Un informal cortejo fúnebre abre Vitalina Varela, el último largometraje de Pedro Costa. Siluetas oscuras pasan lentamente sobre el muro de un cementerio lisboeta, cruzando la pantalla de un extremo a otro como el tren de sombras de Gorki y Guerín. Quizás el cine fue siempre una ceremonia funeraria, una paradójica celebración de lo muerto oficiada por formas animadas. Y la obra de Costa parece habitar esa paradoja, hablándonos con el movimiento calmo de un paso fúnebre sobre lo que se va, lo que se pierde, lo que se muere. Ya a propósito de Cavalo Dinheiro dijimos que su cine transcurre en una suerte de Hades donde los vivos y los muertos dialogan y se confunden: a pesar de tener una hechura menos fantástica (si es que tiene sentido usar la etiqueta fantástica en el cine de Costa), en Vitalina Varela sentimos incluso con más intensidad que esas figuras quietísimas que pueblan las imágenes ya pertenecen, al menos en parte, al reino de lo extinguido.
Quizás lo que singulariza a esta última realización de Costa respecto a las anteriores es una particular insistencia en la filmación de rostros, figuras humanas y pequeños grupos, como si sus imágenes se situaran a medio camino entre el cine y las artes de la escultura y la pintura. Mencionamos a menudo la fascinante apariencia escultórica de determinadas composiciones visuales de Fassbinder, formadas como las de Costa por cuerpos inmóviles o ceremoniosamente animados. El cineasta portugués combina ese sentido escultórico con una sensibilidad pictórica que asemeja sus planos a las telas del periodo barroco y a la luz de la pintura tenebrista, una región del arte en la que el aliento de la muerte se hace sentir constantemente detrás de cada escena, de cada figura. Y las imágenes de Vitalina Varela recuerdan también a las del fotoperiodismo de carácter más creativo, que a menudo parece beber también de la influencia barroca y tenebrista; todas las artes de la imagen parecen confluir en el cine de Costa.
En defensa siempre de un cine impuro, no olvidemos que es precisamente en la pintura y la escultura donde es más común realizar numerosas versiones de un mismo tema; y las imágenes de Vitalina Varela plantean mil variaciones sobre un mismo tipo de composición o de retrato, de igual manera que cada obra de Costa parece hasta cierto punto una variación sobre las anteriores: como pasa en la obra de Yasujiro Ozu, tanto el asunto como la forma de las películas son similares pero los matices hacen que cada pieza enriquezca el conjunto. Y esa exquisita delicadeza habita en el seno de también cada plano de Vitalina Varela, donde no sobra ni falta un solo segundo de duración y el encuadre ha sido pensado con precisión milimétrica. Recordemos una vez más que, no en vano, Costa es y ha sido amigo y discípulo aventajado de Jean-Marie Straub y de la añorada Danièle Huillet.
“Tu casa ya no es tu casa”, advierte una de las mujeres que reciben a Vitalina en el aeropuerto de Lisboa, en los primeros compases del film. Y le invita a volver a Cabo Verde, a desistir de quedarse donde ya no le queda nada. De alguna manera, esa admonición nos interpela también a nosotros como el famoso “NO TRESPASSING” en el plano que abre Citizen Kane. Pero ignoramos la advertencia y nos adentramos con Vitalina en la noche infinita del cine de Costa, donde la protagonista emulará a Antígona reivindicando unas exequias dignas para su marido en la parroquia derrelicta donde oficia mal que bien Ventura, el mismo Ventura de los filmes anteriores de nuestro hombre, transfigurado aquí en el sacerdote derrotado de una iglesia no sólo sin feligreses sino también sin dioses.
Vitalina, decíamos, desoye la advertencia y se desplaza al viejo y pobre barrio lisboeta para instalarse en la casa igualmente ruinosa de su difunto esposo, donde literalmente el techo se le cae encima a trozos y donde reprocha amargamente al espectro ausente del marido los largos años de abandono. En contraposición a esa casa desolada que Vitalina ocupa en el tiempo presente, Costa nos muestra mediante flashbacks -gesto inusual en su cine- escenas de la construcción de otro hogar en Cabo Verde, décadas atrás, cuando la joven pareja planeó allí una vida nueva que se desvaneció como la ceniza al ser Vitalina abandonada en la isla. Los imágenes caboverdianas representan los únicos pasajes diurnos del film junto con la visita al cementerio de Ventura y la protagonista. Así es el cine visto a través de las poderosas imágenes de Costa: un Hades tenebroso donde los vivos y los muertos son como esculturas dotadas mágicamente de un movimiento parsimonioso, un no lugar en ruinas donde reinan sombras angulosas como las de Das Cabinet des Dr. Caligari pero se adivina también su contrario, esto es, una luminosa mañana en Cabo Verde y dos jóvenes enamorados que levantan un futuro evanescente ladrillo a ladrillo. Del recuerdo de esos días y de las sombras fúnebres de hoy se compone cada imagen de Vitalina Varela; y se erige así un cine paradójico y profundo que, a la postre, nos habla a la vez de lo que se muere y de lo que vuelve.