Gente hablando

Si Otto e mezzo se nos antoja un título tan importante en la historia del cine, si Truffaut llegó a decir que era la película que todos los cineastas hubieran querido hacer, es entre otros motivos porque trata sobre el bloqueo creativo y la dificultad de materializar con precisión lo que uno tiene en la cabeza, una íntima imposibilidad que acompaña al ejercicio de la mise en scène. Adolfo -o Ado- Arrieta sufre algo parecido durante el rodaje que representa O trio em mi bemol, el último largometraje de Rita Azevedo Gomes: víctima de un ataque de perfeccionismo, de purismo o de lo que sea, el cineasta manifiesta varias veces a su equipo que lo que han rodado es perfecto pero, aun así, se debe repetir.

Una parte sustancial de la modernidad cinematográfica, en todas sus oleadas y metamorfosis, consiste en transparentar no sólo el proceso creativo sino también esa sensación de búsqueda de lo inasible, un utopismo incorregible que quizás sea la inquietud que impele el avance del cine a lo largo del tiempo y a pesar de los pesares. O trio em mi bemol nos habla de eso y de otras cosas recreando la filmación de un texto de Éric Rohmer en el que una pareja ya separada se reencuentra y parece estar también permanentemente en busca de algo: de una pieza musical, el trío de Mozart que da título a la obra de Rohmer y a la película de Azevedo, pero también el entendimiento entre ellos, la reconquista de un amor pasado.

La cineasta portuguesa hace profesión de austeridad confinando todo el metraje en la casa ajardinada donde se produce el rodaje, a la manera de sus compatriotas Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes en Diários de Otsoga, y filmando permanentemente en planos fijos. Pero no hace falta nada más para que este objeto extraño que es O trio em mi bemol nos remita no sólo a la sardónica visión de la humanidad de Rohmer sino también al cine de Ingmar Bergman o John Cassavetes, es decir, a algunos de los más memorables episodios del cine de la modernidad que nos han llevado justamente a compartir las crisis de pareja de sus personajes entre las paredes de apartamentos repentinamente opresivos.

Los protagonistas de O trio em mi bemol hablan y hablan, dan vueltas una y otra vez sobre la música y sobre su relación, como Jesse y Céline en las películas-paseo de Richard Linklater, quizás una trilogía más cercana a la película de Azevedo que los filmes de Bergman o Cassavetes aunque sólo sea por el tono, engañosamente ligero. Las parejas de Linklater y Azevedo divagan, van de un tema a otro como en una conversación real. Parece que la cineasta portuguesa está encontrando en esa manera de discurrir una forma cinematográfica fundamental, pues su obra tiende hacia la preponderancia de la palabra y hacia el abrazo de la digresión, a tenor de lo que nos muestran Correspondências, Danses macabres, squelettes et autres fantaisies -que Azevedo firma junto a Pierre Léon y Jean-Louis Schefer- y la que nos ocupa.

No es menos importante, en la obra de Azevedo, una marcada intertextualidad o, si se prefiere, una idea muy singular de cine expandido. Sus películas nos hacen sentir como pocas el cruce entre la puesta en escena cinematográfica y el texto, la composición pictórica, la cadencia musical o la teatralidad. Como si paseara por compartimentos imaginarios que contienen pasadizos secretos, comunicaciones inesperadas del cine con todo lo demás, igual que sus personajes pasean en sentido literal y conversan yendo de un tema a otro. El largo diálogo con Jean-Louis Schefer de Danses macabres… es elocuente al respecto, pues nos muestra una manera de divagar que por momentos nos recuerda a la estructura de las últimas realizaciones de Godard, ensayos investidos de una cadencia poética.

Cuando escribimos sobre Azevedo, recordamos recurrentemente que, años ha, fue ayudante de Manoel de Oliveira, otro cineasta de la intertextualidad con quien comparte el interés por las profundas raíces culturales y literarias del cine. Conversando con Schefer, la realizadora parece encontrar en las representaciones medievales de danzas macabras un origen atávico del cine e incluso halla reminiscencias del tema en La Règle du jeu de Renoir, en Le Charme discret de la bourgeoisie de Buñuel, en Utamaro o meguru gonin no onna de Mizoguchi, en el cine de los hermanos Lumière y en el de Walt Disney…

Quizás la danza macabra del cine de Azevedo sea una tertulia sempiterna como la de Malmkrog (Cristi Puiu), una conversación sin rumbo, sin plan establecido, y por eso sus películas se están impregnando de una característica espontaneidad. El cine como coloquio infinito con las otras artes y con el poder de la palabra, el cine como ensayo permanente que no defiende una tesis sino que simplemente fluye para ver qué acontece con ese fluir; y cada película, en fin, es en realidad una obra inagotable, el camino hacia una perfección utópica y la sugerencia de mil otras películas hipotéticas, como los sueños de Guido en Otto e mezzo o las innúmeras transformaciones del Monsieur Oscar de Holy Motors. Con muy poco, apenas un puñado de persona conversando frente a la cámara, los filmes de nuestra realizadora contienen a su manera toda la historia del cine y todas sus posibles derivadas. Es difícil precisar cómo será el futuro del cine pero no podemos negar que cineastas como Azevedo lo llevan con denuedo hacia nuevas fronteras, a la conquista de una libertad siempre renovada.

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