Crónica de los pobres amantes

Esta semana, en casa, volvimos a ver The Clock (1945), film de Vincente Minnelli sobre el súbito romance entre un soldado que pasa unos días de permiso en Nueva York antes de ir a combatir en la Segunda Guerra Mundial y una neoyorquina que pasa en pocas horas de la reluctancia al rendido enamoramiento. Es reconfortante comprobar que una película querida de la que uno guardaba sólo un recuerdo precario al cabo de los años vuelve a ser una felicísima experiencia. Hay un no sé qué teatral o incluso coreográfico que recorre todo el metraje: la manera de organizar los cuerpos frente al objetivo, los movimientos de la cámara para seguir a la pareja entre las masas, el ritmo de los gestos y de las réplicas… Todo responde a un elegante sentido de la puesta en escena que se me antoja tan propio del Hollywood de la época en general como del estilo de Minnelli en particular, precisamente un cineasta que filmó espléndidos musicales.

Y todos los aspectos formales -la cámara sinuosa, la administración de los primeros planos, la iluminación, los mohínes de los secundarios…- contribuyen a cultivar un fino humanismo, una honda emotividad. Empatizamos con las inseguridades y temores de una pareja de jóvenes enamorados que se entrega a una aventura sumamente condicionada por las circunstancias: no tienen medios ni tiempo para celebrar su unión como les gustaría, él tendrá que partir al frente en unas horas y la incertidumbre acerca de su destino ensombrece inevitablemente el futuro. Por eso el título, The Clock, no sólo hace alusión a un detalle importante de la trama sino que atesora una aguda significación. La crónica de estos pobres amantes norteamericanos no es tanto una luminosa historia de amor como un sutil comentario sobre la tenue melancolía que subyace bajo una felicidad frágil y azarosa.

El film termina con la marcha del joven soldado y la separación de la pareja hasta que termine la guerra, una conclusión que sintetiza la mezcla de esperanza y pesadumbre que domina toda la película. No sabemos si se producirá o no el reencuentro entre los dos. Pero, viendo The Clock, pensé que ese reencuentro sí ha sido filmado de una manera insospechada, heterodoxa, incongruente. Porque recordé Phoenix, un film del Christian Petzold estrenado setenta años más tarde (2014) en el que un hombre y una mujer se reencuentran en extrañas circunstancias tras la Segunda Guerra Mundial. En realidad, todo es diferente a The Clock: no estamos en Estados Unidos sino en la Alemania en ruinas de la inmediata postguerra, fue él quien se quedó en la ciudad y fue ella la que se marchó. Pero no fue al frente: la protagonista de Phoenix dio con sus huesos en un campo de concentración nazi, del que vuelve como una superviviente desfigurada y traumatizada.

Su historia de amor se cortó abruptamente a causa de la guerra y de una traición impía que propició la deportación de la protagonista. Al volver, se encuentra a un hombre cínico y por completo diferente al que dejó atrás, un ser vil que no la reconoce y que, como si fuera un siniestro remedo del Scottie de Vertigo, trata de convertirla en una sombra de la mujer que fue. Del viejo romance, sólo quedan las cenizas, y ahora todo queda cubierto por un manto de nostalgia y amargura. Y ahí, en esa tierra baldía emocional, en esa melancolía profunda e ineluctable que sucede a un amor ya extinto, ahí es donde encuentro una suerte de continuidad sentimental a la historia de The Clock, como si Phoenix fuera una extraña manera de explicarnos el amargo reencuentro de los enamorados después de que el tiempo y la guerra hayan arrasado con todo. “We’re late -dice la letra de Speak Low, la canción de Kurt Weill que suena una y otra vez en Phoenix-, darling, we’re late / The curtain descends, everything ends too soon, too son…”.

Así pues, ambos filmes trazan un recorrido imaginario que va de la inseguridad de un amor precario a la devastación del tiempo de después. Un vínculo que no existe fuera de este espectador que ha relacionado las películas de Minnelli y Petzold. No se trata de un trazado lógico a través de una presunta historia objetiva del cine sino de una continuidad simbólica y caprichosa, una de las muchas historias posibles que fabulamos estableciendo conexiones imaginarias. Y tal vez esas histoire(s) no sean una simple experiencia subjetiva y accidental sino algo más valioso, una manera de percibir cosas como una íntima melancolía en común que recorre el cine a lo largo de las décadas, desde el Hollywood clásico hasta el ceniciento y pausado cine de Petzold, ya en nuestro siglo. Porque el cine, al fin y al cabo, bien merece esfuerzos intelectuales pero también una cierta entrega emocional.

Speak Low

Uno tiende a pensar en Pierrot, Colombina y Arlequín, los personajes arquetípicos de la comedia del arte, cuando ve films que parecen reproducir ese esquema, aunque sea de forma muy remota y con toda probabilidad involuntaria. Me pasa ante triángulos amorosos como el de The Philadelphia Story (George Cukor) o ante films mucho más alejados de la comedia clásica como Annette (Léos Carax), por poner dos ejemplos disímiles. Y me pasa ante Roter Himmel, el último largometraje de Christian Petzold, en la que dos amigos, Leon y Felix, se instalan en una casa veraniega donde deben convivir por sorpresa con la hija de su anfitriona, Nadja, joven bella y pizpireta que pasa de presencia esquiva y misteriosa a figura acogedora y refrescante. La columna central de la trama gira en torno a la incomodidad con la que Leon -Pierrot- recibe el giro en los acontecimientos que impone la aparición de Nadja -Colombina- mientras Felix -Arlequín- desarrolla enseguida, por el contrario, una espontánea amistad con ella y con un socorrista llamado Devid.

Huelga decir que la reacción adversa de Leon esconde el nacimiento de unos sentimientos fáciles de adivinar. Precisamente, no es Roter Himmel un film que se caracterice por ser imprevisible o sorprendente; Petzold no juega a eso, prefiere llevarnos al encuentro de caracteres y situaciones reconocibles que podemos calibrar a través de nuestro bagaje como espectadores y como lectores. Hay algo intensamente novelesco en su cine, un aire literario que no empobrece las películas sino todo lo contrario, opera a su favor. De hecho, la creación literaria se convierte en uno de los temas que recorren Roter Himmel. Leon intenta escribir autoinfligiéndose una disciplina, un método, una estricta línea de trabajo; pero, mientras tanto, la vida, la verdadera materia prima de la escritura, brota a su alrededor e impacta sobre su persona, quiera o no quiera.

Petzold nos deja siempre la sensación de establecer una conmovedora vía de comunicación entre el cine de nuestro tiempo y la tradición del cine clásico. Es decir, no es que sus películas vivan ancladas en el pasado sino que interpelan provechosamente a nuestra experiencia como espectadores. Son films que acostumbran a ir de menos a más, que van ganando valor a medida que avanzan, como es el caso de Roter Himmel. Primero nos pueden resultar algo tópicas y luego acaban siendo relatos cálidos, elegantemente articulados y dotados de una densidad inesperada. Fijémonos, por ejemplo, en la manera como el cuerpo de Nadja va conquistando la imagen: primero es un espectro, una ruidosa ausencia; luego, se convierte en una presencia esquiva, un rumor de risas y encuentros carnales que atraviesa las paredes de la casa, una estela rojiza que atraviesa el jardín sin revelarse con claridad; a continuación, deviene por fin en una figura magnética, fascinante, que ocupa el centro de la acción; y, finalmente, vuelve a su condición espectral y sólo puede regresar, en los últimos compases del film, como una auténtica aparición, mágica e irreal.

Y uno piensa que el cine clásico y moderno está lleno de seres evanescentes, figuras que aparecen y desaparecen, haciendo hincapié en el valor de lo que no se ve en las imágenes. Me refiero a tipos inquietantes como el Harry Lime de The Third Man (Carol Reed) pero también, o sobre todo, a mujeres misteriosas como las heroínas epónimas de Rebecca (Alfred Hitchcock) o Laura (Otto Preminger), o notorias ausentes como la Anna de L’avventura (Michelangelo Antonioni) o la Hae-mi de Beoning (Lee Chang-dong). Roter Himmel, en fin, no es una aparatosa obra maestra como lo pueden ser otros hitos del cine actual sino un valioso encuentro entre reminiscencias literarias y motivos del cine moderno, un film que nos habla con voz queda -recuerdo que Speak Low, la canción de Kurt Weill, era el insistente, hipnótico Leitmotiv de Phoenix– y con un acento singular que nos invita a preguntarnos por qué precisamente es singular, cuál es el secreto de su estilo. Lo cual demuestra que su sencillez es sólo aparente.

El impulso esencial

Barbara y Phoenix, los dos largometrajes anteriores de Christian Petzold que hemos visto estos últimos años, nos dejaban la impresión de estar ante un cine robusto de estirpe clásica. Son filmes bellos y equilibrados, narraciones elegantes sin salidas de tono, el tipo de películas que “se ven bien”, como decimos coloquialmente cuando queremos conceder una aprobación algo tibia. Por eso, por comparación, Transit supone un paso adelante y, de hecho, un logro notable que eleva de categoría su cine.

De entrada, Transit incide en temas y situaciones concomitantes con sus dos predecesoras y añade nuevas complejidades. La trama: en una Francia en guerra y tomada por las fuerzas del orden donde los refugiados porfían por abandonar el país ante el avance de las fuerzas de ocupación, uno de esos fugitivos suplanta la personalidad de un escritor muerto para lograr la documentación que le permitirá embarcarse hacia México. Mientras pasa unos días calurosos en Marsella para gestionar los papeles de su exilio, asume el rol de padre del hijo de un compañero de clandestinidad también fallecido y entabla una relación amorosa con la viuda del escritor.

La suplantación, el equívoco, el engaño, la sospecha, la huida, la desaparición, la pérdida del hombre amado: todos ellos son los mismos ingredientes que componen Barbara y Phoenix. Las tres películas, así, constituyen un tríptico informal de sólida coherencia. Pero Transit es la más valiosa porque, en ella, Petzold crea un relato ambiguo y abierto. No hemos mencionado el detalle más importante del film: la historia parece sugerir que se trata de la Francia de 1940, invadida por el ejército alemán (así es en la novela de Anna Seghers que adapta Petzold), pero la acción transcurre en las calles de la Marsella de hoy, sin ningún tipo de ambientación. Transit se desarrolla en un tiempo indefinido: los fugitivos huyen del país en barco y no hay teléfonos móviles ni gadgets electrónicos pero los modelos de los coches y las formas de vestir son actuales, y así una infinitud de detalles.

Huelga decir que esa indefinición hace evidente que Transit nos habla tanto del pasado como del presente y establece un pertinente paralelismo entre la Europa de la guerra contra los fascismos y la Europa actual, igualmente deshumanizada y recorrida por refugiados a la fuga. Lo interesante es el tránsito de Petzold hacia esa forma, digamos, extrañada. Al situar la historia de Seghers en ese tiempo indeterminado, se sirve de un recurso muy propio de lo teatral -como me recuerda mi amiga Silvia hablando sobre la película-. Uno recuerda el caso de Volker Schlöndorff, otro cineasta alemán de raigambre fuertemente literaria. Petzold y Schlöndorff parten de textos y de formas literarias e indagan qué acontece en su transición hacia las imágenes cinematográficas. Transit, en particular, pone en primer término la necesidad de rarificar, el impulso de huir de las formas lineales e indagar lo desconocido; y se adentra en ese territorio inestable, propio del cine, que nos describe un tiempo pasado y presente a la vez. Petzold acaba pareciéndose a uno de sus intrigantes personajes, pone en crisis el estatus de lo real en su película y nos recuerda que la modernidad no es algo delimitable ni estilística ni temporalmente sino una pulsión esencial que todo lo recorre desde los orígenes del cinematógrafo. Por eso Transit respira una libertad que, se echara o no en falta en Barbara y Phoenix, da sin duda una nueva dimensión al cine de su director.