Sobre destellos y reminiscencias en el cine nuestro de cada día

No sólo de grandes obras vive el cinéfilo. Hay que prestar atención al Hollywood nuestro de cada día, a esas películas que no van a ocupar un lugar destacado en nuestra cartografía del cine pero forman parte del paisaje. Mothers’ Instinct (Benoît Delhomme) guarda cierto interés durante parte del metraje por cuanto mantiene una cierta ambigüedad entre Douglas Sirk y Alfred Hitchcock, es decir, entre las derivaciones del melodrama clásico y del thriller de suspense. Dos íntimas amigas, vecinas de un barrio residencial estadounidense a principios de los años sesenta, se distancian cuando una de ellas pierde a su hijo en un accidente doméstico y ambas se atormentan pensando que ha habido algún tipo de negligencia propia o ajena. La complejidad psicológica y los vaivenes sentimentales nos sitúan ante algo cercano al melodrama; pero lo que resulta más excitante es acompañar las sospechas de la protagonista sobre el grado de malevolencia o de insania de la otra. Ahí, cuando el suspense se apodera de las imágenes, cuando la película nos invita a leer la mente de los personajes y tratar de prever los acontecimientos, Mothers’ Instinct tiene algo remotamente hitchcockiano. Este primer largometraje de Delhomme resulta a la postre demasiado irregular pero demuestra que la tradición hollywoodiense más noble se entrevé a veces por las rendijas de filmes más bien convencionales y banales.

Algo parecido pasa en Memory (Michel Franco), en la que una madre de mediana edad traba contacto con un hombre amnésico al que reconoce como uno de los cómplices de las violaciones grupales que sufrió durante la pubertad. El recuerdo de la protagonista es puesto en entredicho más adelante; en paralelo, las lagunas en la memoria del tipo proyectan también una sombra de sospecha, pues no está claro hasta qué punto obedecen a su enfermedad o a un fingimiento oportunista. Memory tiene en su primer tramo el tempo de las películas aburridas: parece que las secuencias carezcan de gradación, que la narración sea intencionadamente plana… Pero, a partir del primer diálogo a solas entre los protagonistas, el film gana consistencia y algunas secuencias con cierta mordiente salpimientan el metraje. Y la cuestión es que Memory resulta más atractiva cuando Franco nos invita a preguntarnos por las motivaciones y los sentimientos de los personajes y, como en Mothers’ Instinct, tratar de deducir cosas y leer los pensamientos de los personajes a partir de los pequeños detalles de la puesta en escena. En definitiva, uno disfruta más el cine -americano, narrativo, clásico, convencional…- mientras queda margen para la incerteza. En cambio, cuando las películas se encaminan hacia un discurso cerrado y una ética reconfortante, se prodigan los lugares comunes y el resultado es tan previsible como mortecino.

Hemos omitido hasta ahora que la protagonista de ambos filmes es Jessica Chastain. Tanto en Mothers’ Instinct como en Memory, Chastain debe asumir el rol de una mujer corroída por la sospecha y la desconfianza, obsesionada además con la seguridad de su progenie. En la película de Delhomme, le desestabilizan hasta el desquiciamiento los acercamientos de su hijo a la vecina trastornada por el duelo, cuyo comportamiento parece revelar un soterrado deseo de venganza. En la de Franco, va ganando confianza en el hombre amnésico a la vez que aumenta la preocupación por que su hija adolescente no pase los mismos trances que pasó ella. Chastain puede ser a veces una intérprete interesantísima y, en los mejores tramos de Mother’s Instinct y Memory, encarna en cierto sentido la figura de la heroína hitchcockiana que tiene que lidiar con atosigantes sospechas y amenazas, ya sea la Joan Fontaine de Rebecca o la Ingrid Bergman de Notorious. Me gusta pensar que, si Hitchcock hubiera sido cineasta en nuestro tiempo o si Chastain hubiera actuado frente a las cámaras en los años cuarenta o cincuenta, habrían trabajado juntos. Y compruebo con agrado que determinados gestos y tonos de Chastain, en sus momentos más inspirados, responden a un rico sentido cinematográfico que no sólo es patrimonio de Hitchcock sino del Hollywood de los golden years en conjunto.

Propios y extraños en un tren

Mark Cousins nos interpela en nombre del mismísimo Alfred Hitchcock en su último largometraje, cuyo título no deja lugar a dudas: My Name Is Alfred Hitchcock es una disección típicamente cousinsiana de la puesta en escena del realizador de Vertigo o, mejor dicho, de la filosofía que reside detrás de los aspectos técnicos y creativos del trabajo hitchcockiano. El teórico y cineasta irlandés nos muestra, con su proverbial apasionamiento, cómo una posición extrañamente elevada de la cámara, un travelling a través del marco de una puerta o un simple salto de un plano a otro operan con precisión y delicadeza a favor del engranaje del suspense, del sentido del juego o del ardiente deseo que recorre los gestos y las miradas del cine de Hitchcock.

Pero, insisto, Cousins lo hace jugando él mismo con nosotros, los espectadores, al usar una voz idéntica o casi idéntica a la del viejo Hitch que nos habla en off y en primera persona. En la era de la inteligencia artificial y de la posverdad, el chiste de Cousins consiste en suplantar al cineasta y elaborar un discurso propio como si emanara directamente de Hitchcock; pero lo hace, bien entendu, con nuestra complicidad. En cierto sentido, My Name Is Alfred Hitchcock nos demuestra que los mecanismos del cine hitchcockiano tienen un perfecto encaje o, mejor dicho, siguen atesorando un gran valor en mitad del gran tinglado digital en el que andamos inmersos. Que todo, en definitiva, es una cuestión de buen gusto y de honestidad, valores siempre necesarios para ponderar el acierto o desacierto de la puesta en escena.

Y, después del ver el film de Cousins, uno se encuentra ante un blockbuster aparentemente banal como Mission: Impossible – Dead Reckoning Part One (Christopher McQuarrie) y resulta que, a pesar de la aparatosidad del film, del nulo estilo que transmiten sus imágenes y del aún más rutinario trabajo de todos los comediantes de la función, esta nueva edición de la saga guarda un notable interés por ser, salvando grandes distancias, íntimamente hitchcockiana. Por supuesto, por el evidente MacGuffin, que parece citar explícitamente al de Notorious. Pero también por la gestión del suspense y de la acción, mucho más atenta a la inteligibilidad de los movimientos y a la complicidad con el espectador de lo que es habitual en los blockbusters de nuestra era digital. Si a esto sumamos que el film juega con la potencialidad y las reminiscencias de sus escenarios -las ciudades de Roma y de Venecia, los pasillos de un aeropuerto y los vagones de un viejo tren que atraviesa un paisaje alpino-, no es descabellado elucubrar que Mission: Impossible – Dead Reckoning Part One es una pálida pero apreciable revisión en nuestros días de lo que supuso, pongamos, North by Northwest como ambicioso y sofisticado film de espionaje.

Lo curioso es que la película de McQuarrie también nos habla de la era de la sospecha en la que nos sumerge el avance tecnológico actual, hasta el punto de que el villano es un ente digital capaz de suplantar personalidades e infiltrarse en las entrañas de cualquier Estado o entidad financiera. Las capacidades de tan etéreo enemigo acaban propiciando diálogos en los que los propios personajes se cuestionan las posibles derivas y añagazas de la trama; concretamente, hay un encuentro harto estimulante entre todos los protagonistas en el Palacio Ducal de Venecia en el que, además de intercambiar sospechas y amenazas, comentan la jugada como si nos encontráramos de repente en uno de los diálogos de The Trouble with Harry.

Por supuesto, no todo es tan atractivo: justamente ese diálogo viene precedido por la recreación de una fiesta nocturna raruna que parece diseñada por un paupérrimo imitador de Fellini, los momentos presuntamente dramáticos del film o los primeros planos intensitos de su estrella principal son más bien risibles… Pero, en conjunto, Mission: Impossible – Dead Reckoning Part One supone una grata sorpresa por desprender, a pesar de todo, un cierto sentido clásico de la aventura. Incluso el desenlace parece emular el díptico piratesco de Tintín –Le Secret de La Licorne y Le Trésor de Rackham le Rouge– al prometernos, en la segunda parte de la película que se estrenará el año que viene, la búsqueda de un tesoro en un bajel hundido en las profundidades del océano.

Coda: por comparación, las pretensiones retro de la quinta edición de las aventuras de Indiana Jones, un film demasiado plomizo, fatuo y escatológico, se nos antojan un rotundo fracaso. Y, a pesar de su excesivo metraje, la nueva Mission: Impossible tiene un ritmo cadencioso y excitante que contrasta con el extraño efecto que provoca un film mucho, pero que mucho más ambicioso como es Oppenheimer, lo último de Christopher Nolan. De hecho, Nolan parece haber perpetrado un chiste involuntario al brindarnos un largometraje cuántico sobre el padre de la bomba atómica, es decir, una película que es varias cosas contradictorias a la vez. Oppenheimer es un film enteramente hablado, como si quisiera situarse por sorpresa en el terreno de esos densos thrillers verbosos tipo All the President’s Men (Alan J. Pakula) o JFK (Oliver Stone) y negar su condición de gran espectáculo visual; pero, a la vez, causa cierto sonrojo al intentar ocultar su hechura de biopic convencional, muy convencional, mediante esa narración típicamente nolaniana que consiste en intercalar constantes analepsis y prolepsis, intentando impostar así un efecto de complejidad. Oppenheimer, en fin, atesora ciertos valores pero nos hace sentir bastante lejos de un cierto noble sentido de la puesta en escena del cual Hitchcock es con justicia uno de los máximos exponentes, mientras que otros títulos surgidos igualmente del Hollywood más oficial, industrial e institucional nos muestran que la pervivencia del cine y de su lenguaje no es en absoluto una misión imposible.

La densidad de la ausencia

Primero, dejé de pensar que La escopeta nacional (1978) nos hablaba de la transición porque me di cuenta de que nos explicaba España por entero, una mediocridad sainetesca que nos ha acompañado antes, durante y después de los años en los que se cimentó el actual régimen político. Pero luego cambié de opinión de nuevo porque me di cuenta de que la película de Luis García Berlanga no describía el funcionamiento de un país sino del mundo en general. Tan ingenuo es pensar que se urden planes metódicos y racionales desde las altas instancias como querer ver taimadas conspiraciones detrás de todo: el sistema es mucho más simple y cutre de lo que quisiéramos imaginar y todo se pergeña en innumerables conciliábulos en los que se intercambian informaciones, favores y puñaladas traperas, como en las jornadas de caza de La escopeta nacional. Al fin y al cabo, lo que hizo de veras diferente a un gobernante como Donald Trump fue mostrarnos con más transparencia que nunca esa informalidad cochambrosa y esa desfachatez altiva con la que se conducen los poderosos de nuestro tiempo, o tal vez los de todos los tiempos.

En cierto sentido, Azor (Andreas Fontana) viene a ser una versión argentina y siniestra de La escopeta nacional. Se compone casi íntegramente de conversaciones turbias filmadas en planos cortos o medios de bustos que se aproximan entre sí para intercambiar confidencias, formando y dispersando a cada momento conjuntos casi escultóricos de negociantes melifluos y farisaicos. La cámara parece comportarse como si fuera un contertulio más que se acerca a un corrillo o se cuela en una reunión; y nos hace así copartícipes de los tejemanejes de empresarios, ministros, generales y sacerdotes implicados en una constante representación, pues algunas cosas se hablan con una franqueza apabullante pero, a la vez, reina la más estricta y generalizada desconfianza.

Estamos en la Argentina de la junta militar, en algún momento entre el mundial de fútbol de 1978 y la guerra de las Malvinas. El protagonista es Yvan de Wiel, el representante de un banco suizo que, acompañado de su esposa, visita Buenos Aires para indagar y retomar los negocios de su predecesor, desaparecido en extrañas circunstancias. Evocamos una vez más en la figura de Kurtz, el poderoso que se extravía enloquecido en la profundidad de la selva tanto en El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad) como en Apocalypse Now (Francis F. Coppola), un texto y una adaptación cuyas reverberaciones se hacen significativamente recurrentes en el cine de nuestro tiempo. De Wiel, de hecho, sólo se alejará de los despachos, cócteles, palcos y demás reuniones de alto copete en una ocasión en todo el metraje y será para adentrarse en una selva nocturna, río adentro, como la expedición de Willard a través de una guerra de Vietnam cada vez más irreal.

Lo que el protagonista de Azor encuentra al final de su trayecto -y viene ahora, advierto, el más escandaloso de los spoilers– no es la figura demente de Kurtz sino lo mismo con lo que daba el responsable de recursos humanos que protagonizaba La Question humaine (Nicolas Klotz): el registro metódico de una industria del exterminio, el balance de sus pingües beneficios, la organización de un negocio sustentado sobre el asesinato y expolio de los enemigos del sistema. Y De Wiel, por supuesto, llegará complacido a un sustancioso acuerdo para vehicular esa fortuna, una feliz operación de venta, blanqueo, depósito y reparto de comisiones. Es, para los beneficiarios de la dictadura y para la entidad financiera, lo que en el mundo de los negocios se conoce como un win win, una ventajosa asociación en la que todas las partes salen beneficiadas.

Si vemos Azor como un film sobre los tejemanejes de la dictadura argentina, se convierte en el contraplano perfecto de La larga noche de Francisco Sanctis (Andrea Testa, Francisco Márquez), un título que transmitía una inquietud pareja y donde compartíamos el temor y la paranoia de un civil implicado involuntariamente en la oposición a la dictadura, a pie de calle. Pero Azor es también una película sobre la perpetuación del poder corrupto en nuestro mundo, sea cual sea la época o el lugar. Los cenáculos en los que se mueve el protagonista son la continuación de los que vemos en Notorious (Alfred Hitchcock) o de los encuentros en ese despacho que domina todo el casino de Gilda (Charles Vidor), en los que los nazis ya no llevan uniforme sino traje y corbata. Discretamente, el fascismo y los negocios siguen con lo suyo, esto es, manejando de la mano sus intereses en oscuras conversaciones, incidiendo en la política y la economía para perpetuar su posición. Y son también, en el fondo, los mismos cenáculos en los que se cuece la política de América Latina entera en La cordillera (Santiago Mitre), en la que una cumbre de jefes de Estado en los Andes acaba resultando igual de corrupta y venenosa que las entrevistas bonaerenses de De Wiel.

Así, Azor se nos revela ante todo como un oblicuo film de espionaje, o la más dialogada de las películas de aventuras si se prefiere; un objeto extraño en el cine de hoy que, sin estridencias, se nutre de un rico humus temático. Cómo no pensar en el tercer episodio de La flor, el que compone un relato alambicado, vasto y lleno de ramificaciones ambientado en plena Guerra Fría. Mariano Llinás, precisamente, es coguionista de Azor y tiene una breve aparición en la poderosa secuencia que transcurre en el Club de Armas, un lugar que apela tanto a nuestra noción de la realidad -existen lugares así, lo sabemos aunque nunca los hayamos pisado- como al imaginario que hemos heredado de la literatura y el cine.

En La mujer sin cabeza (o La mujer rubia), de Lucrecia Martel, seguíamos a una mujer aturdida, aparentemente amnésica, filmada en primer plano a través de encuentros y diálogos que escapaban a su comprensión. De Wiel no se encuentra en la inopia como la heroína marteliana pero a ratos parece transmitir una circunspección pareja mientras trata de entender qué se traen entre manos los tipos que le rodean y calibra con suma cautela lo que debe decir y lo que debe callar. El cine argentino parece hallar un cierto punto de encuentro con lo hitchcockiano, esto es, con el suspense que genera compartir la incertidumbre y el proceso de adivinación de los personajes. Y sentir con ellos esa amenaza que emerge desde los márgenes del plano, traída por los personajes que entran y salen del cuadro pronunciando artificiales expresiones de camaradería. El mal que presentimos entre líneas es tan denso como la presencia latente de lo que no podemos ver, es decir, miles de personas represaliadas en secreto que sólo son representadas, en un sucinto flashback, por la imagen de la hija desaparecida -Agustina Muñoz, por cierto, una de las actrices habituales en la troupe de Matías Piñeiro- de un burgués que se codea con los círculos de poder pero ha tenido la mala fortuna de tener a una disidente en la familia. Tal vez la historia del cine después de Auschwicz sea el relato de esa inquietud generada por la noción de lo que está ahí pero no vemos, y quizás el sentido último y más profundo del suspense sea esa presencia invisible, un sutil aliento que sentimos ahora en cierto cine argentino de autor.