El cine como monumento

Una idea recorre todo el cine que asociamos a las diferentes oleadas de la modernidad, y es la idea de la ausencia. No creo que se trate de una evolución sino más bien de algo que siempre ha acompañado a nuestra experiencia frente al cinematógrafo: pasar de la fascinación por su capacidad de registrar el mundo en imágenes y de devolvernos al tiempo perdido, encapsulado para siempre en el marco cinematográfico, a la sospecha de que también hay cosas que no vemos, imágenes ausentes, un pasado nunca recobrado. El peso simbólico que tiene, en ese sentido, el hecho de no tener imágenes que logren plasmar lo que supuso el Holocausto… SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/sobre-el-cine-despues-de-auschwitz-de-jaime-pena/

Al final de la escalera

De todos los elementos evocadores, objetos sugerentes y motivos potencialmente simbólicos que perlan Meshes of the Afternoon, el cortometraje codirigido con Alexander Hamid que abre la filmografía de Maya Deren, destaquemos esa imagen, varias veces repetida a lo largo del film, en la que la protagonista -Deren herself– asciende una escalera en el interior de la vivienda donde se desarrolla la acción. Cada vez que llegamos con ella al piso superior, nos encontramos una estancia con una cama deshecha y otros elementos que van variando según el caso: una flor sobre la cama, un tocadiscos que Deren detiene al instante, el cuchillo que aparece y desaparece y se transfigura a veces en llave, la figura funesta que, tocada con una túnica, luce un espejo en el lugar del rostro… Elementos que aparecen también en otros espacios a lo largo de una película basada en variaciones ilógicas sobre unos motivos recurrentes.

El ascenso por esa escalera no cumple exactamente una función, es decir, no nos aproxima a la revelación de un misterio que, a fin de cuentas, permanece como tal durante todo el metraje. Lo que importa es el hecho en sí de subir esa escalera como forma de adentrarnos en lo oculto, en lo extraño. En un film eminentemente onírico y lleno de rimas y repeticiones, es menester que hagamos ese movimiento varias veces para que el relato adquiera efectivamente la forma sin forma de un sueño, y para informarnos sobre la pura abstracción de lo que estamos viendo. La imagen final de la película parecerá concluir la historia pero se trata de una apariencia engañosa dado que el personaje que descubre el espejo roto y el cuerpo de la protagonista está de hecho realizando el mismo movimiento que ella, la misma entrada en la casa, con la misma llave, dentro del mismo bucle.

Subir la escalera es un motivo recurrente del cine de suspense y fantástico porque ese desplazamiento nos invita a pensar en el acercamiento hacia el secreto que nos aguarda arriba, al llegar. La escalera que conduce a las estancias superiores es la materialización de una penetración en el misterio, en el horror, en los temores íntimos. Charlotte Garson, en Motivos visuales del cine (Galaxia Gutenberg), redacta el capítulo dedicado precisamente a las escaleras y se refiere a ese papel tan dramático como psicológico que juegan en el cine de Alfred Hitchcock; no hay más que recordar las que ascienden del motel a la casa de los Bates en Psycho, o los de la propia mansión. Pero, quizás, entre todas las escaleras de Hitchcock, la más perdurable es la del famoso vaso de leche que Cary Grant sirve a Joan Fontaine en Suspicion. El muy expresionista plano de él subiendo en la penumbra, con el vaso enfáticamente iluminado para atraer nuestra atención, está filmado desde arriba, como si compartiéramos la vulnerabilidad de Fontaine, la sospecha de un peligro que se aproxima inexorable. El caso es interesante porque esta vez no ascendemos hacia algo desconocido sino que estamos ya al final de la escalera y lo inquietante se aproxima a nosotros en una imagen que, aunque no comparta su marcado onirismo, nos recuerda a las de Deren en Meshes of the Afternoon.

Hitchcock es, por numerosas reminiscencias de sus películas y por su manera de recurrir a motivos como éste, un cineasta característico de lo otramente fantástico, es decir, de ese cine en el que el elemento fantástico no comparece pero se hace notar entre líneas, como una presencia espectral. Por su parte, el film de Deren podría adscribirse a la región quizás más ignota del género fantástico, aquélla en la que el extrañamiento de la realidad proviene de los abismos de la mente humana, como en el cine de David Lynch. Pero en el corazón mismo del género más puro se encuentra una de las manifestaciones más bellas y sugerentes del motivo del ascenso por una escalera. Aunque hay, con toda seguridad, multitud de ejemplos en películas fantásticas de todos los tiempos, y aunque todas o casi todas las secuencias que nos introducen en el castillo del conde Drácula incorporan ese momento, es en el Dracula de Tod Browning donde el vampiro hace su más majestuosa aparición en la amplia escalera de piedra que comunica el vestíbulo de su derrelicta fortaleza con las estancias superiores.

Béla Lugosi aparece en la parte superior, sosteniendo un candelabro y filmado en un plano contrapicado que subraya su posición de superioridad. Dwight Frye (Renfield), por el contrario, es filmado desde el punto de vista del conde y empequeñecido, en unos planos que hacen que el decorado lo envuelva posesivamente. Su recorrido por los escalones, aun siendo tan breve, incluye tres momentos significativos con sus tres frases emblemáticas del vampiro: su sucinta pero penetrante presentación («I am Dracula»), su elogio de los aullidos lobunos («Chidren of the night; what music they make») y su velada declaración de principios («the blood is the life»). Momento sublime del cine universal, esa secuencia del film de Browning nos muestra con la misma expresividad que el cortometraje de Deren cómo el motivo del ascenso inquietante por una escalera nos adentra no sólo en los abismos de la mente humana y de nuestros temores sino también en los abismos de la imagen cinematográfica.

 

 

Una selecta minoría

No abundan los melómanos. La mayoría de la gente carece de oído musical y escucha un tipo de canción ligera y accesible; incluso alguien como quien firma estas líneas, aficionado a géneros originariamente populares como el jazz y la bossa nova, se ve relegado a lo minoritario, a un club que se ha convertido en selecto no por voluntad de sus miembros sino por poco transitado. Y no es cierto que nadie lea nada hoy en día pero los hábitos lectores actuales nos invitan a pensar que el gusto por el canon literario es infrecuente y que, concretamente, hay muy pocos lectores de poesía, una minoría dentro de la minoría. El caso del arte es más sangrante porque hay algunos museos permanentemente atestados de visitantes pero la curiosidad por la pintura o la escultura de la mayoría de ellos no va mucho más allá de fotografiarse junto a cuatro obras celebérrimas mientras permanecen semidesiertos largos pasillos del Louvre o museos enteros que simplemente no figuran entre las principales atracciones turísticas de los destinos más tópicos.

Y pronto, muy pronto, ver una película de cabo a rabo será casi una extravagancia. Uno se pregunta si ha nacido ya la primera generación que será por completo ajena a la idea de largometraje. No creo, nunca he creído en la muerte del cine, mil veces anunciada y jamás consumada; mutan las imágenes y mutan los espectadores, y estoy seguro de que surgirán formas expresivas apasionantes de ese humus audiovisual que se está formando ante nuestros ojos, algo nacido de la cultura multipantalla y la estética fragmentaria que caracterizan a los hábitos de nuestro tiempo. Formas que serán continuadoras a su manera del sentido y la sensibilidad que laten detrás de las imágenes cinematográficas, de valores que van de la fascinación por el mero acto de mirar a la dimensión moral de elegir lo que se muestra y cómo se muestra. Creo en esa continuidad de la misma manera que constato cómo las imágenes están saliendo al encuentro de algún nuevo tipo de libertad igual que las bailarinas rebeldes de Ema (Pablo Larraín), que se desentienden explícitamente de lo artístico -y, de hecho, de la noción de puesta en escena- y liberan sus cuerpos a través de algo tan inesperado, tan callejero y tan poco cultural como es el reguetón.

La pregunta es: ¿qué quedará de la cultura cinematográfica? No se trata sólo de que ver cine en una sala de exhibición se convierta en un acto de romanticismo o de que los festivales de cine acaben transformándose en algo muy diferente de lo que son ahora; la cuestión es qué interés quedará, dentro de unos años, por conocer un vasto patrimonio cultural acumulado desde finales del siglo XIX. El arte de Murnau y Renoir latirá de alguna manera, decíamos, detrás de las nuevas formas; pero ver películas como Sunrise o La Règle du jeu será tal vez algo tan desusado como leer a Leopardi. Y estar familiarizado con lo que podemos llamar el canon cinematográfico será tan poco común como ser un melómano conocedor de la música europea. El lector aducirá quizás que ciertos títulos, como los antes citados, siempre han sido minoritarios; pero el cine ha sido y es todavía algo realmente popular y puede que, en el futuro, ni siquiera los blockbusters resistan a ese desapego por la unidad del relato.

Así las cosas, igual que hay quien identifica sin problemas el Gernika picassiano o los girasoles de Vincent Van Gogh pero ignora cordialmente el resto del acervo pictórico universal, igual que muchos respetan de manera abstracta los nombres de Cervantes o Shakespeare pero difícilmente abordarían sus textos por curiosidad o por placer, es probable que, dentro algunas décadas, mucha gente sepa que hubo un cine primitivo en el que se asesinaba a una joven en una ducha o se cantaba una canción famosa en un café de Casablanca pero no se tome jamás la molestia de acercarse a todo ese patrimonio, considerado como algo distante y elitista. A los cinéfilos de hoy nos puede entristecer esa idea pero hacernos apocalípticos tiene tan poco sentido como ser completos integrados. Más bien habrá que estar atentos a esa transmisión de los valores de la imagen cinematográfica -el humanismo que implica la estética del cine, su capacidad de enseñarnos de nuevo a mirar el mundo, incluso una cierta noción del compromiso- en la cultura audiovisual de nuevo tipo. Tendremos que cultivar y difundir el gusto por la cultura cinematográfica, por supuesto, pero también comprender lo nuevo, extraer lecciones, celebrar los logros y prescindir del ruido; desde la crítica, desde el análisis, desde la programación de filmotecas y festivales, desde la mera condición de espectador. Seremos quizás una selecta minoría, como los lectores de poesía, pero tendremos -tenemos ya- que hacernos oír en un mundo erigido sobre un torrente de imágenes cargadas de verdad y cargadas de mentiras.