Sitges 2022 – De la vida después del apocalipsis

Sitges es un oasis en más de un sentido. Por ser una agradable localidad costera a unos kilómetros del bullicio de Barcelona, sí, pero también porque el Festival Internacional de Cine Fantástico, cuya 55ª edición ha tenido lugar entre el 6 y el 16 de octubre, parece desarrollarse al margen de los avatares del mundo de hoy: mientras Occidente tontea con la posibilidad de una guerra apocalíptica y el cinematógrafo afronta su enésima encrucijada existencial, el cine fantástico que hemos visto en el certamen se interroga sobre su propia identidad hurgando en sus raíces y buscando formas de remodelación y perpetuación, como si el fin del mundo no fuera con todos nosotros, hacedores, espectadores y comentadores de películas. Así pues, el festival de Sitges de este año I D.G. (después de Godard) ha sido, según como se mire, como una obra colectiva interpretada por los músicos ilusos del Titanic o como el diario de una banda de robinsones que, después del naufragio, están sembrando la tierra de una nueva isla con las semillas que traíamos en el zurrón de la tradición del género fantástico. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/sitges-2022/

Hay que decir hijo de puta

Porque no sólo de obras maestras se alimenta el cinéfilo, me atraen películas imperfectas como La Prière, de Cédric Kahn, que, aun con sus flaquezas, representa un logro muy apreciable dentro de sus modestas ambiciones. Y es un logro porque pertenece al selecto club de películas que se meten de buena gana en un terreno moralmente pantanoso y se mantienen en una precisa zona de ambigüedad en la que los personajes y las situaciones no son juzgados por la mirada del cineasta, dirigiendo cínicamente el discurso, la visión del espectador. Por así decirlo, Kahn evita ser director y prefiere ser “ponedor en escena”, por hacer una traducción macarrónica de la expresión francesa metteur en scène.

Thomas es un joven drogadicto que, tras sufrir una sobredosis, ingresa voluntariamente en una granja en la que otros chicos con problemas análogos tratan de superarlos entregándose a una estrictísima vida comunitaria y a un severo adoctrinamiento católico; es decir, una vida de monje para abstraerse del mundo exterior y refugiarse en la fe y el trabajo manual. Si lo que vemos es una liberación personal o una condena -o ambas cosas según la fase del protagonista-, eso lo debe dirimir el espectador desde su butaca. Kahn no juzga con su cámara, al menos de una manera grosera y evidente; aunque tampoco evita reflejar el terrorífico sectarismo de esa pequeña comunidad, dirigida por un Álex Brendemühl de ambigua expresión piadosa y amadrinada por una monja de sonrisa en extremo inquietante que, en un portentoso acierto de casting, encarna Hanna Schygulla.

Como si estuviéramos en la distópica ciudad de Logan’s Run, los jóvenes ex adictos se convencen unos a otros de pertenecer a una congregación de afortunados que han visto la luz; creen haberse alejado del miedo y del vacío pero, en realidad, los abrazan con toda esa fuerza que caracteriza a la enfermiza religiosidad, esa manera de obsesionarse con el mal por la vía retorcida de fingir sin descanso que se ha superado. Ya bien avanzado el metraje, Thomas pilla a dos de sus compañeros, buenos discípulos en teoría, con una papelina de farlopa; todo es hipocresía en su caso, todo es una mendaz puesta en escena. Me viene a la memoria esa brillante burla de las lecciones morales que es Hay que decir hijo de puta, la canción de Joaquín Reyes en La hora chanante.

Y, una vez más, como viene pasando en multitud de películas de hoy, uno no puede más que ver un reflejo indirecto del clima moral que nos rodea, de la progresiva e ineluctable fascistización de Europa, que viene de la mano una nueva anulación del individuo: una sociedad en la que los desheredados se refugian en mentiras compartidas como el fundamentalismo religioso, las redes sociales, un renovado patrioterismo atroz (perdón por el pleonasmo) o una xenofobia cada vez más organizada y programática. Categorías que, huelga decirlo, no son excluyentes entre sí.

Pero, decíamos, el camino de Thomas es ambiguo y poco claro, es difícil dirimir si avanza hacia el engaño o hacia el conocimiento de sí mismo. Es decir, Kahn tiene la delicadeza de no subrayar un discurso unívoco al respecto. Hay incluso un conato de milagro sobre el que caben interpretaciones perfectamente contradictorias. Y así se mantiene el enfoque del film hasta su desenlace. Me gusta que Kahn nos muestre que las fábulas del cinematógrafo siempre nos conducen fatalmente hacia una misma historia: boy meets girl. No hay un mito más provechoso en la pantalla cinematográfica porque tiene mucho que ver con lo que el cine nos ha enseñado en el contexto de nuestro humus cultural. A Thomas, no lo salva tanto Cristo como el amor, la figura imprescindible de la mujer amada. Y al final, en suma, triunfa el amor, la aceptación de la vida y nada más, por encima de los falsos profetas; por eso se puede considerar también que, en La Prière, finalmente triunfa también el cine tanto como triunfa la vida, el ser humano.