D’A 2023 – Punto Omega

Leemos en internet varias descripciones del punto omega —concepto acuñado por el pensador jesuita Pierre Teilhard de Chardin— como, digamos, un extremo abstracto y místico de la conciencia. Para este cronista, Punto Omega (2010) es la novela de Don DeLillo que, en sus primeras páginas, relaciona ese concepto con 24 Hour Psycho, la videoinstalación de 1993 del artista Douglas Gordon en la que Psicosis (Psycho, 1960) era proyectada al ralentí hasta tener una duración de 24 horas en lugar de los 109 minutos originales. La idea vendría a ser grosso modo que, al observar esa manipulación del film de Alfred Hitchcock, podemos alcanzar una suerte de punto omega de la experiencia como espectadores. Esa podría ser también una definición de lo experimental en el cine; o quizás de todo el cine de autor, en un sentido mucho más amplio, a juzgar por lo que hemos visto en la decimotercera edición del D’A, el festival de cine de autor de Barcelona, que ha tenido lugar entre el 23 de marzo y el 2 de abril. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/da-2023/

El cine arbóreo

En 1950, el público occidental acogió con entusiasmo Rashomon, la película de Akira Kurosawa en la que los hechos eran relatados varias veces bajo los puntos de vista divergentes de cada uno de los personajes. Mucho después, ya a finales de siglo, el éxito arrollador de Pulp Fiction (1994) puso de moda las narraciones no cronológicas, desordenadas, películas que iban atrás y adelante en el tiempo para generar bloques temáticos relacionados con el punto de vista de la cámara o, como en Rashomon, de los personajes. Son dos hitos singulares -hay más, sin duda- de una tendencia cíclica que lleva al cinematógrafo a explotar su capacidad de romper la linealidad narrativa y mostrar universos complejos y mutantes, a medio camino entre los textos de William Faulkner y el advenimiento del multiverso.

El cine de Mariano Llinás es una celebración de esa capacidad expansiva de la narración cinematográfica pero va más allá, mucho más allá de las alteraciones cronológicas. Sus películas se extravían constantemente hacia nuevos relatos, nuevas profundidades, nuevos misterios. Una historia lleva a otra como en Las mil y una noches -o como en As mil e uma noites– y, a veces, es un personaje o un detalle aparentemente marginal lo que permite tirar del hilo y descubrir derivaciones sorprendentes, acaso cruciales. Y nunca se acaba ese flujo, ese vagar por un laberinto de pasados secretos. Llinás usó la imagen de una flor para describir y titular su largometraje más característico y ambicioso, un conjunto formado por cuatro relatos inconclusos, uno irreprochablemente completo y otro que comienza in media res para finalizar ante nuestros ojos. Pero La flor es más bien la consagración de un cine arbóreo, un film que se ramifica sin fin y con la misma libertad caótica con la que se expande la copa de un árbol. Los relatos incompletos han sido simplemente podados donde se le ha antojado al cineasta pero podrían haber seguido brotando más y más tallos.

Trenque Lauquen, de Laura Citarella, es un film en dos partes igualmente arbóreo, una verdadera fiesta de la ramificación de más de cuatro horas de metraje. Llinás figura en él como asesor de guion, produce El Pampero Cine y la protagonista es Laura Paredes, una de las cuatro actrices de La flor (nos encontramos también, en un segmento de la película, con Elisa Carricajo). Pero no pensemos, ni mucho menos, en Trenque Lauquen como una derivación de La flor a pesar de esa cierta filiación y de que compartan no sólo un tipo de estructura sino la fascinación por los rincones remotos en la vastedad de la República Argentina, la delectación en las lecturas y las fotografías antiguas, la fina retranca que todo lo recorre… La flor tiene algo programático, parece plantear una declaración de principios. El largometraje de Citarella, por el contrario, se nos antoja la concreción de una forma cinematográfica que podemos tratar de describir como un relato que se ramifica sin parar y que brota directamente del escenario de los acontecimientos, del espacio filmado.

Los protagonistas de Trenque Lauquen vagan constantemente por la ciudad epónima, sita en los confines de la provincia de Buenos Aires, y por las tierras que la rodean. Van de un lado a otro en pos de un misterio o de una persona desaparecida, volviendo a pasar a menudo por lugares ya mil veces recorridos. La trama también da vueltas sobre sí misma, avanzando hacia atrás y hacia delante en el tiempo y cambiando a menudo de punto de vista, como una hibridación de Rashomon y Pulp Fiction. En realidad, el film se expande pero no avanza hacia la resolución de las pesquisas de los personajes, hacia la conclusión de la trama; Trenque Lauquen se entrega, como sus protagonistas, a una búsqueda embriagante, adictiva, un juego en el que cada detalle marca el siguiente paso, a cada paso se abre una puerta nueva. Y se deja guiar por el poder de la palabra, del relato oral; es significativo que el largo tramo final nos sea narrado desde un estudio de radio en mitad de la noche, como si nuestras ficciones, en plena era digital, volvieran finalmente a la esencialidad primitiva del relato de cuentos y mitos alrededor de la hoguera.

Película de misterio y aventuras, casi un thriller, casi una historia de amor, casi un film sobre la ausencia a lo Antonioni, Trenque Lauquen parece contenerlo todo en su seno. En cierto sentido, es una celebración de la pervivencia del placer de narrar en nuestro tiempo, un aliento literario y cinematográfico que sentimos en este largometraje que, en el fondo, divaga de la misma manera que divagamos todos en internet y en las redes sociales: saltando de un contenido a otro, dejando algo a medias, abriendo nuevas ventanas guiados por la simple curiosidad. La aventura humana sigue ahí, pura y tragicómica como siempre. Como muchos de los grandes cineastas de la historia, Citarella es a la vez cariñosa y mordaz con sus personajes, y no podemos dejar de mencionar la finura de su feminismo o, si se prefiere, de su vitriólica visión de los hombres y de lo viril.

Trenque Lauquen, en fin, no sólo guarda concomitancias con el cine de Llinás o Miguel Gomes sino también con experiencias estimulantes del cine de nuestro tiempo como Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait (Emmanuel Mouret), Holy Motors (Léos Carax) o The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun (Wes Anderson), títulos muy diferentes entre sí pero hermanados por la pulsión de narrar sin fin, yendo de una historia a otra y descubriendo cosas nuevas a cada paso. Quizás, ahora que hacemos un consumo tan fragmentario de lo audiovisual y la misma noción de (ver un) largometraje parece estar en entredicho, el futuro resida en ese cine arbóreo -literario, oral, disperso, sin tiempo, sin márgenes evidentes, asilvestrado- que renueva una vez más esa tendencia a componer universos complejos y alambicados inherente al cinematógrafo.