Speak Low

Uno tiende a pensar en Pierrot, Colombina y Arlequín, los personajes arquetípicos de la comedia del arte, cuando ve films que parecen reproducir ese esquema, aunque sea de forma muy remota y con toda probabilidad involuntaria. Me pasa ante triángulos amorosos como el de The Philadelphia Story (George Cukor) o ante films mucho más alejados de la comedia clásica como Annette (Léos Carax), por poner dos ejemplos disímiles. Y me pasa ante Roter Himmel, el último largometraje de Christian Petzold, en la que dos amigos, Leon y Felix, se instalan en una casa veraniega donde deben convivir por sorpresa con la hija de su anfitriona, Nadja, joven bella y pizpireta que pasa de presencia esquiva y misteriosa a figura acogedora y refrescante. La columna central de la trama gira en torno a la incomodidad con la que Leon -Pierrot- recibe el giro en los acontecimientos que impone la aparición de Nadja -Colombina- mientras Felix -Arlequín- desarrolla enseguida, por el contrario, una espontánea amistad con ella y con un socorrista llamado Devid.

Huelga decir que la reacción adversa de Leon esconde el nacimiento de unos sentimientos fáciles de adivinar. Precisamente, no es Roter Himmel un film que se caracterice por ser imprevisible o sorprendente; Petzold no juega a eso, prefiere llevarnos al encuentro de caracteres y situaciones reconocibles que podemos calibrar a través de nuestro bagaje como espectadores y como lectores. Hay algo intensamente novelesco en su cine, un aire literario que no empobrece las películas sino todo lo contrario, opera a su favor. De hecho, la creación literaria se convierte en uno de los temas que recorren Roter Himmel. Leon intenta escribir autoinfligiéndose una disciplina, un método, una estricta línea de trabajo; pero, mientras tanto, la vida, la verdadera materia prima de la escritura, brota a su alrededor e impacta sobre su persona, quiera o no quiera.

Petzold nos deja siempre la sensación de establecer una conmovedora vía de comunicación entre el cine de nuestro tiempo y la tradición del cine clásico. Es decir, no es que sus películas vivan ancladas en el pasado sino que interpelan provechosamente a nuestra experiencia como espectadores. Son films que acostumbran a ir de menos a más, que van ganando valor a medida que avanzan, como es el caso de Roter Himmel. Primero nos pueden resultar algo tópicas y luego acaban siendo relatos cálidos, elegantemente articulados y dotados de una densidad inesperada. Fijémonos, por ejemplo, en la manera como el cuerpo de Nadja va conquistando la imagen: primero es un espectro, una ruidosa ausencia; luego, se convierte en una presencia esquiva, un rumor de risas y encuentros carnales que atraviesa las paredes de la casa, una estela rojiza que atraviesa el jardín sin revelarse con claridad; a continuación, deviene por fin en una figura magnética, fascinante, que ocupa el centro de la acción; y, finalmente, vuelve a su condición espectral y sólo puede regresar, en los últimos compases del film, como una auténtica aparición, mágica e irreal.

Y uno piensa que el cine clásico y moderno está lleno de seres evanescentes, figuras que aparecen y desaparecen, haciendo hincapié en el valor de lo que no se ve en las imágenes. Me refiero a tipos inquietantes como el Harry Lime de The Third Man (Carol Reed) pero también, o sobre todo, a mujeres misteriosas como las heroínas epónimas de Rebecca (Alfred Hitchcock) o Laura (Otto Preminger), o notorias ausentes como la Anna de L’avventura (Michelangelo Antonioni) o la Hae-mi de Beoning (Lee Chang-dong). Roter Himmel, en fin, no es una aparatosa obra maestra como lo pueden ser otros hitos del cine actual sino un valioso encuentro entre reminiscencias literarias y motivos del cine moderno, un film que nos habla con voz queda -recuerdo que Speak Low, la canción de Kurt Weill, era el insistente, hipnótico Leitmotiv de Phoenix– y con un acento singular que nos invita a preguntarnos por qué precisamente es singular, cuál es el secreto de su estilo. Lo cual demuestra que su sencillez es sólo aparente.

Elogio de la incomodidad

«¿Qué le empuja a seguir?», le pregunta Michel Piccoli a Denis Lavant en el diálogo clave de Holy Motors. Y Lavant responde: «Continúo igual que comencé, por la belleza del gesto». Nueve años después, Annette se nos antoja una derivación de Holy Motors, ya sea una simple nota al pie o la materialización de, por fin, un relato hecho y derecho que el anterior largometraje de Léos Carax sólo tanteaba de mil maneras diferentes. Pero, ante todo, Annette establece una evidente continuidad con su predecesora al girar en torno a la descripción de una fatiga profunda, un hastío rabioso: el desgaste del transformista Monsieur Oscar, que lo es también del creador Léos Carax y del monologuista Henry McHenry, el turbio protagonista de Annette encarnado por un Adam Driver que parece venir directamente, saltando de un set de rodaje a otro, de esa secuencia de Marriage Story en la que cantaba un tema de Stephen Sondheim.

Annette, que se adentra con más determinación que Holy Motors en el terreno del musical, es un film sombrío y angustiado sobre la dificultad que plantea reproducir esa «belleza del gesto» de la que hablaba Monsieur Oscar. O sobre la desquiciante autoexigencia del autor, que trata de decir algo nuevo, bello y/o pertinente a cada paso; o sobre la problemática intrínseca a la recepción de la obra por parte de crítica y público. Carax, que se ha convertido tal vez en el gran cineasta del solipsismo de nuestro tiempo, nos habla de su propia inquietud a través de un monologuista borde y quemado, un artista reputado que sufre -o provoca- un amargo desencuentro con los espectadores cuando les ofrece un espectáculo que no colma sus expectativas, exabrupto ofensivo y contrario a la moral mayoritaria que va más allá de los márgenes de -si se me permite el oxímoron- lo aceptablemente escandaloso. También Annette trata de desbordar las dimensiones de lo esperable.

Prolongar, repetir o revivir el gesto generador del arte puede derivar en la gestación de un monstruo. En sentido literal, si nos referimos al Monsieur Merde que secuestra a Eva Mendes en Holy Motors; o casi literal si hablamos de la niñita que da nombre al último film de Carax, pues Annette no es más que una marioneta, un artilugio animado sólo por las manos ajenas que le otorgan movimiento. Hay algo monstruoso también en la figura de Henry McHenry, artista destructivo y autodestructivo que parece un cruce entre el protagonista de todas las versiones de A Star is Born y el siniestro feriante que interpreta Liam Neeson en The Ballad of Buster Scruggs. McHenry es el particular Arlequín de esta función, un ser frágil que se dirige con egoísmo y crueldad en sus relaciones tanto con Colombina y Pierrot -que serían, siguiendo con el símil, los personajes de Marion Cotillard y Simon Helberg- como con su hija Annette.

Pero el verdadero monstruo de Annette es el propio film, un largometraje expresamente excesivo e incómodo, indigesto e irregular, pero de una osadía indiscutible. Annette no es una película perfecta porque no lo ha de ser. Tiene que ser necesariamente como es, barroca y contrahecha, operística y artesanal: algunas de las secuencias clave se producen en un bosque artificial digno de un decorado de Méliès o en un mar proyectado sobre el fondo del decorado prescindiendo de las nociones de escala y perspectiva, como en uno de esos efectos ópticos evidentes del cine de Guy Maddin. Carax no quiere hacernos sentir cómodos a los espectadores sino todo lo contrario, prefiere enfrentarnos a una experiencia extrema para que nosotros mismos cuestionemos lo adecuado de nuestro escrutinio. Annette no está llamada a ser una de nuestras películas favoritas pero sí a ser recordada recurrentemente, a generar muchas reflexiones y discusiones.

En definitiva, Annette es un film más pesimista y lúgubre que Holy Motors, donde Lavant y Piccoli se preguntaban, al final de su diálogo: ¿Y si la gente deja de mirar? Driver, en cambio, cierra Annette con un «stop watching me». Dejen de mirarme, nos dice el personaje -acaso también el cineasta- que, visiblemente hastiado por la fama y por la fiscalización de programas de cotilleo y redes sociales, parece sentir que seguir creando es como contentar al personal reanimando una y otra vez algo que murió devorado por las olas, o como explotar el canto de esa niña marioneta que no puede vivir con felicidad el don de su voz. Mientras que otros cineastas cruciales de nuestros días, como es el caso de Hong Sang-soo o Mariano Llinás, comparten con nosotros una feliz embriaguez al retorcer más y más las formas del relato y explorar así los límites del cine con renovado entusiasmo, Carax se suma por el contrario a voces como las de Tsai Ming-liang o Jean-Luc Godard que optan por expresar la melancolía -o «nostalgia sentimental», como dice Piccoli en Holy Motors– que acontece después del cine, cuando ya sólo queda hacer una larga exégesis, siempre en pretérito, a lo que fue el arte de Murnau y Renoir. No obstante, no es necesario insistir en que la muerte del cine ha sido siempre una apariencia y que, por tanto, incluso desde esa profunda melancolía que transmite Annette, la belleza del gesto puede recobrar todo su fulgor y una marioneta inanimada puede encarnarse finalmente en un ser de franca sonrisa y ojos brillantes.