Propios y extraños en un tren

Mark Cousins nos interpela en nombre del mismísimo Alfred Hitchcock en su último largometraje, cuyo título no deja lugar a dudas: My Name Is Alfred Hitchcock es una disección típicamente cousinsiana de la puesta en escena del realizador de Vertigo o, mejor dicho, de la filosofía que reside detrás de los aspectos técnicos y creativos del trabajo hitchcockiano. El teórico y cineasta irlandés nos muestra, con su proverbial apasionamiento, cómo una posición extrañamente elevada de la cámara, un travelling a través del marco de una puerta o un simple salto de un plano a otro operan con precisión y delicadeza a favor del engranaje del suspense, del sentido del juego o del ardiente deseo que recorre los gestos y las miradas del cine de Hitchcock.

Pero, insisto, Cousins lo hace jugando él mismo con nosotros, los espectadores, al usar una voz idéntica o casi idéntica a la del viejo Hitch que nos habla en off y en primera persona. En la era de la inteligencia artificial y de la posverdad, el chiste de Cousins consiste en suplantar al cineasta y elaborar un discurso propio como si emanara directamente de Hitchcock; pero lo hace, bien entendu, con nuestra complicidad. En cierto sentido, My Name Is Alfred Hitchcock nos demuestra que los mecanismos del cine hitchcockiano tienen un perfecto encaje o, mejor dicho, siguen atesorando un gran valor en mitad del gran tinglado digital en el que andamos inmersos. Que todo, en definitiva, es una cuestión de buen gusto y de honestidad, valores siempre necesarios para ponderar el acierto o desacierto de la puesta en escena.

Y, después del ver el film de Cousins, uno se encuentra ante un blockbuster aparentemente banal como Mission: Impossible – Dead Reckoning Part One (Christopher McQuarrie) y resulta que, a pesar de la aparatosidad del film, del nulo estilo que transmiten sus imágenes y del aún más rutinario trabajo de todos los comediantes de la función, esta nueva edición de la saga guarda un notable interés por ser, salvando grandes distancias, íntimamente hitchcockiana. Por supuesto, por el evidente MacGuffin, que parece citar explícitamente al de Notorious. Pero también por la gestión del suspense y de la acción, mucho más atenta a la inteligibilidad de los movimientos y a la complicidad con el espectador de lo que es habitual en los blockbusters de nuestra era digital. Si a esto sumamos que el film juega con la potencialidad y las reminiscencias de sus escenarios -las ciudades de Roma y de Venecia, los pasillos de un aeropuerto y los vagones de un viejo tren que atraviesa un paisaje alpino-, no es descabellado elucubrar que Mission: Impossible – Dead Reckoning Part One es una pálida pero apreciable revisión en nuestros días de lo que supuso, pongamos, North by Northwest como ambicioso y sofisticado film de espionaje.

Lo curioso es que la película de McQuarrie también nos habla de la era de la sospecha en la que nos sumerge el avance tecnológico actual, hasta el punto de que el villano es un ente digital capaz de suplantar personalidades e infiltrarse en las entrañas de cualquier Estado o entidad financiera. Las capacidades de tan etéreo enemigo acaban propiciando diálogos en los que los propios personajes se cuestionan las posibles derivas y añagazas de la trama; concretamente, hay un encuentro harto estimulante entre todos los protagonistas en el Palacio Ducal de Venecia en el que, además de intercambiar sospechas y amenazas, comentan la jugada como si nos encontráramos de repente en uno de los diálogos de The Trouble with Harry.

Por supuesto, no todo es tan atractivo: justamente ese diálogo viene precedido por la recreación de una fiesta nocturna raruna que parece diseñada por un paupérrimo imitador de Fellini, los momentos presuntamente dramáticos del film o los primeros planos intensitos de su estrella principal son más bien risibles… Pero, en conjunto, Mission: Impossible – Dead Reckoning Part One supone una grata sorpresa por desprender, a pesar de todo, un cierto sentido clásico de la aventura. Incluso el desenlace parece emular el díptico piratesco de Tintín –Le Secret de La Licorne y Le Trésor de Rackham le Rouge– al prometernos, en la segunda parte de la película que se estrenará el año que viene, la búsqueda de un tesoro en un bajel hundido en las profundidades del océano.

Coda: por comparación, las pretensiones retro de la quinta edición de las aventuras de Indiana Jones, un film demasiado plomizo, fatuo y escatológico, se nos antojan un rotundo fracaso. Y, a pesar de su excesivo metraje, la nueva Mission: Impossible tiene un ritmo cadencioso y excitante que contrasta con el extraño efecto que provoca un film mucho, pero que mucho más ambicioso como es Oppenheimer, lo último de Christopher Nolan. De hecho, Nolan parece haber perpetrado un chiste involuntario al brindarnos un largometraje cuántico sobre el padre de la bomba atómica, es decir, una película que es varias cosas contradictorias a la vez. Oppenheimer es un film enteramente hablado, como si quisiera situarse por sorpresa en el terreno de esos densos thrillers verbosos tipo All the President’s Men (Alan J. Pakula) o JFK (Oliver Stone) y negar su condición de gran espectáculo visual; pero, a la vez, causa cierto sonrojo al intentar ocultar su hechura de biopic convencional, muy convencional, mediante esa narración típicamente nolaniana que consiste en intercalar constantes analepsis y prolepsis, intentando impostar así un efecto de complejidad. Oppenheimer, en fin, atesora ciertos valores pero nos hace sentir bastante lejos de un cierto noble sentido de la puesta en escena del cual Hitchcock es con justicia uno de los máximos exponentes, mientras que otros títulos surgidos igualmente del Hollywood más oficial, industrial e institucional nos muestran que la pervivencia del cine y de su lenguaje no es en absoluto una misión imposible.

Hijos de Bowie

Moonage Daydream, el largometraje de Brett Morgen sobre la figura de David Bowie, contiene dos películas en su seno: la rica contextualización y el discurso sobre el peso del rock en la cultura del cambio de siglo que desplegaba Todd Haynes en The Velvet Underground y la fascinación por la presencia escénica, el cuerpo mutante y el magnetismo inefable de una figura que danza, se agita, canta y nos sorprende con cada gesto que mostraba Martin Scorsese en Shine a Light. O, dicho de otra manera: por un lado, a través de la figura de Bowie, el film observa con melancolía un tiempo perdido, un esplendor pasado, la evocación desordenada y cadenciosa a la manera de Proust de un tiempo recobrado. Por el otro, es una exaltación de la figura del artista raruno, amanerado y pagado de sí mismo dotado de una genialidad y una elegancia fuera de lo común.

Fijémonos en la manera de fluir de la película. Moonage Daydream se deja guiar por la verborrea de Bowie, que acaba resultando un sinsentido ebrio e incluso contradictorio como el de los tertulianos de Malmkrog. Pero la divagación contracultural y posthippy del autor de Starman no puede ser más diferente de la cháchara de los personajes de Cristi Puiu; y aglutina, si no muchas ideas, al menos muchas sensaciones, pulsiones e intuiciones de cierta cultura de la segunda mitad del siglo XX que, en palabras del propio cantautor, estaba inventando ya el siglo XXI.

En realidad, oímos el discurso de Bowie pero vemos el del cineasta, que se expresa mediante un collage rítmico, trepidante, casi epiléptico por momentos. El montaje de Moonage Daydream es unas veces digno de Godard, cuando la hojarasca de imágenes del cine y de la historia siglo XX se mezcla en un aparente caos, y otras digno de Norman McLaren, cuando la pantalla se cubre de puras manchas de color, formas que evolucionan en libertad ante nuestros ojos como en la secuencia final de 2001: A Space Odyssey pero sin esa cadencia calculada y llena de simetrías.

En cierto sentido, la obra entera de Bowie parece dar una réplica bohemia al discurso ordenado y puntilloso del film de Stanley Kubrick, pues el artista británico tenía una querencia especial por el tema del espacio exterior y transmitía una suerte de misticismo sui géneris. Morgen incide en ésos y en otros temas fundamentales como la permanente cultura viajera de Bowie, el estilo característico de sus vestimentas y sus danzas, la escenografía mutante y siempre rompedora de sus conciertos, su particular manera de afrontar las entrevistas o su polifacética vertiente artística.

Moonage Daydream, en suma, se adscribe a todo ese cine documental -o no, pues también me refiero a algunos títulos de ficción de Oliver Stone, por ejemplo- de montaje rapidísimo con el que nos hemos familiarizado de un tiempo a esta parte. Y quiere acompañar con su forma el discurso de un artista que aunó un futurismo tardío, petardo y rudimentario con un sentido de lo barroco no menos extemporáneo; o que, simple y llanamente, sublimó la noción de lo glam. Todo lo cual nos invita a reflexionar sobre la influencia de la estética bowieana en la cultura popular de nuestro tiempo, particularmente en el cinematógrafo. Por poner un ejemplo cercano, el look de Bowie y del film nos recuerda a la estética de cineastas como Bertrand Mandico: por momentos, uno cree estar viendo alguna secuencia perdida de Les Garçons sauvages o Paradis sale.

En definitiva, todos somos hijos de Bowie, herederos de un mejunje cultural en el que nuestro hombre tuvo un papel protagonista, lo cual le sitúa a la altura de figuras como Jean-Luc Godard, Julio Cortázar o Susan Sontag, personalidades singulares e influyentes que identificamos con la vanguardia del pensamiento y de la creación de la segunda mitad del siglo XX.

La demencia ordinaria

En los pasajes más trepidantes de Stachka, Bronenosets Potemkin u Oktyabr, es decir, de las obras más emblemáticas de Sergei M. Eisenstein, su concienzuda concepción del montaje cinematográfico parece enajenarse y dejarse llevar por el frenesí, encadenando planos con suma rapidez y buscando, más que el efecto del contacto de unas imágenes con otras, un estado de ebrio aturdimiento en el espectador. Esa estética de la saturación ha vuelto una y otra vez a lo largo del siglo del cine hasta llegar al cineasta que hoy nos ocupa, Harmony Korine, que con The Beach Bum retoma paisajes, caracteres y ambientes cercanos a los de su anterior largometraje, Spring Breakers. Pero hay una notable diferencia. En el relato de las peripecias de las cuatro jóvenes extraviadas en el lado salvaje de la mano del narcotraficante Alien, la sucesión epiléptica de imágenes nos llevaba adelante y atrás en el tiempo constantemente, agitando la narración hasta romper su estructura y eludir toda posible catarsis o circularidad, todo atisbo de arco dramático o restablecimiento. The Beach Bum, en cambio, nos es relatada también con un montaje saturado, histérico, pero de forma lineal: primero un planteamiento, a continuación un nudo, finalmente un desenlace.

El hecho en sí es interesante por cuanto desafía la idea de que las filmografías son o deben ser progresivas y, por tanto, un cineasta ha de acceder en cada realización a una mayor complejidad, a un estadio superior. Korine no ha apostado por el más difícil todavía sino por profundizar en, decíamos, el paisaje físico y humano de su película anterior: una Florida grotesca, hortera hasta niveles dolorosos para la mirada, dementemente hedonista, materialización de la faceta más decadente del capitalismo americano. De hecho, todo en The Beach Bum nos hace pensar indirectamente en la desfachatez desconcertante de un personaje hoy ineludible, Donald Trump, cuyo ascenso al poder quizás no sea un fenómeno tan extraño como nos pareció en su momento. Trump, precisamente, parece sentirse más en su salsa en la famosa residencia de Mar-a-Lago, en Florida, que en su Nueva York natal.

El protagonista de The Beach Bum no es un voraz hombre de negocios sino el más extravagante de los poetas, una suerte de Charles Bukowski floridano, alcohólico y politoxicómano, adicto también a las camisas floreadas más atroces y con tendencia al travestismo, inmune a las normas cívicas y al sentido del pudor, chillón y desaliñado, un tipejo verdaderamente al límite de todo que no tiene reparo en compartir unos tragos con una panda de mendigos como el Ben Gazzara de las Storie di ordinaria follia de Marco Ferreri, película inspirada precisamente en la obra de Bukowski. Moondog, como se hace llamar nuestro protagonista, vive fundamentalmente de las rentas de su esposa, millonaria y no mucho más cabal que él; al enviudar de resultas de un esperable accidente de tráfico tras la más salvaje de las juergas, Moondog se ve en la tesitura de tener que completar un nuevo libro de poemas si quiere recibir la sustanciosa herencia de su mujer, que impuso esa condición en su última voluntad.

Y ahí se encuentra el quid de la película (considere el lector todo lo que queda de párrafo como un spoiler). La más errática y caótica epopeya lleva a Moondog, que inverosímilmente no se separa nunca de su máquina de escribir, a completar contra pronóstico un libro que supondrá su restitución como poeta y le abrirá las puertas a continuar con su disipada existencia. No sólo eso: incluso recuperará la buena relación con su hija, casada con un pollo pera con el que le une una mutua y lógica animadversión. Pero Moondog pondrá la verdadera rúbrica final a su obra cuando, en una nueva bacanal desmedida digna de Dmitri Fiódorovich Karamázov, incinere el grueso de su herencia en un velero que se adentra en la noche consumido por las llamas, como en un rito pagano y nihilista.

Korine, en suma, parece haber encontrado en el poeta Moondog no un reflejo de sí mismo sino más bien de su actitud como artista: prescindir de la noción de belleza, abrazar sin temor lo extremo y asumir las consecuencias. Y todo con humor, con un desenfado contagioso que llega a su punto álgido cuando el colega navegante y guía turístico de Moondog se arroja entusiasmado a un grupo de tiburones confundiéndolos con delfines. Korine pertenece a una estirpe de cineastas que, dotados de distancia irónica y desprovistos de recato, tratan de llevar sus filmes a todo tipo de límites y se sirven de la estética de la saturación, que sitúa al espectador en una experiencia un poco más allá del cine, fuera de ciertos estándares comunes de harmonía, incluso fuera del lenguaje cinematográfico. Es la estirpe del Oliver Stone más desinhibido, el de Natural Born Killers; o del Joe Begos de Bliss y el Panos Cosmatos de Mandy, por poner dos ejemplos más apegados a nuestro presente. Al optar por esa estética de la saturación en lugar del despojamiento propio del cine de autor más común, determinados cineastas parecen tratar de hacer una abstracción de la caótica sobreabundancia de imágenes de nuestro abismo digital para intentar así pasar de la ceguera por exceso a una nueva visión de las cosas. Más o menos como en esas fascinantes experimentaciones de Carlo Padial con la hojarasca que recoge en la red.