de la criatura que gesta en su interior parece ser también la de la propia película: Titane empieza como un thriller gore sobre una psychokiller que pierde el control y evoluciona hacia el relato de la más extravagante de las recomposiciones familiares. Y todo ello emparenta el film de Ducournau -algo que, por cierto, ya se intuía en su primer largometraje, Grave– con los rasgos de un cierto cine fantástico de autor francófono, extraño e imaginativo, que venimos viendo de un tiempo a esta parte. Películas en las que, precisamente, asistimos a diversos tipos de metamorfosis: el protagonista de Teddy (Ludovic y Zoran Boukherma) se convierte en un hombre lobo adolescente en la Francia de provincias; los jóvenes hechizados de Les Garçons sauvages (Bertrand Mandico) cambian de género y se transforman en mujeres; y nadie experimenta más metamorfosis consecutivas que el Monsieur Oscar de Holy Motors (Léos Carax), película cuyo epílogo, protagonizado por limusinas parlantes, parece prefigurar la fusión entre coche y ser humano de Titane.

Ducournau, además, sigue en Titane la senda de Marina de Van, directora que ya había incursionado en el fantástico y en la nueva carne, y un título como Dans ma peau se nos antoja un antecedente plausible del film que nos ocupa. Pero Titane contiene también otro guiño al cine francés actual: la presencia de Bertrand Bonello como actor en un papel breve pero sustancioso. Precisamente Bonello, un realizador que ha conjugado las reminiscencias de ese tronco central del cine de autor francés que deriva de la Nouvelle Vague con los acentos de la serie B, el fantástico, el cine de los años setenta… Y que ha dedicado su último largometraje, Zombi Child, a una de las metamorfosis por antonomasia del género fantástico, es decir, la transfiguración en zombi. Aunque no lo parezca a primera vista, títulos como Tiresia, L’Apollonide o Nocturama han acompañado a la emergencia de ese nuevo cine de autor fantástico, queer y colorista que tal vez haya encontrado en Titane su buque insignia, aunque sólo sea por el hecho de haber alcanzado la más alta distinción en el más reputado de los festivales.

Y, tal vez, la relevancia de Titane tenga también otra faceta. Porque nunca el género fantástico está desligado de la realidad, siempre se entrevé algo más terrenal, algo en relación con el estado de las cosas a nuestro alrededor. Probablemente la película de Ducournau contenga una esperanzadora reflexión entre líneas sobre la condición humana. El bombero encarnado por Vincent Lindon, encorsetado en un tipo de masculinidad tóxica, y el personaje de Alexia, una asesina en serie a punto de dar a luz, se encuentran en un mundo individualista y excluyente; y establecen un vínculo inesperado que acabará siendo de por vida a través del nacimiento de una criatura híbrida. De este modo, Titane parece querer transmitirnos en su mensaje final: l’humain d’abord.