‘Apollo 10 ½: A Space Age Childhood’ – La conquista de una mirada

Ya muy avanzado el metraje, encontramos en Apolo 10 ½: Una infancia espacial (Apollo 10 ½: A Space Age Childhood), el último largometraje de Richard Linklater, un plano que nos recuerda poderosamente a otro anterior del mismo realizador. Stan, el joven protagonista, sale junto a tres de sus hermanos de un túnel con el que acaba el recorrido de una excitante montaña rusa, en el parque de atracciones AstroWorld. Mientras el vagón aminora y la luz del sol vuelve a cubrirles, Stan levanta la mirada hacia el cielo con aire meditabundo y los ojos entornados, gesto que vemos en un primer plano picado y ligeramente ladeado. Es una toma muy parecida a otra de BoyhoodSIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/apolo-10-%c2%bd-una-infancia-espacial/

Por el camino de Houston

Dos veces, dos, la trama de Apollo 10 1/2: A Space Age Childhood, el último largometraje de Richard Linklater, nos conduce a una evocación de hechos ya acontecidos. En la primera, la congelación de la imagen de una aparatosa potada opera como una deformación paródica de la madalena proustiana. Mientras Stan, el protagonista, se prepara para ser enviado en misión secreta a la Luna, la voz en off de su yo adulto -Jack Black, por cierto- nos relata cómo era su vida durante los meses anteriores, una infancia feliz a finales de los sesenta en un suburbio de Houston donde todo el mundo trabajaba para la NASA, incluido su padre. Huelga decir que son datos biográficos muy cercanos a los de Linklater, texano nacido en 1960 en Houston precisamente (fue ya de adulto cuando se mudó a Austin, la ciudad a la que todos le asociamos). Esa descripción de una existencia típicamente americana en el corazón del siglo XX ocupa toda la primera mitad del metraje. En la segunda, Stan está acostado en su dormitorio, de nuevo como si Linklater aludiera remotamente a Por el camino de Swann, cuando se produce la segunda evocación, que nos llega esta vez como una ráfaga de flashbacks: los recuerdos de su aventura espacial se van alternando con el relato de cómo él y su familia vivieron el desarrollo de la misión Apollo 11 a través de la televisión.

El film de Linklater parte de una especie de chiste a propósito de todas esas patrañas acerca de la falsificación del alunizaje de Buzz Aldrin y Neil Armstrong. En la película, la misión no responde a una puesta en escena sino que es real; tan real que, previamente, es ensayada por una expedición secreta con un solo tripulante, el joven Stan, que es captado por dos agentes de la NASA en plena jornada escolar, durante la hora del recreo. A partir de aquí, Apollo 10 1/2: A Space Age Childhood se convierte en una especie de continuación ligera, festiva y socarrona de The Right Stuff en la que la conquista de la Luna discurre en paralelo al paso a la pubertad de Stan. No tanto por la floración de su sexualidad, algo que apenas nos es sugerido en un par de detalles, como por la pérdida de la inocencia primigenia que vive nuestro joven astronauta al convertirse en el protagonista de una aventura real de la que los demás conocen sólo un sucedáneo menor, una secuela pergeñada con tramposa seguridad y que, insistamos, llega a todo el mundo a través de las pantallas.

La palabra childhood en el título parece darnos una pista acerca del parentesco del film que nos ocupa con Boyhood, otro largometraje de Linklater sobre el paso de la niñez a la juventud. Pero fijémonos en que el título en su conjunto parece una parodia del de la película que Stanley Kubrick estrenó sólo un poco antes del alunizaje del Apollo 11. Hay alusiones directas a 2001: A Space Odyssey en Apollo 10 1/2: A Space Age Childhood pero también a muchos otros filmes, series, programas de televisión y hits musicales asociados a la época, ergo a los recuerdos infantiles del cineasta. Con la fascinación por el largometraje de Kubrick -y con la comparecencia en la pantalla de cosas como una entrevista a Janis Joplin o las crónicas de la guerra de Vietnam-, la mirada de Stan evoluciona ante nosotros de la limpia felicidad ante The Wizard of Oz o The Sound of Music a una actitud más inquisitiva; abraza, en fin, la melancolía de la modernidad, que leeremos con nitidez en sus ojos entornados en la fase final del film, cuando asista desencantado a los primeros pasos de adultos sobre la Luna días después de que él mismo hubiera caminado en solitario sobre el polvo selenita. «Ya sabes cómo es la memoria: aunque estuviera dormido, creerá que lo vio», dice su madre al acostarlo. Stan, por el contrario, ha visto más y con más claridad que nadie.

Pues lo que se retransmitió por televisión aquel verano de 1969 fue la gestación en directo de un mito hoy fundamental para el alma americana, un mito del que Stan conoce la tramoya. ¿Y no es el cine americano, al fin y al cabo, el gran transmisor de una vasta imagen mítica de una sociedad y una historia? Fijémonos en la forma de Apollo 10 1/2: A Space Age Childhood. Como en tantos otros filmes nostálgicos que retroceden a las décadas centrales del siglo XX, hay una recreación pintoresca del pasado rica en detalles de ambientación, alusiones culturales y recursos como las imágenes de archivo o las grabaciones caseras falsificadas. Pero todo ello es reproducido a través de una espesa capa que marca una distancia visible y evidente: la animación por rotoscopia. Como en Waking Life o A Scanner Darkly, estamos ante imágenes que han sido cubiertas por un manto de dibujo a todo color y que, por tanto, mantienen un estatus ambiguo entre lo real, lo realista y lo recreado. Con ese recurso, Linklater adopta una actitud muy fina respecto a la forma de su propio cine. Apollo 10 1/2: A Space Age Childhood  es, como tantos otros del realizador, un film narrativo al uso, incluso bastante tópico en cuanto a los encuadres, ritmos y demás estilemas. Pero el cineasta nos dice que es consciente de ello, que debemos verlo a través de un prisma especial, tal y como nos indica el dibujo sobreimpresionado; y nos invita así a perder la inocencia, como el protagonista, y observar con ojos desencantados.

Sí, el cine es el gran transmisor del gran mito americano, desde la conquista del Oeste a la de la Luna pasando por la american way of life y la primavera del hippismo; pero hay que saber leer entre líneas y encontrar la melancolía que se cuela por las rendijas del relato. Y saber abstraerse de cierto discurseo nostálgico y, por supuesto, del prurito moralizante o aleccionador que puede acarrear el modo de representación institucional para, liberados y melancólicos, disfrutar del logro mayor del gran cine americano, que no es otro que su imparable impulso narrativo, una fuerza contagiosa que notamos en Apollo 10 1/2: A Space Age Childhood y que impele poderosamente el cine clásico y el no tan clásico, de Griffith a Licorice Pizza. Pues Linklater es, como Paul Thomas Anderson, uno de los grandes maestros actuales de la continuidad entre lo viejo y lo nuevo.

Un duermevela fantástico

Mucho tiempo he estado acostándome tardísimo. Desde la adolescencia, he robado horas y horas al sueño para leer o ver películas arropado por la quietud de la noche. La acumulación de todo ese acervo a lo largo de los años y el presumible desgaste que acarrea el avance del tiempo han hecho que la memoria del cine en mi fuero interno esté llena de imprecisiones y vaguedades. Por eso hoy leo con cierta culpabilidad La memoria en imágenes. El tiempo y el recuerdo en el cine y más allá (Trea), el volumen colectivo que ha coordinado Carlos Losilla y que está sembrado de alusiones a películas de Anthony Mann, Otto Preminger, George Cukor y tantos otros que vi hace demasiado tiempo, nunca he revisado y, ahora, recuerdo muy pobremente. El libro, de hecho, no es sólo un estudio sobre la materialización multiforme de la memoria en el arte cinematográfico sino también una divagación colectiva sobre cómo el cine habita en nuestra memoria individual. Un enfoque que ha invitado a los autores a desplegar textos en primera persona y tono íntimo, bellos ensayos que respiran un aire literario y en los que se prodigan las referencias a Marcel Proust, pues la experiencia de todo cinéfilo es, al fin y al cabo, una búsqueda del tiempo perdido. El cine es fundamentalmente memoria, un magma acumulado en nuestro recuerdo que algunos nos empeñamos en tratar de sistematizar. Pero es también memoria de sí mismo, un arte que viaja constantemente a su propio pasado, que se nutre del recuerdo activo unas veces y, otras, de reminiscencias insospechadas. La memoria en imágenes es también una exploración de esa máquina del tiempo que representa el cinematógrafo, comunicándonos permanentemente con el pasado y con el futuro.

Todos los textos del libro -junto a Losilla, que firma la introducción, los autores y autoras son Imma Merino, Jordi Ibáñez, Áurea Ortiz, Ivan Pintor, Aarón Rodríguez, Joe McElhaney, José Antonio Hurtado, Roberto Amaba, Charlotte Garson, Toni Junyent (precioso su homenaje a la madalena de Por el camino de Swann) y Sergi Sánchez- son sumamente valiosos pero, en lugar de ser exhaustivos, vamos a detenernos aquí en lo que podemos llamar el cuerpo extraño del conjunto, que no es un texto sino un videoensayo que funciona también como una suerte de introducción al cuerpo central de la obra que conforman los ensayos escritos. Cristina Álvarez y Adrian Martin aportan un montaje de seis minutos y medio que se puede ver en Vimeo y a la que da acceso un código QR impreso en el capítulo titulado Recuerda tras un comentario firmado por ellos dos. El videoensayo compendia una selección de flashbacks extraídos de filmes que nos llevan del cine americano de los años cuarenta a los autores señeros del cine europeo de diferentes periodos como Ingmar Bergman, Nicolas Roeg o Raúl Ruiz (como sabrá el lector, chileno de nacimiento pero afincado en Francia durante largo tiempo). Son “breves destellos del pasado, una condensación de las formas que ha tomado esa representación cinematográfica a lo largo de su historia y un tejido de curiosas asociaciones” (P. 28), según las palabras de Álvarez y Martin. Y, de esas “curiosas asociaciones”, me llama la atención que la mayoría de las imágenes que componen el montaje muestren algún tipo de movimiento, ya sea un suave acercamiento de la cámara hacia el rostro de Diana Lynn en Ruthless (Edgar G. Ulmer) o la trepidación del paisaje alejándose a toda velocidad en las tomas de Ingrid Bergman y Gregory Peck esquiando en Spellbound (Alfred Hitchcock) o en las de Marianne Faithfull en moto en The Girl on a Motorcycle (Jack Cardiff). En los segmentos de Suddenly, Last Summer (Joseph L. Mankiewicz) o Sommaren med Monika (Bergman), el movimiento de la cámara parece cumplir la tarea funcional de seguir las evoluciones de, respectivamente, Liz Taylor y Harriett Andersson. En Bad Timing (Roeg), la cámara nos acerca a las aguas del mar que se van desenfocando para dar paso, mediante un fundido encadenado, a la imagen de Theresa Russell abriéndonos los brazos; en Bonjour tristesse (Preminger), un suave zoom nos acerca al rostro lloroso de Jean Seberg, que nos confiesa en voz en off: “I try to stop remembering but I can’t”; y un movimiento aún más sutil sigue el avance al ralentí de una figura que se va enfocando poco a poco en C’era una volta il West (Sergio Leone).

Puede que en esas coincidencias haya algo de azar: el movimiento puebla las imágenes cinematográficas por doquier y con múltiples funciones y significaciones, sí. Pero puede también que el poder evocador del movimiento sea algo que no sólo se manifieste en aquellos planos en los que ese efecto es buscado de manera más clara (los de Ulmer, Roeg o Preminger) sino también en otros más insospechados. Pienso especialmente en esa suave panorámica que acompaña el avance de la lancha adentrándose en el archipiélago de Estocolmo en Sommaren med Monika, un movimiento que parece seguir también al recuerdo que se aleja, penetrando en el inefable reino del pasado. Y, en el más abstracto de todos los filmes citados, la adaptación de Le Temps retrouvé de Raúl Ruiz, la figura del mismísimo Marcel Proust se congela en plena caída tras tropezar con el empedrado de una calle de Venecia; Ruiz detiene el movimiento diegético y lleva el cuerpo inmóvil del escritor a otro tipo de movimiento, un desplazamiento fantástico a través del tiempo, atravesando los espacios del recuerdo como si nos adentráramos en una linterna mágica.

Como decía al principio, me cuesta conciliar el sueño por la noche pero, en el intento, he logrado a veces observar el deslizamiento que conduce mi mente de la vigilia al sopor. He notado cómo, en el estado de duermevela, el curso racional y ordenado de mi pensamiento pasa a hacer asociaciones más peregrinas hasta que, en un momento dado, mi conciencia del mundo real se interrumpe y mi mente ya está soñando, es decir, creando ficciones libérrimas en las que se rompe la lógica espaciotemporal y se reúnen los personajes más variopintos, personas que jamás coincidirían en la prosaica realidad. Quizás por eso el cine ha querido, consciente o inconscientemente, representar la conquista de la memoria mediante un movimiento, un deslizamiento como el de la mente que se adentra cada noche en el territorio de lo onírico. Recordar o soñar, al fin y al cabo, son maneras de habitar lugares y momentos que no corresponden a nuestro aquí y ahora; también lo es el cine. “El recuerdo no existe”, dice Charlotte Garson en su texto, y prosigue: “no es sino una de las versiones de la mentira, de la ficción, del sueño, del archivo o del delirio o, más bien, una sobreimpresión indiscernible y confusa de todos ellos” (P. 268). El cine es sueño, parafraseando a Calderón, un estado de duermevela fantástico que nos devuelve constantemente el recuerdo del pasado. Pero no sólo del pasado: como dice Sergi Sánchez en su capítulo, “el cine es el dispositivo que la memoria utiliza para dibujar el futuro” (P. 309). Igual que los sueños parecen tener a veces una naturaleza premonitoria, las imágenes, si las observamos con atención, se nos presentan a menudo como recuerdos del porvenir, citando ahora a Chris Marker. No sabemos si esta enésima muerte del cine que nos rodea ahora es ya la definitiva en algún sentido pero sí sabemos que toda su memoria nos seguirá acompañando siempre, cuando atravesemos titubeantes el ignoto futuro.