Esa sensación

He visto la muerte del cine. Real, tangible, efectiva. La muerte del cine no es un acontecimiento dentro de una cronología, ni siquiera un proceso. Es otra cosa más etérea, una sensación que transmiten determinadas películas -o series, o vídeos de diferente formato y duración, o incluso secuencias y planos aislados- que nos hacen sentir que el cine es un arte del pasado al que apenas se le puede invocar desde unas pantallas por las que discurren imágenes desprovistas de esa aura característica de lo cinematográfico. Y esa sensación recorre a menudo los grandes blockbusters de Hollywood, como todos esos que, ahora, están incidiendo en el tema de moda del multiverso.

Que es, seguramente, una moda dentro de otra moda más asentada, la de las películas de superhéroes. Es habitual que esos largometrajes -larguísimos, de hecho- se interpelen unos a otros, que se comuniquen intercambiando guiños, personajes o incluso tramas. Y el concepto de multiverso ha servido para generar una complicidad metacinematográfica con el espectador en films como Spider-Man: No Way Home (Jon Watts) o The Flash (Andy Muschietti). En el primero, que vimos hace un par de años, varios actores que habían interpretado al hombre araña en las adaptaciones del cómic a lo largo de las décadas se encontraban para aliarse y actuar al unísono. Los intérpretes de las películas más añejas habían obviamente envejecido: ese detalle no se disimulaba sino que, muy al contrario, era motivo de comicidad y formaba parte del mensaje al espectador, algo así como «usted ha visto las películas sobre Spiderman a lo largo de los años y guarda un entrañable recuerdo de todos estos tipos, recuerdo que ahora vamos a celebrar en una suerte de aquelarre generacional».

Lo mismo sucede en The Flash, recientemente estrenada: varios actores que han encarnado a Batman comparecen en la pantalla y el multiverso en el que se extravía el protagonista epónimo equivale a las múltiples adaptaciones al cine de los cómics del hombre murciélago, Superman, Wonder Woman y otros. La idea de multiverso, pues, sirve como excusa para excitar el bagaje como espectadores de un público con una cierta memoria, por no decir una cierta edad. Hace tiempo que uno tiene la sensación de que los blockbusters no interpelan principalmente a un público joven cuyos hábitos son ya muy diferentes sino más bien a personas de la generación de quien firma estas líneas, individuos de cuarenta y tantos años o más que ya crecimos acompañados por todos esos productos de fantaciencia para adolescentes de todas las edades surgidos desde finales de los setenta.

Precisamente Star Wars, el germen de todo ello, es un ejemplo paradigmático: surgió como largometraje en 1977 pero se ramificó en trilogía, luego en trilogía de trilogías, y aún más allá en un conjunto que abarca multitud de notas al pie y derivaciones de toda índole. Dar vueltas y más vueltas sobre lo mismo es la filosofía de todas esas superproducciones que se suceden desde entonces, y ese circunloquio sempiterno ha derivado ahora en un juego metacinematográfico en torno al concepto de multiverso, un parque de atracciones digital poblado de muertos vivientes -Chrispother Reeve, fallecido en 2004, comparece como Superman en The Flash; Harold Ramis, fenecido en 2014, aparece en Ghostbusters: Afterlife (2021, Jason Reitman)- y cuerpos ajados como el de Michael Keaton, que se vuelve a embutir en el uniforme de Batman ya como septuagenario en The Flash. No podemos pasar por alto el retorno también de Harrison Ford, nacido un 13 de julio de 1942, como Indiana Jones en la extemporánea continuación de una saga característica de los años ochenta que se acaba de estrenar. Significativamente, la última aventura de este pseudocientífico octogenario en Indiana Jones and the Dial of Destiny (James Mangold) consiste en viajar en el tiempo en pos de su propia forma de multiverso.

(Un inciso sobre los malos. Por si no está bastante claro que todos esos filmes apelan a la memoria de un público de cierta edad, fijémonos en el regreso de villanos igual de démodés que los héroes a los que se enfrentan. Indiana Jones necesita volver a luchar contra los nazis, ocultos pero latentes en el año 1969 en que transcurre su ultimísima cruzada. Y The Flash necesita viajar a Siberia para llevar la acción a una vetusta base militar soviética donde todo ha quedado anclado en la era Breznev. En ese detalle, coincide con la sorprendente conclusión de la última película de James Bond, el héroe permanente por excelencia que va cambiando de rostro pero nos acompaña puntualmente desde 1962: en la secuencia final de No Time To Die (2021, Cary Joji Fukunaga), el agente 007 da con sus huesos en otra vieja base soviética, como si necesitara volver a sus orígenes antes de despedirse de nosotros y entregarse al martirio. También los villanos, en fin, emergen de nuestra memoria íntima como espectadores de un Hollywood de ayer).

En suma, ese cine que da vueltas sobre sí mismo una y otra vez, que se entrega a un multiverso que consiste en volver sobre su propia andadura con fastidiosa nostalgia, nos da la sensación de que todo ha acabado ya, de que el cine es un recuerdo más o menos mortuorio. Sensación que se acrecienta por el hecho de que son películas que apenas tratan de dotarse de una mínima, epidérmica personalidad mientras ofrecen, todas al unísono, una receta archiconocida: una psicología de tertulia de bar, una complejidad moral de cuento infantil, una estructura invariable -planteamiento graciosete, nudo enrevesado y desenlace a base de explosiones- moteada de profusos e ininteligibles efectos visuales. Películas, en fin, en las que la escritura y la puesta en escena son espectros del pasado a duras penas invocados, y el montaje queda subsumido en un laborioso proceso de posproducción digital.

Lo curioso es que hay un cine de autor de gran significación que también apela a la frondosidad del relato, a la infinitud del cine: desde los Holy Motors de Léos Carax a las narraciones de narraciones de los últimos títulos de Wes Anderson (The French Dispatch, Asteroid City) pasando por As mil e uma noites de Miguel Gomes o el conjunto fascinante que conforman las películas del sello El Pampero, principalmente La flor de Mariano Llinás y Trenque Lauquen de Laura Citarella. Es otro tipo de multiverso que también apela a nuestra memoria cinéfila y celebra un arte del siglo XX pero no puede ser más diferente de todo eso que los blockbusters hoollywoodienses nos proponen. Aquí, la escritura y la puesta en escena son cuerpos vivos, incluso asilvestrados, inabarcables; y el cine se nos antoja algo inagotable a la vista de una experiencia como, pongamos, La flor. El motivo es algo que ya sabíamos antes de empezar a escribir estas líneas: que en el cine, en definitiva, la cuestión no es el qué, sino el cómo.

Nostalgia o comunicación

En el prólogo de la película, el fragmento de un partido de béisbol entre púberes nos obliga en pocos minutos a desarrollar una serie de empatías y antipatías y a modificarla acto seguido; justo después de los créditos iniciales, un folletín de ambiente high school típicamente norteamericano deriva en relato de terror con la doble presencia monstruosa de un padre alcohólico y maltratador por un lado y, por el otro, un imitador del Joker batmaniano que secuestra a jovencitos sin ninguna motivación evidente; y luego, en el cuerpo central de la película, la crónica de un cautiverio se convierte extrañamente en una historia de fantasmas donde los muertos asustan pero, a la vez, ayudan.

Exótico cruce entre The Sixth Sense (M. Night Shyamalan) y Le Trou (Jacques Becker), The Black Phone (Scott Derrickson) no sólo da varios quiebros estimulantes sino que quiere ser también un rico contenedor de reminiscencias de todo el cine americano de terror desde los años setenta hasta ahora. Transcurre en 1978, alude explícitamente a The Texas Chain Saw Massacre -uno de tantos títulos añejos que ha vivido recientemente una secuela innecesaria, inane e impersonal- y se nutre de muchas otras cosas, quizás de toda un linaje de cine sobre víctimas bisoñas que va de M – Eine Stadt sucht einen Mörder (Fritz Lang) a It (Tommy Lee Wallace, más el remake de turno a cargo de Andy Muschietti).

Es también The Black Phone una película dotada de un ritmo narrativo muy notable y de algunos momentos originales e impactantes. Pero adolece del prurito más común en el cine comercial de hoy, a saber: a medida que se desarrolla, tiende a embrollarse y a perder interés. Todo lo que puede resultar sugerente se sitúa en la primera mitad del metraje, mientras que la segunda va languideciendo y parece finalmente cumplimentar el compromiso de cerrar el film narrativa y moralmente, no vaya a resultar demasiado pesimista, abierto o desconcertante.

Decíamos recientemente que el cine comercial hollywoodiense de nuestros días parece interpelar a un público formado por espíritus adolescentes de todas las edades. Diríase que el género fantástico quiere complacer no tanto a la juventud como a determinadas generaciones, de los boomers a los que engrosamos la generación X, gente que vio en directo la caída del muro de Berlín y vivió el advenimiento de internet y que, sobre todo, creció frente a la pantalla pequeña, consumiendo televisión y vídeo doméstico en cantidades ingentes y cimentando una cultura audiovisual bien nutrida de fantaciencia, efectos especiales progresivamente aparatosos y adicción a los videojuegos. Por eso ocupa un lugar preeminente en el imaginario colectivo el género fantástico de todo tipo: la ciencia ficción, la espada y brujería desde el Conan de John Milius hasta el tostón de los anillos de Peter Jackson, los slashers y una amplia gama de psychokillers que van del Michael Myers de Halloween al Hannibal Lecter de The Silence of the Lambs… Buena parte de todo ese humus cinematográfico se encuentra, como decíamos, bajo los cimientos de The Black Phone.

La cuestión es que, más que un arte en peligro de extinción, un catalizador de nostalgias o una forma de resistencia del tipo que sea, el cine de hoy es sobre todo una relación constante con todo el cine anterior. Y ese permanente retorno al pasado produce a la vez monstruos y obras maestras, productos mortuorios y deslumbrantes revitalizaciones. No sólo en Hollywood sino también en otros cines que escuchan con atención las reverberaciones de la tradición acumulada en las imágenes de hoy. Es el caso de alguien tan aparentemente alejado de todo lo antedicho como Olivier Assayas. De hecho, Assayas es, junto a Arnaud Desplechin, quien dialoga con más provecho, en el seno del cine francés, con la tradición del cine americano clásico, popular, hegemónico. En ese sentido, Assayas y Desplechin toman el relevo de los cineastas nouvellevaguianos, tan atentos al cine de Hollywood y su influencia.

Assayas ha realizado una nueva versión de su Irma Vep en formato de serie de ocho episodios para una popular plataforma de streaming. Se está emitiendo actualmente y quizás habrá que volver sobre ella más adelante cuando haya concluido pero, de momento, esta Irma Vep 2.0 nos interesa porque propone un arco temporal más amplio que The Black Phone: establece, como su predecesora, un diálogo desde el presente con Les Vampires (Louis Feuillade), que se remonta a 1915-1916 y que ya era una serie en pleno cine mudo y en plena Primera Guerra Mundial, mucho antes de que existiera la televisión y ya no digamos internet.

Assayas se va tan lejos en el tiempo para observar las raíces no sólo del fantástico en general sino de los blockbusters de hoy en día. Así, la felina presencia de Musidora en Les Vampires se nos presenta como un claro precedente de las acróbatas digitalizadas como la Viuda Negra que encarna Scarlett Johansson embutida en un mono ceñidísimo igual que el de Musidora o el de Maggie Cheung y Alicia Vikander, las tres Irma Vep de Feuillade y Assayas. Esa comunicación secreta entre la juventud del cinematógrafo y un presente lleno de realidades virtuales y serializaciones -algo en lo que el cineasta ya incidía en Clouds of Sils Maria– sirve a Assayas para interrogarse sobre la continuidad del cine hoy en día, o para plantearlo como una energía imparable que sigue y sigue a pesar de todo. Precisamente, el cine de Assayas parece impelido por una energía asilvestrada, una fuerza natural que empuja el relato, que mueve esa cámara inquieta que caracteriza todo su cine. Quizás por eso las películas del cineasta francés no desfallecen como The Black Phone y tantas otras: porque parecen brotar de una pulsión apasionada y personal, una curiosidad que no las lleva a cerrarse sobre sí mismas sino a lo contrario, a expandirse cada vez más.

Al cine fantástico, en fin, le sienta bien una voz autoral. Es decir, no es que el cine comercial sea malo y el cine de autor sea bueno, sin más matices; se trata más bien de que Assayas, emprendiendo a su manera proyectos marcadamente personales, nos muestra que el cine se encuentra consigo mismo cuando fluye con libertad, rompiendo si es necesario sus propias paredes y desbordando géneros, convenciones, expectativas. La misma libertad que adquiere un cuerpo introducido en el traje de Irma Vep y recorriendo estancias en secreto o los tejados del París de hoy, por encima de la mundanal cotidianidad. Es ahí, en esos gestos de rebeldía, cuando más nítidamente se oyen las voces de los espectros del pasado que nos hablan como los chicos asesinados de The Black Phone o como el fantasma de Personal Shopper, un film de Assayas donde el más allá se comunica también con nosotros a través de un teléfono, en este caso digital y mediante mensajes de texto. El cine, como decíamos, no necesita nostalgia sino un activo contacto entre pasado y futuro, entre los vivos y los muertos.