Todo el cine

Para la náyade del Rec Comtal

La exposición se llama «Una ciudad desconocida bajo la niebla. Nuevas imágenes de la Barcelona de los barrios» y se puede visitar, hasta el próximo mes de enero, en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA). En una de las salas de la muestra, se proyecta un film de doce minutos titulado Primeras impresiones. Lo ha realizado José Luis Guerin en el barrio de Vallbona, una de las zonas periféricas de Barcelona más atrayentes por ser una suerte de floresta urbana, una singular mixtura de ciudad y entorno rural situada junto a la maraña de vías de tren y autopistas que serpentean entre los últimos edificios de la capital y los de Santa Coloma y Montcada. La misma zona fronteriza donde transcurría Petit indi (Marc Recha), que planteaba casi un protowestern en los límites entre la civilización y lo silvestre.

Con lo que se encuentra Guerin en Vallbona no es con el western sino con una inesperada arcadia cinematográfica. Primeras impresiones -el título es significativo- está rodada en Super-8 y casi íntegramente en blanco y negro; y las imágenes mudas son acompañadas por un tema jazzístico de Anahit Simonian. Hay algo de redescubrimiento de la mirada del cine sobre el mundo, como si volviéramos al espíritu de las vistas de los hermanos Lumière, una referencia inevitable dado que puntean el film numerosos planos de trenes circulando en silencio sobre un promontorio. Pero algunos tramos de la película nos hacen pensar en el estilo y la cadencia del cine de Jonas Mekas; otros, en la sensualidad de la Francia rural de Jean Renoir; y algunas imágenes nos recuerdan a las de Aleksandr Dovzhenko u otros cineastas soviéticos.

De hecho, el propio motivo filmado por Guerin -Vallbona y sus alrededores: el tráfico de la avenida Meridiana, los bloques de Torre Baró y Can Franquesa a lo lejos…- pertenece a nuestro tiempo presente pero, a la vez, a los años sesenta y setenta, o a la posguerra, o al tránsito entre los siglos XIX y XX… Primeras impresiones es una película sin tiempo que parece habitar todas las épocas de la historia del cine, desde el impresionismo filmado de los Lumière hasta nuestra era digital. Quizás el cine tenga precisamente un efecto unificador, es decir, puede que las imágenes contengan por arte de magia reverberaciones de todos los tiempos. Y Guerin insiste, como en Tren de sombras, en hacernos sentir la materialidad de la película, la textura del cine; esa fisicidad parece contribuir muy mucho a la sensación de universalidad de unas imágenes que no pertenecen al presente sino a todo el largo siglo del cine. Como también determinadas angulaciones de la cámara, ritmos internos del plano, detalles pequeños que conforman la voz del cineasta y que se nutren de una honda cultura cinéfila.

Hay un efecto de montaje que se repite muchas veces: vemos un motivo -una casa, una esquina, un gallo cruzando la calle como si nada- en una toma más o menos abierta y, en el siguiente plano, vemos lo mismo pero un poco más cerca. Guerin comparte así con el espectador el acto de acercarse a los detalles, la curiosidad por las formas del mundo y los rostros de las personas. Cuánta belleza encuentra su cámara en las personas mayores que matan la tarde charlando o en los niños que juegan en la calle. A pesar de la delectación con la que Guerin filma los espacios, son los humanos lo que más le interesa. Por eso, el film encuentra su motivo central a mitad del metraje, cuando se centra en el nimio arroyo que cruza la zona, el Rec Comtal, y en los bañistas que disfrutan de él en una jornada veraniega.

«Prohibido bañarse», reza un cartel en el plano introductorio a la secuencia del Rec Comtal que conforma la segunda mitad de Primeras impresiones. Es una alusión tan irónica como el «No trespassing» que abre Citizen Kane. Por supuesto que hay que bañarse y disfrutar espontáneamente de ese pedacito de naturaleza que parece esconderse de la ciudad para no ser descubierto, para no ser gentrificado. En los juegos y bailes de los bañistas, Guerin encuentra una celebración de la libertad que acaba siendo también una celebración del cine. Porque probablemente el cinematógrafo no sea más que la fascinación primigenia por las cosas y los seres agitándose dentro del cuadro.

Los bellos cuerpos de los bañistas del Rec Comtal acaban jugando a salpicarse unos a otros hasta que las gotas de agua saltando a toda velocidad acaban por ocupar toda la imagen, como si compusieran una obra de dripping. Igual que las hojas en movimiento dejando pasar la luz intermitentemente, igual que esos trenes que surcan el plano a toda velocidad hasta confundirse con las marcas visibles de la película de Super-8. Primeras impresiones no sólo contiene reminiscencias de Dovzhenko, Renoir o Mekas, sino también un desvío natural hacia el territorio de lo experimental, ese cine en el que los motivos se disuelven en la forma puramente abstracta.

Hacer y ver cine es algo íntimamente relacionado con el espíritu festivo que transmiten las imágenes de Guerin: el desenfado de saltarse la prohibición, la alegría de bailar al aire libre una tarde de verano, el placer de mirar el movimiento del agua como si fuera el movimiento del mundo, del tiempo, de los fotogramas sucediéndose a toda velocidad. Hay una Barcelona que aún vive con una espontaneidad desusada en las calles del corazón comercial y turístico de la urbe. Y, filmando esa espontaneidad, el cine parece reencontrarse consigo mismo. Dice el texto que acompaña la proyección que Primeras impresiones es «un tanteo» de cara a un futuro largometraje. Lo esperaremos con ilusión pero sin minusvalorar un cortometraje que parece contener todo el cine en su fuero interno.

Palabras para Julia

Pensando como cinéfilo empedernido, el arranque de Las chicas están bien, primer largometraje dirigido por Itsaso Arana, puede parecer un chiste a propósito del famoso «No trespassing» que reza un letrero herrumbroso en el plano que abre Citizen Kane. Las cinco protagonistas del film están intentando trabajosamente abrir una puerta metálica para acceder a lo que parece un dominio en mitad del bosque y, de repente, aparece Julia, una niña pizpireta que les trae una llave. La joven Julia invita a entrar a las actrices, entre las cuales está la propia Arana, que también nos está invitando indirectamente a penetrar en su territorio fílmico.

Ese territorio nos mostrará enseguida sus calambures y trampantojos. Ahí adentro, Itsaso Arana se llama Itsaso y dirige una puesta en escena, y las otras cuatro protagonistas -Irene Escolar, Helena Ezquerro, Bárbara Lennie e Itziar Manero- mantienen también sus nombres de pila y sus rasgos biográficos verídicos. Digamos que son ellas mismas pero insertadas en una ficción, o tal vez en una no ficción. Su trabajo sobre un texto teatral de origen incierto se nos va aclarando con cierta morosidad: ya está muy avanzada la película cuando nos explican a grandes rasgos de qué va la trama. Y, antes de llegar a ese punto, vamos notando poco a poco que los textos declamados incorporan frases surgidas de la conversación entre las cinco actrices. Porque Las chicas están bien dedica en realidad la mayor parte de su metraje a los momentos de distensión, las conversaciones en grupo entre sesiones de trabajo o momentos con un estatus ambiguo en los que nuestras protagonistas parecen jugar pero están de hecho trabajando en el texto y su representación.

La película, en suma, no es exactamente la puesta en escena de una puesta en escena, sino más bien la recreación de cómo la vida misma deviene en materia prima de la puesta en escena. O, por decirlo de modo más sencillo, Las chicas están bien trata, entre otras cuestiones, sobre cómo la verdad penetra en la ficción. Quizás lo más estimulante del film sea ese estatus indefinido entre ficción y documental que recorre sus imágenes, invitando al espectador a cuestionarse en todo momento cuánto hay escrito previamente y cuánto se está escribiendo en directo ante sus ojos. Es crucial, en ese sentido, el concepto de trabajo grupal que transmite la película, la idea de troupe en la que el rol autoral queda repartido entre un bullicioso colectivo que hormiguea delante y detrás de la cámara. Y es inevitable pensar en una analogía con esos filmes de Matías Piñeiro sobre grupos de actrices que ensayan, manosean y deconstruyen textos shakespearianos, un referente citado explícitamente por la propia Arana en la presentación del film que tuvo lugar hace unos días en el cine Phenomena en Barcelona. Pero, ¿por qué no pensar también en Ema, ese largometraje de Pablo Larraín sobre un grupo de bailarinas que se emancipa de su compañía de danza y se lanza a bailar reguetón a su rollo, en plena calle y sin sujeción a ningún plan o jerarquía?

Las chicas están bien está sembrada de destellos de belleza fruto de esa espontaneidad pero también fruto de un trabajo de puesta en escena mucho más meditado de lo que puede dar a entender esa suerte de asamblearismo sui géneris que vemos en la pantalla. La secuencia de la incursión en la fiesta del pueblo, por ejemplo, está dotada de un impecable sentido del ritmo, amén de ser divertidísima, y muestra un manejo del diálogo que nos hace pensar en la comedia clásica americana a lo Howard Hawks. Y, cuando descubrimos que los textos ensayados corresponden en buena medida a las cartas de un hermano que está lejos, la idea de lo epistolar se apodera del film, lo cual nos lleva a reflexionar sobre cuán importante es el motivo de la carta íntima recitada en determinados episodios del cine moderno o modernísimo: una de las actrices, Itziar Manero, graba un mensaje en un contestador para su madre fallecida, como hacía Margherita Buy en un hermosísimo pasaje de Tre piani (Nanni Moretti); Irene Escolar, por su parte, se declara en el mensaje de voz más lírico de la historia de Whatsapp, un momento que nos recuerda al cine de Pablo García Canga; y Bárbara Lennie, al leer su texto mirando a cámara, nos trae el recuerdo de Les Deux Anglaises et le continent y de un cineasta, François Truffaut, que siempre nos dejó ver, con un estilo muy diferente pero igual de cálido, cómo se colaba la vida por las rendijas de la ficción.

Cito a menudo ese vitalismo de Truffaut cuando comento las películas de Jonás Trueba, que en Las chicas están bien asume el rol de productor. Es cierto que, como declaraba Arana en el Phenomena, el sello estilístico de Los Ilusos recorre el film; pero, si nos fijamos bien, entre las alusiones a los cuentos populares y otros detalles, la realizadora imprime un tono muy distinto, más travieso e incluso tramposo en el mejor sentido del término, empezando por el detalle de que las chicas del título no son cinco sino ocho, contando con Julia, Mercedes -la dueña de la casa- y la niña que no llegamos a ver porque todavía habita en el vientre de su madre. Fijémonos además en que la película describe un confinamiento veraniego en una casa rural para ejecutar una puesta en escena, es decir, lo mismo que los Diários de Otsoga de Miguel Gomes y O trio em mi bemol, de Rita Azevedo Gomes, dos títulos fundamentales del cine post COVID-19.

A veces pienso que una parte del cine de autor más interesante habita permanentemente en el ambiente ocioso y festivo del grupo de cazadores-vividores de Hatari! (Howard Hawks, de nuevo) porque es en esos apartes, en esa suspensión del tiempo ordinario que propicia el verano y la distancia de la ciudad, donde la ficción se genera de manera más fructífera, en contacto con la vida misma. Ahí se sitúa Las chicas están bien y ahí emergen y se imponen los temas esenciales de la aventura humana: la pérdida, el amor, la transmisión intergeneracional. La última carta del film tiene como destinataria a una niña que aún no ha nacido y quizás toda la película se dirige en cierto sentido a las nuevas generaciones, a las mujeres que vendrán, como las Palabras para Julia de José Agustín Goytisolo. Precisamente, una de las sorpresas del film es el protagonismo que adquiere por momentos la joven Julia, que se adueña de la función por derecho de improvisación y de rebeldía. Las chicas están bien, en fin, es un film valioso porque, entre otros motivos, apunta hacia el futuro.

‘Apollo 10 ½: A Space Age Childhood’ – La conquista de una mirada

Ya muy avanzado el metraje, encontramos en Apolo 10 ½: Una infancia espacial (Apollo 10 ½: A Space Age Childhood), el último largometraje de Richard Linklater, un plano que nos recuerda poderosamente a otro anterior del mismo realizador. Stan, el joven protagonista, sale junto a tres de sus hermanos de un túnel con el que acaba el recorrido de una excitante montaña rusa, en el parque de atracciones AstroWorld. Mientras el vagón aminora y la luz del sol vuelve a cubrirles, Stan levanta la mirada hacia el cielo con aire meditabundo y los ojos entornados, gesto que vemos en un primer plano picado y ligeramente ladeado. Es una toma muy parecida a otra de BoyhoodSIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/apolo-10-%c2%bd-una-infancia-espacial/