Los cuerpos y la tragedia

Entiendo por qué Martin Scorsese suscita un consenso tan amplio entre la cinefilia. Al ser un narrador tan sólido y delicado, el valor de su cine puede ser apreciado por espectadores más atentos a la anécdota lo mismo que por los más sensibles a la forma, por aficionados a las series de qualité o por puntillosos cahieristas, por amantes del Hollywood más altisonante o por seguidores del cine de auteur a la europea. Supongo que es una cualidad parecida a la de eso que llamamos cine clásico, a la vez accesible y rico en matices. Pero Killers of the Flower Moon, su último largometraje, es mucho más que una narración vigorosa y torrencial; lo mismo que la penúltima ficción de nuestro hombre, The Irishman, con la que conforma un caprichoso díptico. Se trata de dos films muy largos que narran la epopeya de una especie de Pijoaparte estadounidense, veterano de la Primera Guerra Mundial en ambos casos y metido a sicario por circunstancias azarosas. El asunto da pie a una narración dilatada y rica en momentos impactantes; pero, si nos fijamos bien, tanto Killers of the Flower Moon como The Irishman son principalmente films dialogados donde la palabra tiene mucho más peso que la acción. Pasan muchas cosas durante la película, sí, pero sobre todo se habla de muchas cosas.

Es relevante también fijarse en cómo se habla: con hipocresía, medias palabras y retintín, desde luego, pero también con un marcadísimo acento sureño. Hay una caricatura social en Killers of the Flower Moon digna de los hermanos Coen y acaso Scorsese nunca fue más cruel en la caracterización de los gañanes que pueblan sus imágenes; puede incluso que nunca haya sido más misántropo. Todo su cine en conjunto describe el fariseísmo de la épica capitalista estadounidense pero jamás, o quizás sólo en The Wolf of Wall Street, fue tan inmisericorde con la mediocridad moral e intelectual de todos esos emprendedores que han edificado el sueño americano a base de asesinatos, evasión de impuestos y triquiñuelas de toda índole.

Killers of the Flower Moon es lo más cercano a un western que ha filmado Scorsese, un conocedor privilegiado del cine americano que curiosamente nunca ha transitado el género en sentido estricto. Su tendencia ha sido más bien la recreación del cine negro, aunque sea a su manera. Pongamos que Goodfellas estableció el modelo de vasta crónica ambiental sobre la ascensión y caída de un pícaro en el mundo del hampa. Así son Casino, The Irishman y la que nos ocupa. Y algo parecido son The Wolf of Wall Street o Gangs of New York, que antecede cronológicamente a Killers of the Flower Moon y puede, en cierto sentido, considerarse el más extravagante de los westerns por transcurrir en la época de la conquista del Oeste, sí, pero en un entorno urbano y en el extremo oriental del país.

Todos esos títulos conducen a la depuración de las dos últimas realizaciones de Scorsese, que se nos antojan una celebración de la presencia de la figura humana en la pantalla. Esos cuerpos ricamente caracterizados que hablan y hablan representan la esencia misma del cine clásico americano, un arte poblado por tipos fascinantes en uno u otro sentido. Scorsese parece decirnos que, al final, lo esencial no es más que eso, la recreación de la aventura humana a través de figuras carismáticas, vistosas, seres excepcionales y ridículos a la vez. Y nos lleva, en Killers of the Flower Moon, a un instante y a un territorio significativos: estamos en Oklahoma a finales de los años diez y principios de los años veinte del siglo pasado, donde la conquista del Oeste vivía su episodio final con la expropiación del petróleo a los indígenas como fase superior de un prolongado genocidio, y cuando Hollywood era una joven industria de éxito y generadora de mitologías. En Fairfax (condado de Osage), un chusco funcionario público despacha a la protagonista con un cartel de The Birth of a Nation a sus espaldas y el Ku Klux Klan desfila a cara descubierta durante la celebración de las festividades locales. Ahí, en ese momento tan turbio, está el germen de todo, el nacimiento de una nación erigida sobre el crimen sistemático y el de un Hollywood esplendoroso cuyas fascinantes figuras acarrean secretamente el féretro del american dream sobre sus hombros. Y uno cree entrever incluso un profundo sentido de la tragedia, algo que conecta íntimamente a Scorsese con Sófocles y Shakespeare. He pensado, en fin, que Killers of the Flower Moon -que tiene, por cierto, algo compendioso por reunir a los dos comediantes más recurrentes en la filmografía de nuestro hombre, Robert De Niro y Lenardo DiCaprio- es quizás más irregular que The Irishman, pero no he dudado ni un segundo sobre la poderosa densidad que hace de Scorsese un cineasta de tan amplio reconocimiento.

Elogio de la fiebre

Cuando se comenta una película como Petrovy v grippe (Petrov’s Flu), el largometraje de Kirill Serebrennikov que adapta un texto de Aleksei Salnikov y que se puede ver estos días en el festival de cine Atlàntida, uno puede incurrir en un montón de tonterías acerca de la idiosincrasia del pueblo ruso, los avatares de su historia contemporánea o la complejidad de su sociedad actual, más aún durante estos días de guerra en Ucrania. La distancia -cultural, geográfica o del tipo que sea- nos despista a veces y nos hace aplicar lo que yo llamo una mirada antropológica, estúpidamente antropológica, que se fija demasiado en la anécdota y muy poco en lo que de verdad nos informa de algo, que no es otra cosa que la forma. Y si Petrovy v grippe tiene una hechura revoltosa y barroca, sobrecargada de travellings sinuosos y planos saturados de gente o de atrezo, amén de un ritmo extenuante a lo Trudno byt bogom (Qué difícil es ser un dios), otro desbordante largometraje ruso de Aleksei German, no es por motivos antropológicos sino porque Serebrennikov se sitúa en una región específica del cine que desborda tanto fronteras como dataciones.

Podríamos, lo reconozco, rememorar Dnevnik Glumova (El diario de Glumov), el maravilloso cortometraje que abrió la filmografía de Sergei M. Eisenstein en 1923, para encontrar en el seno del cine soviético el origen de un cierto estilo lunático que parece heredar Petrovy v grippe. Pero los desvaríos oníricos del film de Serebrennikov nos hacen pensar en otros títulos como Sanatorium pod Klepsydra (El sanatoria de la clepsidra), de Wojciech Has, Na srebrnym globie (Sobre el globo de plata), de Andrzej Zulawski, o Rece do góry (¡Arriba las manos!), de Jerzy Skolimowski, tres largometrajes polacos acometidos entre los años setenta y ochenta. ¿Hay que hablar, entonces, de una idiosincrasia común a toda Europa oriental y de las huellas de la experiencia compartida del socialismo real?

No, radicalmente no. Ese peculiar estilo no viene dado por unas determinadas condiciones -sociales, históricas, culturales… que cada uno elija una adjetivación rimbombante a su gusto- sino por situarse en esa región del cine a la que aludíamos, región que dista muchas millas del corazón simbólico del cinematógrafo. Es decir, que está lejos de Hollywood y de cierto querido cine francés o italiano, del cine narrativo de corte clásico de todos los días, ya sea de fina factura o puramente alimentico. Es un territorio vasto y complejo cuyos orígenes están tanto en la obra de Eisenstein como en el movimiento surrealista y sus reverberaciones, quizás dos expresiones cinematográficas muy diferentes pero extravagantes por igual respecto al arte de Griffith y Renoir. Es decir, Petrovy v grippe puede considerarse descendiente tanto de Dnevnik Glumova como de Un chien andalou o el cine de Jean Epstein, un noble linaje instalado a ambos lados del Atlántico que cruza luego la historia del cine -pienso en Maya Deren, en Kenneth Anger, en rarezas como Black Moon (Louis Malle) o La Cicatrice intérieure (Philippe Garrel)…- hasta nuestros días.

No obstante, los precedentes de Petrovy v grippe no son sólo filmes específicamente rarunos sino también poderosas ensoñaciones a medio camino entre lo lógico y lo ilógico, películas oníricas que circulan de una estancia a otra y de un tiempo a otro como Russkiy kovcheg (El arca rusa), de Aleksandr Sokurov, o como Lost Highway, de David Lynch, largometrajes que se extravían pero acaban describiendo un extraño círculo hasta volver a las dependencias exteriores del Hermitage bajo la nieve o a un misterioso mensaje –«Dick Laurent is dead»– transmitido por interfono; dos títulos capitales estrenados durante el tránsito entre los siglos XX y XXI y en los que diferentes realidades se entremezclan confusamente pero buscan, o tal vez sólo sugieren, un orden interno, un movimiento centrífugo. De la misma manera, los desvaríos griposos de Petrov y las alucinaciones asesinas de su esposa desplazan constantemente la película de Serebrennikov de acá para allá de manera caótica pero todo conduce a la evocación de un instante concreto que resulta ser el núcleo secreto del film, un episodio pasajero en la infancia del protagonista en el que las manos heladas de la reina de las nieves rompieron la barrera entre lo real y lo fantasioso. Manos frías que operan como la madalena de la Recherche proustiana, trayendo el pasado al presente no como evocación sino como germen de un tiempo de nuevo tipo, rugoso y etéreo, un tiempo que es pasado y presente a la vez.

Hay cambios abruptos de tono y numerosas notas disonantes en Petrovy v grippe, un film en el que una biblioteca puede ser un laberinto pesadillesco lo mismo que un decorado conduce a otro, la realidad al delirio, el presente al pasado y viceversa. Puede resultar tedioso, irregular, apabullante… Y quizás esa imperfección es lo que lo hace más interesante y lo que lo vincula con las experiencias más violentas del cine de hoy, de El gran movimiento de Kiro Russo a Luzifer de Peter Brunner, de la Annette de Léos Carax a Babardeala cu bucluc sau porno balamuc (Un polvo desafortunado o porno loco) de Radu Jude… O DAU, el proyecto demente de Ilya Khrzhanovskiy e Ilya Permyakov, por acabar de nuevo en los márgenes del cine ruso. Y no, no me refiero a la representación de la violencia; insisto en que se trata siempre de la forma, de una agresividad necesaria contra la armonía de la imagen y del relato, una actitud suicida que nos obliga a cuestionarnos nuestra manera de enjuiciar las películas, aunque tengamos que compartir en cierto sentido el estado griposo de la malhadada familia Petrov.

Del vaciamiento a la modernidad

Siempre he asociado especialmente el nombre de Raoul Walsh al Hollywood clásico: por su extensa carrera que abarca decenas y decenas de títulos desde principios del siglo XX hasta los años sesenta, por su prestigio y su hábil manejo en todos los géneros clásicos, pero sobre todo por la sensación de despojamiento que transmite su estilo, como si su cine fuera la forma más perfecta de ese arte que se quiere transparente, equilibrado y preciso pero contiene en realidad numerosas vías de escape, una suerte de tensión interna que lo impele en direcciones inesperadas. Digamos que esa tensión interna es el asunto o uno de los asuntos centrales de Raoul Walsh, la monografía sobre el realizador que Carlos Losilla ha publicado en Cátedra y a la que por fin podemos acceder ahora que las librerías han abierto sus puertas tras meses de profiláctica reclusión.

Recorrer la filmografía de Walsh es recorrer la naturaleza de la puesta en escena cinematográfica desde los años en los que se estaba cimentando -en los inicios de su carrera, Walsh fue ayudante de David W. Griffith- hasta que fue golpeada por las diferentes oleadas de la modernidad en las décadas centrales del siglo y germinó, en el cine americano, el llamado Nuevo Hollywood, que empieza a brotar justo cuando la carrera de Walsh llega a su fin. “La puesta en escena -explica Losilla-, a medida que evoluciona a lo largo de los años, avanza hacia estructuras clásicas que poco a poco se petrifican, como si la consecución de un estilo cada vez más perfecto conllevara su propia parálisis, que estallará en mil pedazos una vez llegada al máximo grado de inmovilidad” (p. 199).

No deberíamos, no obstante, interpretar la filmografía de Walsh -ni la historia del cine, americano o universal- en términos evolutivos, y el libro es ilustrativo al respecto por cuanto describe cómo, desde la obra temprana de nuestro hombre, la puesta en escena actúa como ordenadora del caos del mundo y a la vez libera una especie de fuerza asilvestrada de las formas, esa tensión interna a la que aludíamos. Como dice Losilla: “Parece que un plano clausure un agujero abierto por el anterior pero no es así, ni siquiera en la escena más ‘clásica’ que imaginarse pueda: siempre existe un intervalo en el que no podemos penetrar, un pliegue de la acción que no vemos, de manera que, ya en el periodo mudo, el cine parecía estar incumpliendo su promesa implícita de dar a ver el mundo en su integridad” (p. 52). Y, más adelante, a propósito de Esther and the King, afirma: “El espectador (…) lo ve todo, pero esa contemplación de la realidad física no le permite, por sí sola, el acceso al saber completo, que sólo tendrá lugar cuando la visión quede trascendida en un conocimiento superior, en el momento mismo, epifánico e irrepetible, en que la imagen se convierte en idea y ésta en conmoción, en una mezcla indefinible entre la imagen en estado puro y la transformación que provoca su puesta en escena, los modos de ordenarla y repetirla, de escanciarla en el tiempo y el espacio” (pp. 248-249).

Pienso que es en esa “mezcla indefinible entre la imagen en estado puro y la transformación que provoca su puesta en escena” donde tal vez resida el contacto, si no la cohabitación, entre lo clásico y lo moderno en el cine. Un contacto que, en cualquier caso, se hace fascinantemente visible al llegar al “máximo grado de inmovilidad”, el vaciamiento progresivo que caracteriza el cine de Walsh: “La tensión entre el clasicismo y aquello que siempre lo ha amenazado se hace visible en una serie de pliegues que aparecen y desaparecen en cuestión de segundos, que ponen en peligro la estabilidad del plano para recomponer la situación de inmediato” (p. 277).

Del ciclo de películas de Rossellini con Ingrid Bergman a los filmes de época de Kenji Mizoguchi, de las obras maestras tardías de Dreyer al Ingmar Bergman de los cincuenta, el texto abunda en las concomitancias entre la obra de Walsh y los diferentes hitos del cinematógrafo universal que, en paralelo, van abriendo puertas y ventanas a la modernidad. Pero permítaseme prestar atención al que acaba siendo uno de los subtemas destacados del libro, que es la manera como Walsh influye en el origen del Nuevo Hollywood y anticipa algunas de las formas y motivos de un cine “que pretendía abrazar la modernidad europea sin desmarcarse de la herencia clásica, que se situaba en ese ojo del huracán donde una y otra intentaban coincidir y sobrevivir” (p. 231). Losilla, por ejemplo, desmenuza el espíritu de las principales películas bélicas de Walsh y de The Naked and the Dead en particular para explicar que “esa sensación de que la guerra tiene lugar en tierra de nadie, en un territorio hostil y solitario que es más un reflejo de la mente atormentada de sus protagonistas que un espacio real, estará también en películas posteriores, desde Invasión en Birmania (Merril’s Marauders, Samuel Fuller, 1961) hasta La presa (Southern Comfort, Walter Hill, 1981), pasando por El cazador o Apocalypse Now” (pp. 295-296).

La huella del cine de Walsh, en definitiva, “atraviesa la modernidad planteándose una multitud de preguntas todavía sin respuesta” (p. 257). Un cine vastísimo que, por cierto, el texto de Losilla recorre de principio a fin, dejando al lector con muchas ganas de recuperar multitud de títulos nunca vistos y volver sobre los ya conocidos. Porque la obra de Walsh, felizmente inagotable, tiene sin duda la capacidad de acompañarnos durante toda una vida.