Éxtasis y tormento en primer plano

Quizás el estilo es algo tan sutil como un matiz milimétrico en el ángulo y la distancia desde donde se filma el rostro humano. Hay un tipo de primer plano muy característico de David Cronenberg, una toma que parece dotada de una peculiar profundidad de campo: es un efecto muy leve pero el caso es que sentimos como si el rostro filmado se acercara a la cámara estirando el cuello, ganando un volumen inusual sobre el cuadro. En esas tomas, los intérpretes no miran directamente al objetivo pero parecen interpelar a los espectadores con un aire intrigante, como si quisieran compartir un secreto con nosotros. Si en una película de Claire Denis diríamos que la cámara se acerca a los cuerpos, atraída por la piel, en el cine de Cronenberg ocurre lo contrario, es decir, son los cuerpos los que se echan sobre la cámara, acercándose a nosotros sugerentemente. Hay varios planos de ese tipo en Crimes of the Future, el último largometraje de Cronenberg. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/crimenes-del-futuro/

‘Apollo 10 ½: A Space Age Childhood’ – La conquista de una mirada

Ya muy avanzado el metraje, encontramos en Apolo 10 ½: Una infancia espacial (Apollo 10 ½: A Space Age Childhood), el último largometraje de Richard Linklater, un plano que nos recuerda poderosamente a otro anterior del mismo realizador. Stan, el joven protagonista, sale junto a tres de sus hermanos de un túnel con el que acaba el recorrido de una excitante montaña rusa, en el parque de atracciones AstroWorld. Mientras el vagón aminora y la luz del sol vuelve a cubrirles, Stan levanta la mirada hacia el cielo con aire meditabundo y los ojos entornados, gesto que vemos en un primer plano picado y ligeramente ladeado. Es una toma muy parecida a otra de BoyhoodSIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/apolo-10-%c2%bd-una-infancia-espacial/

La reina de la comedia

Cuando camino por Barcelona, a mí también me dispensan golpes y codazos, y me intimidan ciclistas con gesto desafiante; y, el sábado pasado, un pijo que conducía un todoterreno me insultó biliosamente porque cometí la insolencia de cruzar un paso de cebra con el semáforo en verde para los peatones. Me identifico, en suma, con los sinsabores de Fran Lebowitz como transeúnte en el Nueva York de hoy, avatares que ella misma relata en los primeros compases de Pretend It’s a City, la serie en la que Martin Scorsese charla con la escritora, recupera fragmentos de otras entrevistas y le invita a disertar sobre la ciudad en la que ambos han vivido siempre. Y, de toda la trayectoria y los recuerdos de Lebowitz, la serie pone un cierto énfasis en los años setenta, una década recordada por lo visto como un episodio oscuro de la historia de Nueva York pero que fue, amén de un periodo seguramente interesantísimo, un episodio de brillo y maduración en las carreras tanto de la protagonista como del cineasta.

Scorsese, en su cine, tiende a volver a los setenta y tiende en general a glosar la historia de la ciudad y del mundo que él ha vivido, esto es, la segunda mitad del siglo XX en toda su riqueza. Es así especialmente en su obra documental, en la que nos ha hablado de figuras señeras de la música de su juventud –Bob Dylan, George Harrison y los Beatles, los Rolling Stones- que le han servido para describir indirectamente el espíritu de esos años de efervescencia de la cultura popular. Algo parecido pasa con la larga entrevista a Lebowitz que ocupa el cuerpo central de Pretend It’s a City: la protagonista no sólo describe el ambiente cultural y social del Nueva York de los cincuenta en adelante sino que explica sus relaciones con Duke Ellington, Charles Mingus, Andy Warhol… La serie nos sorprende también con las apariciones de Leonard Bernstein, Serge Gainsbourg, Toni Morrison… Y un invitado especial, Nino Rota, del que oímos pasajes de sus bandas sonoras para Il Gattopardo y La dolce vita. Al final, las tres horas y media que suman los siete episodios -siete, como los de À la recherche du temps perdu– dejan la sensación de haber visto algo semejante a uno de esos extensos y prolijos largometrajes de Frederick Wiseman que exploran a fondo un tema concreto y acaban siendo una suerte de homenaje a una cultura vasta, multiforme, inagotable.

La cultura reivindicada por Scorsese en Pretend It’s a City puede concretarse en dos motivos simbólicos. Por un lado, el diálogo. No sólo el cineasta, significativamente situado delante de la cámara, conversa con Lebowitz a lo largo de la serie en la mesa de un sofisticado café y en el escenario de un teatro; también la vemos participar en varias entrevistas televisivas con Alec Baldwin, Olivia Wilde, Spike Lee o David Letterman que se desarrollan bajo ese formato repetido hasta la náusea en los late shows estadounidenses y sus imitaciones foráneas, es decir, esa disposición consistente en sentar al entrevistador en una mesita y al entrevistado en un sofá en escorzo, siempre en posición de inferioridad respecto a la persona que le hace preguntas con aire de suficiencia. Lebowitz subvierte en cierto sentido esa disposición porque ella misma es una showwoman, trata de tú a tú a sus preguntadores y se apodera del discurso. Y es ésa una posición que parece comentar el espíritu de la serie y de toda esa obra documental de Scorsese que mencionábamos, en la que la voz del cineasta parece querer abrazar el estilo de la figura glosada y fundirse con él; como, por ejemplo, en esos planos fascinantes de Mick Jagger bailando sobre el escenario en Shine a Light, apoderándose con su movimiento de la forma de la imagen, dibujando la puesta en escena con el ritmo de su cuerpo. Podría decirse que Lebowitz hace lo mismo en Pretend It’s a City con su verborrea ácida e inagotable. Para Scorsese, el cine parece tener un cierto sentido socrático de diálogo enriquecedor con la figura filmada.

En segundo lugar, la propia ciudad de Nueva York se erige en tema, forma y condicionante de la serie. O quizás de la obra entera de Scorsese, que parece dominada por un fuerte sentido de la polis, de la vida en una comunidad urbana como sistema complejo y como fuente inagotable de historias (en su cine, tenemos a veces la sensación de estar siempre en las calles de Goodfellas, sembradas de personajes estrambóticos y episodios epatantes). Como sugería al principio, me identifico con esa cultura urbana de Scorsese y Lebowitz, con esa idea de comunidad cívica cuya crisis describe la escritora de manera no por hilarante menos alarmante. Que la gente ya no tenga por la calle el más mínimo miramiento hacia sus semejantes -como los agresivos habitantes de esa ciudad en ruinas de The Country of Last Things, novela que Paul Auster escribió hace más de treinta años presumiblemente sin sospechar que tendría aspectos proféticos- es el síntoma de una fractura no sólo social sino cultural, un proceso de descivilización relacionado con la manera de reproducirse del sistema capitalista en el nuevo mundo digital. Y el cine forma parte de esa cultura compartida que parece desvanecerse ante nosotros, como si fuera una ciudad universal por la que transitamos al compartir ficciones, visiones del mundo, una sensibilidad transmitida a través de las imágenes. La crisis del cine, en fin, no consiste en que las salas de exhibición se estén vaciando sino en la fragilidad actual de esa polis de las imágenes en la que podemos dialogar con toda la humanidad que hubo, hay y habrá.