D’A 2023 – Punto Omega

Leemos en internet varias descripciones del punto omega —concepto acuñado por el pensador jesuita Pierre Teilhard de Chardin— como, digamos, un extremo abstracto y místico de la conciencia. Para este cronista, Punto Omega (2010) es la novela de Don DeLillo que, en sus primeras páginas, relaciona ese concepto con 24 Hour Psycho, la videoinstalación de 1993 del artista Douglas Gordon en la que Psicosis (Psycho, 1960) era proyectada al ralentí hasta tener una duración de 24 horas en lugar de los 109 minutos originales. La idea vendría a ser grosso modo que, al observar esa manipulación del film de Alfred Hitchcock, podemos alcanzar una suerte de punto omega de la experiencia como espectadores. Esa podría ser también una definición de lo experimental en el cine; o quizás de todo el cine de autor, en un sentido mucho más amplio, a juzgar por lo que hemos visto en la decimotercera edición del D’A, el festival de cine de autor de Barcelona, que ha tenido lugar entre el 23 de marzo y el 2 de abril. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/da-2023/

Encadenados

En So-seol-ga-ui yeong-hwa (A.K.A. La novelista y su película), Hong Sang-soo vuelve a recordarnos al cine de Éric Rohmer por cuanto los encuentros fortuitos ponen en relación a los personajes y desencadenan los acontecimientos. Pero esos encadenamientos constantes no son sólo una fórmula para armar la trama; se nos revelan también como un sutil mecanismo para que el film vaya añadiendo nuevas capas a su compleja significación. De entrada, porque cada encuentro introduce a un personaje con un rol creativo en absoluto baladí: la escritora, el cineasta veterano, la actriz, el cineasta joven, el poeta. Y, entre sus conversaciones ligeras, a menudo cómicas de puro banales, surgen aquí y allá intercambios de ideas acerca del hecho creativo que, como viene siendo habitual en su cine, nos dan pistas valiosas para desentrañar la filosofía de Hong.

En un sentido, So-seol-ga-ui yeong-hwa es puro Hong: volvemos a recorrer esas comunicaciones secretas entre un plano y otro, sentimos de nuevo cierta incerteza acerca de lo que estamos viendo cuando un personaje se queda traspuesto y lo que sigue puede pertenecer tal vez a sus sueños, o cuando empieza la proyección en una sala de cine e ignoramos si lo que viene a continuación pertenece o no al film dentro del film, o cuando un zoom desde un mirador parece deslizarnos hacia un nuevo desvío narrativo… Pero, por otra parte, So-seol-ga-ui yeong-hwa coincide con Tab (A.K.A. Walk Up), su otra realización de este 2022, en mostrarnos un encadenamiento de encuentros y circunstancias que se acaba cerrando sobre sí mismo, describiendo un movimiento circular: aunque es un film con varias conclusiones, se puede decir que, al final, volvemos a la misma librería donde todo comenzó. Hong es un cineasta fascinado por la exuberancia de la ficción, por las infinitas derivas del relato, cosa que lo emparenta por sorpresa con contemporáneos suyos tan diferentes a él como Mariano Llinás o Miguel Gomes; pero, después de habernos hablado profusamente sobre la infinitud del relato a lo largo de su filmografía, en So-seol-ga-ui yeong-hwa parece añadir un comentario acerca del eterno retorno de toda ficción hacia la materia prima que la engendra, que no es otra cosa que la realidad, la vida y nada más.

Precisamente, cuando la novelista plantea el proyecto de film que quiere acometer, verbaliza una determinada concepción sobre la presencia de lo real en el cine que no se corresponde a las nociones de lo documental ni del realismo sino a algo más elemental. Detrás del cine está la vida, estamos todos nosotros, está el cineasta y su circunstancia. Por eso, y por si alguien pensaba que Hong se limita a hacer «más de lo mismo» y no es capaz de volver a sorprendernos, llega esa maravillosa secuencia final -que tampoco es el definitivo final, otro trampantojo- en la que Kim Min-hee mira directamente al objetivo e interpela al cineasta. Las imágenes se cubren de color a sugerencia de la propia actriz y oímos no sólo la voz de Hong por primera vez en su filmografía sino un intercambio de declaraciones de amor tan inesperado como conmovedor. Puede que estemos viendo el film de la novelista, sí, pero hemos vuelto de hecho a la estricta realidad: al cineasta que sostiene la cámara y a la musa que habita la imagen. A la vida llena de colores, de amor y de formas que mutan incesantemente ante nuestros ojos.

Antes de llegar a ese punto, en mitad de la película, se produce otro de los episodios más singulares de toda la filmografía de Hong. La actriz y la novelista están comiendo en un restaurante, en una situación y un encuadre típicamente honguianos; y, en segundo término, a través del vidrio que separa su mesa del exterior, vemos a una niña que se para en plena calle para observarlas fijamente. Pasa unos minutos así hasta que las dos comensales reparan en su presencia. Entonces se va, desaparece fuera de campo; pero reaparece al cabo de un rato -huelga decir que estamos ante un largo plano secuencia, algo también muy honguiano– para quedarse de nuevo mirando a las protagonistas hasta que la actriz acaba saliendo a hablar con ella. Hay algo tan fortuito en todo ello que uno puede preguntarse si se trata de una espontánea y su aparición ha sido incorporada al film por decisión del cineasta, o si todo está planeado de antemano.

En cualquiera de las dos hipótesis, esa secuencia nos muestra que el cine de Hong es el fruto de una valiosa conquista -¿del azar y la improvisación, de la puesta en escena, de ambas cosas?- y una celebración de un cierto extrañamiento: el que se produce a través de ese vidrio entre la ficción y la realidad ahí afuera, entre el relato y la vida que lo ha engendrado. O el extrañamiento de todos nosotros que, desde el mundo real, miramos las imágenes a la vez como retazos de realidad y como mitos fantasiosos; en ese sentido, la niña es el reflejo de ese nosotros, los que vemos la escena desde el lado opuesto, es decir, a través del marco de la pantalla. Y la mirada de la pequeña nos recuerda a la de esos personajes que observan la acción a través de los marcos de las puertas y ventanas en Mistérios de Lisboa. Hong ha logrado combinar en su cine, tan austero y sencillo en apariencia, el onirismo metacinematográfico de Raúl Ruiz, la impregnación de la vida de las películas de François Truffaut, la verbosidad y el azar de Rohmer y la abismal exuberancia de Llinás y Gomes: ¿es necesario aún reivindicarlo como uno de los cineastas capitales de nuestro siglo?