Mais, 68

Aunque uno de los créditos iniciales anuncia que vamos a ver una película de Jean-Luc Godard, hay otra imagen más aclaradora en la que, casi al final de todo, son cuatro las personas que firman Film annonce du film qui n’existera jamais: ‘Drôles de guerres’: Fabrice Aragno, Jean-Paul Battaggia, Nicole Brenez y Godard. Se trata de un cuerpo extraño, la reconstrucción de un trabajo inacabado o simplemente irrealizado del cineasta francosuizo que toma la forma de una mera recopilación de notas y acaba componiendo algo efectivamente muy godardiano, esto es, una sucesión de imágenes y textos que rehúye la lógica discursiva convencional. Por eso Film annonce… puede incorporarse, con cierta legitimidad, al corpus godardiano, aunque sea de una manera un tanto extravagante (¿y qué no es extravagante en la constelación JLG?). De hecho, me atrevería a sugerir que el film que nos ocupa conforma ya, junto a À vendredi, Robinson (Mitra Farahani) y Jean-Luc Godard. Écrits politiques sur le cinéma et autres arts filmiques. Tome 2 (Nicole Brenez), una pequeña región con entidad propia dentro de ese corpus: la región del tributo y el comentario al ultimísimo Godard, obras ajenas pero cercanas que han aparecido inmediatamente después de la muerte del director de Le Mépris y que nos dan noticia de su pensamiento y su actividad en los últimos meses o años de su vida.

Aragno, Battaggia y Brenez, estrechos colaboradores de Godard, nos brindan con Film annonce… una nueva oportunidad de acercarnos al taller del cineasta, es decir, a la intimidad de su trabajo en la casa de Rolle y a los materiales dispersos con los que componía su obra postrera. Puede que Film annonce… nos dé una idea vaga –une vague nouvelle– de cómo hubiera sido Scénario, la película de la que habló en sus últimas entrevistas y que quedó, hasta donde sabemos, como proyecto inconcluso. Pero es más bien lo que anuncia su título: el esbozo de un film titulado Drôles de guerres y que partía de una novela de Charles Plisnier, escritor trotskista represaliado en la Unión Soviética de la etapa estalinista.

Film annonce… nos deja la sensación de un profundo sentido de la circularidad histórica: Godard vivió comentando la historia del siglo XX (o la del cine; en su caso, son conceptos casi equivalentes), lo cual es como afirmar que Godard observó durante toda su obra las reverberaciones de la revolución de 1917, causa profunda de todo cuanto ha pasado en el mundo durante los últimos cien años. Y todo eso ha concluido en una nueva guerra casi civil y sin bando bueno, una conflagración en suelo ucraniano en la que, ahora mismo, todo el siglo XX se repite como farsa sangrante. Hay también en Film annonce… alusiones a la tragedia palestina y a figuras como Hannah Arendt o Franz Kafka, grandes autores del siglo pasado a la vez que notorios sionistas, aunque cada uno a su manera. Y, en mitad del film, un divertido juego de palabras muy del gusto godardiano junto a la silueta de un joven manifestante: «mais, 68» (pero, 68), que se pronuncia igual que Mai 68 (mayo del 68). La obra de Godard está formada por materiales dispersos pero -¿pero?- nos hace sentir el siglo XX como un sistema perfecto en el que están conectados todos los acontecimientos, figuras y drôles de guerres (malditas guerras) desde la Revolución de Octubre hasta la actual invasión de Putin, de Eisenstein a la melancolía del pixel.

A pesar de la indiscutible originalidad de una obra compuesta casi íntegramente por imágenes fijas de fotografías manipuladas y frases escogidas, como si fuera la mera exposición de un conjunto de diapositivas numeradas sobre un fondo de papel fotográfico de la marca Canon, Film annonce… se adscribe al fin y al cabo a toda una línea maestra de la modernidad: la plasmación de la mera posibilidad de un film o, si se prefiere, la pura ideación del cine como fondo y forma, un linaje rico y variopinto en el que caben desde los Appunti de Pasolini hasta la recentísima Las chicas están bien (Itsaso Arana), pasando por The Other Side of The Wind (Orson Welles), por poner tres ejemplos muy alejados entre sí. Además, Film annonce…, por ser un conjunto aparentemente caprichoso de materiales y una obra recopilada por manos ajenas, acerca más que nunca a Godard al Walter Benjamin del Libro de los pasajes, una obra secretamente crucial que abre las puertas a toda otra forma de pensamiento diferente del mito y del ensayo, a un verdadero libro de imágenes que el cineasta suizo nos ha dejado como legado necesariamente incompleto. Frente a los multiversos falsamente alambicados del Hollywood actual -las últimas superproducciones de superhéroes, la banalísima Everything Everywhere All at Once, ese film pesadamente cuántico que es Oppenheimer…-, la verdadera infinitud del cine se hace sentir en la hojarasca de frases, imágenes e historia(s) de la obra godardiana. Y si alguien, entre todo eso, todavía encuentra a faltar un discurso, un significado, una máxima que se aproxime a una comprensión global de las cosas, le recomiendo que tenga en cuenta el epígrafe que abre Film annonce…: «Il est difficile de trouver un chat noir dans une chambre obscure, surtout sil n’est pas là» (es difícil encontrar un gato negro dentro de una estancia oscura, sobre todo si no está ahí).

Propios y extraños en un tren

Mark Cousins nos interpela en nombre del mismísimo Alfred Hitchcock en su último largometraje, cuyo título no deja lugar a dudas: My Name Is Alfred Hitchcock es una disección típicamente cousinsiana de la puesta en escena del realizador de Vertigo o, mejor dicho, de la filosofía que reside detrás de los aspectos técnicos y creativos del trabajo hitchcockiano. El teórico y cineasta irlandés nos muestra, con su proverbial apasionamiento, cómo una posición extrañamente elevada de la cámara, un travelling a través del marco de una puerta o un simple salto de un plano a otro operan con precisión y delicadeza a favor del engranaje del suspense, del sentido del juego o del ardiente deseo que recorre los gestos y las miradas del cine de Hitchcock.

Pero, insisto, Cousins lo hace jugando él mismo con nosotros, los espectadores, al usar una voz idéntica o casi idéntica a la del viejo Hitch que nos habla en off y en primera persona. En la era de la inteligencia artificial y de la posverdad, el chiste de Cousins consiste en suplantar al cineasta y elaborar un discurso propio como si emanara directamente de Hitchcock; pero lo hace, bien entendu, con nuestra complicidad. En cierto sentido, My Name Is Alfred Hitchcock nos demuestra que los mecanismos del cine hitchcockiano tienen un perfecto encaje o, mejor dicho, siguen atesorando un gran valor en mitad del gran tinglado digital en el que andamos inmersos. Que todo, en definitiva, es una cuestión de buen gusto y de honestidad, valores siempre necesarios para ponderar el acierto o desacierto de la puesta en escena.

Y, después del ver el film de Cousins, uno se encuentra ante un blockbuster aparentemente banal como Mission: Impossible – Dead Reckoning Part One (Christopher McQuarrie) y resulta que, a pesar de la aparatosidad del film, del nulo estilo que transmiten sus imágenes y del aún más rutinario trabajo de todos los comediantes de la función, esta nueva edición de la saga guarda un notable interés por ser, salvando grandes distancias, íntimamente hitchcockiana. Por supuesto, por el evidente MacGuffin, que parece citar explícitamente al de Notorious. Pero también por la gestión del suspense y de la acción, mucho más atenta a la inteligibilidad de los movimientos y a la complicidad con el espectador de lo que es habitual en los blockbusters de nuestra era digital. Si a esto sumamos que el film juega con la potencialidad y las reminiscencias de sus escenarios -las ciudades de Roma y de Venecia, los pasillos de un aeropuerto y los vagones de un viejo tren que atraviesa un paisaje alpino-, no es descabellado elucubrar que Mission: Impossible – Dead Reckoning Part One es una pálida pero apreciable revisión en nuestros días de lo que supuso, pongamos, North by Northwest como ambicioso y sofisticado film de espionaje.

Lo curioso es que la película de McQuarrie también nos habla de la era de la sospecha en la que nos sumerge el avance tecnológico actual, hasta el punto de que el villano es un ente digital capaz de suplantar personalidades e infiltrarse en las entrañas de cualquier Estado o entidad financiera. Las capacidades de tan etéreo enemigo acaban propiciando diálogos en los que los propios personajes se cuestionan las posibles derivas y añagazas de la trama; concretamente, hay un encuentro harto estimulante entre todos los protagonistas en el Palacio Ducal de Venecia en el que, además de intercambiar sospechas y amenazas, comentan la jugada como si nos encontráramos de repente en uno de los diálogos de The Trouble with Harry.

Por supuesto, no todo es tan atractivo: justamente ese diálogo viene precedido por la recreación de una fiesta nocturna raruna que parece diseñada por un paupérrimo imitador de Fellini, los momentos presuntamente dramáticos del film o los primeros planos intensitos de su estrella principal son más bien risibles… Pero, en conjunto, Mission: Impossible – Dead Reckoning Part One supone una grata sorpresa por desprender, a pesar de todo, un cierto sentido clásico de la aventura. Incluso el desenlace parece emular el díptico piratesco de Tintín –Le Secret de La Licorne y Le Trésor de Rackham le Rouge– al prometernos, en la segunda parte de la película que se estrenará el año que viene, la búsqueda de un tesoro en un bajel hundido en las profundidades del océano.

Coda: por comparación, las pretensiones retro de la quinta edición de las aventuras de Indiana Jones, un film demasiado plomizo, fatuo y escatológico, se nos antojan un rotundo fracaso. Y, a pesar de su excesivo metraje, la nueva Mission: Impossible tiene un ritmo cadencioso y excitante que contrasta con el extraño efecto que provoca un film mucho, pero que mucho más ambicioso como es Oppenheimer, lo último de Christopher Nolan. De hecho, Nolan parece haber perpetrado un chiste involuntario al brindarnos un largometraje cuántico sobre el padre de la bomba atómica, es decir, una película que es varias cosas contradictorias a la vez. Oppenheimer es un film enteramente hablado, como si quisiera situarse por sorpresa en el terreno de esos densos thrillers verbosos tipo All the President’s Men (Alan J. Pakula) o JFK (Oliver Stone) y negar su condición de gran espectáculo visual; pero, a la vez, causa cierto sonrojo al intentar ocultar su hechura de biopic convencional, muy convencional, mediante esa narración típicamente nolaniana que consiste en intercalar constantes analepsis y prolepsis, intentando impostar así un efecto de complejidad. Oppenheimer, en fin, atesora ciertos valores pero nos hace sentir bastante lejos de un cierto noble sentido de la puesta en escena del cual Hitchcock es con justicia uno de los máximos exponentes, mientras que otros títulos surgidos igualmente del Hollywood más oficial, industrial e institucional nos muestran que la pervivencia del cine y de su lenguaje no es en absoluto una misión imposible.

Homenaje a los Icaria

Supongo que hacerse mayor implica ver cosas como el cierre de un cine cuya apertura uno recuerda perfectamente. Los cines Icaria Yelmo abrieron cuando quien firma estas líneas era un jovenzuelo de dieciocho años que se daba constantes atracones de películas tanto en la filmoteca como en las salas de estreno. La ubicación de los Icaria, en un centro comercial algo desabrido en mitad de la tan novedosa como desangelada Villa Olímpica, era un tanto incómoda para muchos barceloneses pero quedaba a una distancia razonable de mi casa, en el barrio de La Ribera. Fui cientos de veces haciendo un trayecto a pie que pasaba por el paseo Picaso, el paseo de Circunvalación y la avenida Icaria, un camino poco transitado y francamente desapacible a ciertas horas. Cuando me emancipé y me trasladé a un apartamento cerca de la plaza de las Glorias, seguí yendo recurrentemente a los Icaria atravesando calles aún más solitarias de Pueblo Nuevo. Así pues, aunque era un habitual en todas las salas de versión original de la ciudad, los Icaria fueron, durante esos años cruciales de formación cinéfila, mi primera opción por ser un cine relativamente cercano y con una atractiva programación.

Precisamente la programación era el quid de la cuestión: en las muchas salas de los Icaria, convivían los grandes blockbusters con el cine de autor. Allí vi, por ejemplo, algunas de las películas de Manoel de Oliveira de los años noventa y principios de nuestro siglo; recuerdo con especial cariño una sesión de Viagem ao princípio do mundo a finales de agosto que supuso una feliz rentrée después de largas semanas de verano en las que sólo había habido estrenos de nula trascendencia. Y, aunque me resulta difícil decir con precisión en qué cine vi tal o cual película, recuerdo haber visto allí, por ejemplo, multitud de films de Woody Allen, Clint Eastwood o Abel Ferrara, o una proyección matinal de The Thin Red Line de la que salí profundamente absorto en mis cavilaciones. Pero los Icaria son también los cines donde sacié la curiosidad por ver cosas como Titanic, Armageddon o la ininteligible trilogía The Lord of the Rings. Por el tipo de público que me rodeaba, supongo que el tirón comercial de ese multisalas residía en el hecho de proyectar blockbusters en versión original en una ciudad en la que cada vez viven más extranjeros.

Han pasado las décadas y, a pesar de los cambios de hábitos y la preponderancia de otros tipos de consumo, los cines no han desaparecido fulminantemente como vienen anunciando los agoreros desde que tengo uso de razón. Han ido cerrando muchos de ellos, sí, pero poco a poco, y todavía hay tardes en las que los cines están llenos hasta la bandera y con un público intergeneracional, como un jueves reciente en el que se estrenaron Barbie (Greta Gerwig) y Oppenheimer (Christopher Nolan) simultáneamente. En Barcelona, de hecho, ha sucedido incluso que las salas en versión original han ganado terreno, presumiblemente a causa del crecimiento constante de población foránea y de una mayor sensibilidad del público local hacia el inglés y las lenguas extranjeras en general. La propia cadena Yelmo ha empezado a programar sesiones en versión original en el Comedia, situado en pleno centro de la ciudad. Así las cosas, es probable que, al aumentar la oferta de VOSE y VOSC en salas mejor ubicadas, el papel desempeñado por los Icaria se haya visto reducido progresivamente hasta llegar al momento en el que ha tenido que cerrar.

En mi trayecto personal, hace muchos años que dejé el apartamento de Glorias y el traslado a otras zonas de la ciudad hizo también que el multisalas de la Villa Olímpica me quedara a desmano: si la película que quería ver se exhibía en otros cines de versión original, difícilmente tenía motivos para aventurarme hasta allá. No obstante, no dejé de ir de vez en cuando, ni de acumular buenos recuerdos, como el hecho de que fue en los Icaria donde vi la última proyección antes del confinamiento de 2020 y la primera después de la reapertura de los cines: respectivamente, The Invisible Man (Leigh Whannell) en marzo y Divino amor (Gabriel Mascaro) en julio.

El Renoir Les Corts era también un espléndido multisalas en versión original y apartado del centro que se inauguró, como los Icaria Yelmo, en esa época de educación sentimental para el arriba firmante. Fue también por entonces cuando apareció el Méliès, un excelente cine de dos salas que combinaba la proyección de clásicos y de estrenos. Ambos cerraron hace ya tiempo. Hoy, uno sigue viendo cine a buen ritmo, por supuesto, y obviamente adaptado a la multiplicidad de canales que caracteriza el visionado de películas en nuestro tiempo. La historia sigue, el cine no ha muerto y la nostalgia cinéfila se me antoja una de las bobadas más dañinas en las que podemos incurrir. No obstante, permítaseme dedicar estas líneas de homenaje a los cines que me acompañaron desde la juventud -a los ya citados y a otros más antiguos y también extintos como el Capsa, el Arkadín, la sala Alexia, el Casablanca…- y que jugaron un papel insubstituible en mi día a día como espectador. En eso estuvimos y en eso seguiremos.