El monstruo que viene a vernos

La Bête de Bertrand Bonello es un artefacto complejo y desconcertante como ya lo era Coma, pero se puede reducir a una indagación sobre su propio título: ¿qué es la bestia acechante de la que apenas tenemos noticia a lo largo del film? ¿Es esa paloma anunciadora de la muerte, como un Espíritu Santo invertido? ¿Equivale la bestia a la amenaza inconcreta que sobrevuela todo el metraje, a la catástrofe que presiente Léa Seydoux en su fuero interno y que va relatando a médiums y videntes? De hecho, asistimos como mínimo a dos materializaciones efectivas de esa catástrofe: la gran inundación de París por desbordamiento del Sena en 1910, que provoca el ahogamiento de los protagonistas; y el terremoto en la actualidad y en Los Angeles (ciudad que vive obsesionada con The Big One, es decir, con la posibilidad de un seísmo mucho mayor que todos los que se recuerdan y la subsiguiente destrucción de California), sucedido por el acoso a Seydoux de un incel asesino que quiere inmortalizar en las redes sociales el millonésimo crimen de odio de los Estados Unidos.

París, la ciudad del nacimiento del cine y de la Nouvelle Vague, y Los Angeles, la urbe que alberga la industria de Hollywood: las ubicaciones de la trama no parecen casuales. Quizás la catástrofe latente de la que trata La Bête sea la muerte del cine, precisamente una amenaza sempiterna, inextinguible e ineluctable. La historia del cine es la historia de un temor colectivo por la extinción que nos acompaña desde siempre y que, al final, resulta ser un aspecto quintaesencial del hecho cinematográfico. El temor es nuestro, el miedo a la muerte y la angustia ante lo ignoto forma parte de nuestro ser, lo mismo que el deseo y las pasiones más recónditas; borrarlo equivale a cancelarnos como humanos.

La Bête transcurre en un túnel del tiempo que nos lleva constantemente del futuro al pasado y viceversa. El punto de partida parece ser el año 2044, en el que la joven protagonista se somete a una entrevista de trabajo ante una voz sin rostro que parece extraída de la Alphaville godardiana y que se corresponde a una forma ya muy avanzada de inteligencia artificial. La voz invita a Seydoux a despojarse de su afectividad sometiéndose a una operación entre quirúrgica y psíquica, y ella emprende una extraña historia de amor que se esparce por el tiempo, entre el París de la belle époque, los Estados Unidos de nuestro tiempo y una sofisticada discoteca donde la música y el look de la concurrencia corresponden al año anunciado en el exterior por una luz de neón: 1963, 1972, los ochenta…

La cuestión es que ese viaje en el tiempo retrotrae la película a la época de La bestia en la jungla, el relato de Henry James en el que se basa libremente, que es también la época de Madame Butterfly, la ópera de Puccini aludida en el film que relata una historia de desamor muy diferente a la de nuestros protagonistas pero marcada también por la espera y la frustración. Aunque quizás el verdadero viaje interior de La Bête nos lleve a las esencias mismas del género fantástico: el monstruo abstracto, la anticipación futurista como reflejo de nuestros temores presentes y la deshumanización que hoy parece que nos traerá la IA. Antes de la amenaza inmaterial de lo digital, esa deshumanización, en el género fantástico, ha tenido forma de monstruo: ha sido representada como criatura artificial, gólem, autómata, robot o humanoide del tipo que sea. En La Bête, los ojos de Seydoux se reproducen ad infinitum en la miríada de muñecas que salen de la fábrica parisina de su marido, en los inicios de la era de la reproducibilidad técnica. Quizás el objetivo de la IA en 2044 sea convertirnos a todos en muñecas como Guslagie Malanda, la sumisa replicante que acompaña a Seydoux en su metamorfosis.

La Bête es, entre muchas otras cosas, una celebración de la esencia fantástica del cine, esto es, de esa capacidad del cinematógrafo de recrear temores y pulsiones íntimas, difíciles de verbalizar. En ese sentido, el film de Bonello nos recuerda por momentos a la obra de David Lynch -¿recuerdan cuando, en Mulholland Drive, aparecía de repente un monstruo que parecía dar cuerpo por un breve instante a todo lo que recorría la película por dentro?- o incluso a esa sensualidad inefable que impregna las imágenes de Claire Denis. La Bête es también un film que atraviesa esa temporalidad cubista de Alain Resnais, particularmente de L’Année dernière à Marienbad y, sobre todo, de Je t’aime, je t’aime, una película de ciencia ficción como la que nos ocupa.

Creo, en suma, que Bonello ha operado una transformación desde Nocturama, que ya nos hablaba de un odio y un terrorismo larvados en el seno de las sociedades occidentales, y se ha convertido por fin en un autor de género fantástico a partir de Zombi Child, Coma y la que nos ocupa, sus títulos más inextricables, que guardan notables concomitancias temáticas y estilísticas entre sí. No sabemos qué va a pasar con el cine, con la inteligencia artificial ni con todos nosotros, pero está claro que Bonello es una de las voces que se interroga al respecto con más intuición y con más estilo.

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