No creo que le descubra nada nuevo al lector si afirmo que la clave del auge, en todos los rincones del planeta, de determinados movimientos, liderazgos y expresiones políticas reside en el hecho de que la extrema derecha ofrece respuestas simples a problemas complejos. En un mundo en el que la comunicación a través de las redes sociales y los dispositivos móviles impone una inmediatez enfermiza, resultan imbatibles los mensajes sucintos y demagógicos que apelan a una pulsión más emocional que racional y que son alimentados ad nauseam por ese mecanismo diabólico que llamamos sesgo de confirmación. Así pues, aunque sólo hay que tener ojos para ver que las cosas son mucho más complicadas, es demasiado atractivo y acomodaticio pensar que nuestros problemas se solucionarán expulsando a los inmigrantes, abandonando la Unión Europea, defendiendo la tenencia de armas, refugiándose en una religiosidad inapelable o salvaguardando la unidad o la independencia -según el gusto- de la nación. Lo que no solemos hacer es razonar en sentido inverso: si la fascistización consiste en ofrecer respuestas, quizás es porque la cultura democrática, la verdadera cultura democrática, consiste por el contrario en plantear siempre nuevas preguntas. Por eso, el cultivo de lo que he llamado cultura democrática entronca con el cultivo de la cultura, a secas. Cualquier penetración en el conocimiento, sea del tipo que sea, implica poner sobre la mesa más preguntas, abrir infatigablemente caminos entre la maleza. Saber es saber lo poco que se sabe. Aprender no es hallar explicaciones sino otros interrogantes.
Y esa tensión entre el reconfortante refugio de las respuestas sencillas y la libertad que suponen las preguntas sin fin es algo que recorre también el cine de nuestro tiempo. Echando la vista atrás a algunos de los títulos que nos han parecido más significativos últimamente y a la deriva general de las cosas en este extraño presente pandémico, parece que el cine, lejos de batirse en retirada, halle la manera de expandirse planteando precisamente nuevos interrogantes, lanzándose al vacío y poniéndolo todo patas arriba de nuevo. Incluso necesita hacerse incómodo, alejarse de la perfección o de la belleza, como ese musical desinhibido que es Annette (Léos Carax) o esa estridencia desestabilizadora que es Luzifer (Peter Brunner). O negando su propia sistematización, rechazando encerrarse en un código acotado, como el cine insobornable de Hong Sang-soo (doble salto mortal en 2021 con Inteurodeoksyeon y Dangsin-eolgul-apeseo), que se resiste a convertirse en un patrón identificable y siempre nos pone nuevas trampas. O desbordando por todos los flancos las dimensiones de lo cinematográfico, como ese film-serie de ficción-documental histórica-futurista e insoportable-fascinante que es DAU (Ilya Khrzhanovskiy, Ilya Permyakov). O conjugando elementos inconexos, hallando la más extravagante de las voces, como El gran movimiento (Kiro Russo). O habitando una noche extraña y desconcertante donde el cine parece soñarse a sí mismo deformado, absurdo, como Zeros and Ones (Abel Ferrara). O haciéndose queer, trans, cyborg y, sobre todo, mutante en fondo y forma, como Titane (Julia Ducournau) o After Blue (Bertrand Mandico). O abrazando la nada hasta las últimas consecuencias como Memoria (Apichatpong Weerasethakul). O buscando la resignificación de sus propias imágenes y saliendo a la conquista de la ficción como Diários de Otsoga (Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes), Isabella y Sycorax (Matías Piñeiro y Lois Patiño) o Lejano interior (Mariano Llinás). O ahogándose en una verborrea sin principio ni fin, como Malmkrog (Cristi Puiu) o Gūzen to Sōzō (Ryûsuke Hamaguchi). O, simplemente, tumbándonos en un diván para descubrir la incertitud de quien creíamos que nos daría respuestas, como en Doctor Portuondo (Carlo Padial).
Con todo esto no quiero decir que haya que enemistarse con la perfección –Cry Macho (Clint Eastwood), Doraibu mai kâ (Ryûsuke Hamaguchi) y Tre piani (Nanni Moretti), pongamos por caso, son dispositivos más cerrados pero tan valiosos y revolucionarios como los títulos anteriores- sino que hay un cierta zona de confort en la que sí, ahí sí, el cine parece entrar en vía muerta. De entrada, a pesar de tantas cosas buenas que nos han aportado las series de qualité, es innegable que han ocupado una posición hegemónica entre el público del streaming -es decir, el mayoritario- cimentando una cierta rutina: narraciones vastas y alambicadas pero lineales, un look sofisticado pero pasmosamente homogéneo, un hábito de consumo pautadísimo. Y, desde el estamento de la crítica, debemos reconocer que a veces pecamos de inercia, falta de osadía e incluso algo de pacatería al ponderar productos de calculada excelencia, ya sea el último blockbuster hollywoodiense con firma de prestigio o ese cine de autor paradójicamente estandarizado que parece concebido ab initio para engrosar las secciones oficiales de los festivales.
Tampoco quiero decir, por expresarlo de la manera más bruta, que haya una bifurcación entre un cine democrático y un cine fascista. Las cosas no son tan burdas, vade retro. Pero sí parece, visto lo visto, que el cine sigue siendo una cuestión moral y un animal político, profundamente político. No desde la militancia, algo que casi siempre funciona muy mal en la pantalla; tampoco como un reflejo pasivo del estado del mundo, como si el cine tuviera que ser observado como una permanente versión cutre de la caverna platónica. Lo importante es que el cinematógrafo vive en su seno, en el corazón de sus formas, la tensión entre la libertad indagatoria y las respuestas simples y comodonas. Por eso, creo que sería bueno que las personas que nos dedicamos a divulgar el hecho cinematográfico desde la posición que sea -la crítica, el periodismo, la docencia, la escritura…- pongamos la máxima atención en esas fisuras incómodas, en esos interrogantes impertinentes que nos martillean aquí y allá. No con la pretensión desmedida de cultivar la cultura democrática sino con la humildad de reconocer el cine como un campo infinito del que aún sabemos muy poco. Nos preguntamos a menudo quién nos escuchará pero tal vez el primer paso es plantearse qué podemos decir para no incurrir en lo de siempre. Quizás así consigamos contagiar a alguien esa curiosidad inagotable que sigue expandiendo el cine, una inquietud incurable de la mirada que representa la única pandemia que nos merecemos.