Aquí y ahora

Dos líneas paralelas se entrecruzan a lo largo de Nu aștepta prea mult de la sfârșitul lumii (es decir, No esperes demasiado del fin del mundo), la última película de Radu Jude. Por una parte, vemos abundantes pasajes de Angela merge mai departe, film de Lucian Bratu que relata los avatares de una taxista en el Bucarest de 1981. Y, en paralelo, asistimos a la extenuante jornada laboral de Angela, influencer y asistente de producción que se pasa el día recorriendo la capital rumana en coche, igual que la protagonista de Angela merge mai departe. Si Ulises era una especie de remake socarrón e insolente de la Odisea en el que Joyce recrea, muy a su manera, el recorrido del héroe homérico en el Dublín de un 16 de junio de 1904, Nu aștepta prea mult de la sfârșitul lumii reproduce los sucesivos pasajes del largometraje de 1981 con la misma distancia irónica que el novelista irlandés y mostrándonos el efecto de ese roce entre lo viejo y lo nuevo.

Puede que, efectivamente, los fragmentos de Angela merge mai departe nos resulten ñoños y desfasados: una planificación rutinaria, una risible música de biblioteca, unas interpretaciones actorales enfáticas, un look casposillo parecido al del cine español más convencional de esa misma época… Pero, ¿qué decir de los pasajes contemporáneos filmados por Jude y, en concreto, de los vídeos que Angela publica en TikTok cubriendo su rostro con un filtro grotescamente feo? ¿No es también un código afectado y ridículo? Nu aștepta prea mult de la sfârșitul lumii nos recuerda que todo envejecerá tarde o temprano y que la noción de lo nuevo es huidiza y engañosa, por lo que también lo es la noción de lo viejo. El cine no es el resultado de una evolución o la historia de una progresión; la modernidad, sea lo que sea, no va de eso.

Nu aștepta prea mult de la sfârșitul lumii es una película profundamente arraigada no sólo en su escenario, la ciudad de Bucarest, sino también en el momento en el que ha sido ejecutada. Oímos alusiones a la defunción de Isabel II y a la de Jean-Luc Godard, a la guerra de Ucrania, a las consecuencias tardías de la pandemia de COVID-19 y a otros asuntos de estricta actualidad durante el periodo de gestación y difusión del film, esto es, los años 2022 y 2023. Jude ha optado por realizar un largometraje totalmente pegado al presente, un presente inevitablemente pasajero. Parece hacer suya esa idea de Rossellini según la cual la fórmula de la universalidad de una obra consiste paradójicamente en ser muy local(ista): Nu aștepta prea mult de la sfârșitul lumii es un film muy rumano y, sobre todo, muy de su tiempo. Sus aspectos más anecdóticos y superficiales envejecerán, sin duda, pero la película prevalecerá, nos interpelará siempre desde su particular aquí y ahora.

Y lo que tenemos aquí y ahora es un nuevo momento de crisis, huelga decirlo. Una cosa sí es la historia del cine: el relato de un cuestionamiento constante, una sempiterna preocupación por el estatus de las imágenes y por el fantasma permanente de la muerte del cine. Precisamente, el film que nos ocupa refleja un clima de descomposición estética y profesional. Jude describe una desasosegante espiral de explotación y banalidad en el seno de la producción audiovisual: Angela busca testimonios para hablar de accidentabilidad laboral mientras se juega ella misma el pellejo conduciendo con sueño y pendiente del teléfono en medio de un tráfico agresivo y caótico. Ante eso, más que una alternativa, lo único que hay es una brusca vía de escape a través de las redes sociales, donde se pueden lanzar exabruptos antisistema más viscerales que programáticos. Y contando, en un pasaje concreto de la película, con la complicidad del cineasta petardista y outsider Uwe Boll. Otra figura alemana del cine contemporáneo y de muy distinta catadura, Nina Hoss, comparece para, en su caso, interpretar un ácido papel como arisca ejecutiva del audiovisual y descendiente lejana de Goethe. Pero también, seguramente, para establecer una conexión emotiva o simbólica entre la película y el conjunto del cine (de autor) europeo que nos invita a reflexionar desde una perspectiva más amplia sobre el estado de las cosas.

Nu aștepta prea mult de la sfârșitul lumii, una película nerviosa y dinámica que transcurre a ritmo de música electrónica, oscila de hecho entre la fealdad impostada y una finura irreprochable. Son relevantes, en ese sentido, los tiempos muertos en los que simplemente acompañamos a Angela mientras conduce por Bucarest, filmada invariablemente desde el puesto del copiloto. Y, cuando vemos segmentos de Angela merge mai departe, las imágenes son sometidas a súbitos e inopinados ralentíes que descomponen el movimiento de los personajes a la manera del Godard de Sauve qui peut (la vie). Más rupturista aún es el largo tramo de la película en el que Jude nos muestra una sucesión de crucifijos plantados junto a las carreteras rumanas como recuerdo de los fallecidos en accidentes de tráfico. Un momento que inevitablemente nos recuerda a un episodio similar de Babardeala cu bucluc sau porno balamuc (esto es, Un polvo desafortunado o porno loco). El sentido profundo del cine de Jude se halla seguramente en ese contraste entre las tramas vitriólicas y los personajes histéricos por un lado y, por el otro, una detención del hilo narrativo que nos lleva a una contemplación vacía, abstracta, autoconsciente. Los dos últimos largometrajes de nuestro hombre son, en fin, especialmente valiosos porque, pudiendo parecer discursivos o incluso películas con mensaje, son en realidad dispositivos abiertos y complejos.

Miedo y asco en Hollywood

Se formaron muchas burbujas artificiales de personas para sortear los contagios durante el primer año de pandemia de COVID-19, como esos confinamientos multimillonarios con los que se completaron las temporadas de la NBA o de la Champions League. Pero la burbuja de The Bubble (Judd Apatow), que también consiste en un enclaustramiento de privilegiados, tiene un doble sentido: es una burbuja el set de rodaje de un ridículo blockbuster en el que se desarrolla la trama y es una burbuja Hollywood entero, un mundillo de envidias, egos y comportamientos adolescentes que la película retrata con una mordacidad digna del David Cronenberg de Maps to The Stars o el Robert Altman de The Player, por más que el tono sea más ligero y festivo. Que ese tono no nos lleve a engaño, pues The Bubble es, como siempre chez Apatow, un film de una amargura, una melancolía y una acidez difíciles de encontrar en otras filmografías del cine americano de hoy.

Las películas que recrean un rodaje son un minigénero en sí mismo y es habitual que relaten con retranca una sucesión de vicisitudes que convierten el proceso creativo en un desastre y su resultado en un azar incontrolable. Tropic Thunder (Ben Stiller), sin ir más lejos, puede considerarse en varios sentidos un precedente cercano del film que nos ocupa. Pero The Bubble es otra cosa, va más allá. Es de facto la crónica de una imposibilidad, es decir, un no relato sobre un no rodaje en un no lugar. La suspensión de la cotidianidad e incluso del flujo normal del tiempo que supone el confinamiento es algo más que un detalle anecdótico en el film: es la condición esencial de una empresa situada fuera de la historia, cuando ya todo se ha terminado. La acomete un grupo tan incapaz como pretencioso de pijos confinados que nos recuerda remotamente a los burgueses de El ángel exterminador, un elenco que refleja punto por punto los vicios y mediocridades del Hollywood de hoy, desde la espiritualidad prefabricada de un flipado newest age hasta la vacuidad insondable de una bisoña tiktoker, pasando por toda suerte de voracidades sexuales que parecen responder a una pulsión más narcisista que erótica. Para el equipo de producción, la seguridad y la rentabilidad son preocupaciones mucho más graves que el resultado estético del rodaje; y, en medio de todo eso, el metteur en scène no es más que un mandao y un patán, quizás el más patético de todos los personajes.

Cliff Beasts 6: The Battle for Everest: Memories of the Requiem, el film que ruedan nuestros protagonistas, es un delirio megalómano, cursi y tan aparatoso como su propio título sobre un grupo de aventureros que, en la sexta edición de su franquicia, viaja en el tiempo hasta una prehistoria con más anacronismos que One Million Years B.C. para enfrentarse a dinosaurios de dudosa taxonomía y coronar en algún momento y por algún motivo el Everest. A medida que los actores se dan de baja por diferentes razones, son substituidos por imágenes digitales o sus personajes son fulminados con giros de guion improvisados. Al final, el único resultado tangible del rodaje, a parte de su impacto en las redes sociales, es un documental sobre el fracaso del proyecto, lo que podríamos llamar un Not-making-of.

Es decir, sólo queda constatar la imposibilidad del film, trascender una ficción que ya no tiene ningún sentido, conjugar una forma de metalenguaje. O, dicho de otra manera: salir del marco fílmico, hacerlo saltar por los aires y abrazar la incertidumbre, lo desconocido. Sé que el signo de los tiempos no es tranquilizador pero lo que no sirve de nada es persistir en la indigesta proliferación de secuelas, remakes y reboots, o en la producción de películas indistinguibles –feel good movies, como se dice ahora, o thrillers tan repetitivos como los episodios de The A-Team, o films de superhéroes de tres horas de reiteración…- que parecen inspiradas por el mismo algoritmo obtuso que nos sugiere títulos en las plataformas de streaming. The Bubble es el reflejo implacable de un Hollywood que se da asco a sí mismo y que no sabe ya qué hacer ni qué diantre pinta en un presente que le desborda en muchos sentidos. Es, en fin, el Hollywood de The Player treinta años después, donde nada ha mejorado en el clima moral del sector y la revolución digital ha exacerbado la incapacidad creativa de unos ejecutivos adictos al high concept.

The Bubble ni siquiera es una comedia en puridad, un artefacto compacto: la evolución moral de los personajes es más bien una broma, no hay buenos y malos, la progresión de la trama es atropellada y absurda, el final es un delirio que raya lo inexplicable… Apatow, coherente con lo que nos explica en el film, ha realizado una no comedia, una obra maestra encubierta que, como decíamos, hace saltar por los aires un marco fílmico que ya no tiene sentido y nos muestra la belleza de los cascotes, la extraña armonía del caos resultante. ¿No era ése, al fin y al cabo, uno de los discursos primordiales de la Nouvelle Vague, o de todas las oleadas de la modernidad acá y acullá? Quizás los tiempos que vivimos sean menos excepcionales de lo que sospechamos y estemos ante una transfiguración igual a todas las anteriores, una crisis que no es tal porque siempre estuvo ahí.

Es más, puede que Hollywood siempre se haya dado asco a sí mismo, incluso en el esplendor del gran cine clásico. ¿Acaso era Errol Flynn un tipo más centrado que los protagonistas de The Bubble, acaso Louis B. Mayer o Darryl F. Zanuck se nos antojan personajes más éticos que la productora del film de Apatow, una sátrapa que guía los destinos del equipo de rodaje a través de una pantalla a lo Gran Hermano? Y puede que el cine americano haya avanzado siempre a golpe de autoenmiendas, vulneraciones o verdaderos atentados como The Bubble. Alguien, de vez en cuando, tiene que romper la baraja, aunque sea con gestos bruscos, películas imperfectas, incluso incurriendo en una cierta fealdad. La cuestión es universal pero, por circunscribirnos al cine americano, saludemos por ejemplo la sana incomodidad que provocan las imágenes borrosas de Zeroes and Ones (Abel Ferrara), que podemos asociar caprichosamente a The Bubble para formar el más extravagante de los dípticos sobre la pandemia; o la imperfección moral y estética que transpira una irreverencia exquisita como The Beach Bum (Harmony Korine), que corre ahora por nuestras plataformas de streaming.

O puede incluso que haya que ir a por todas, desbordar de veras el marco cinematográfico y pulverizarlo todo hasta las últimas consecuencias. La jugada de Casey Affleck y Joaquin Phoenix en I’m Still Here tanteó ese terreno y el resultado fue como mínimo estimulante, algo que ya comparamos en su momento con la gamberrada de Wismichu y Carlo Padial en el, digamos, díptico formado por Bocadillo y Vosotros sois mi película. Pero la última vulneración profunda del sistema de Hollywood no ha llegado en forma de meditada operación cinematográfica sino de accidente, o más bien incidente. Nos hemos pasado los últimos días comentando el teatral sopapo que Will Smith le propinó a Chris Rock en la gala anual de la gran horterada californiana. Que no se me malinterprete: lo que hizo Smith está muy mal, no pretendo hacer una apología de eso, ni mucho menos. Lo que sí quiero es ponderar el valor simbólico de esa imagen, repetida ad nauseam, del cuerpo de Smith cruzando en diagonal el encuadre hasta llegar al presentador inmóvil de la gala y describir un rápido círculo con el movimiento de su mano abierta y el del cuerpo de Rock recibiendo el impacto. Un gesto que rasga violentamente la imagen y que dinamitó una retransmisión televisiva que es en esencia un elaborado relato, una puesta en escena calculada y mortecina, repleta de premios edificantes, vestidos vistosos y discursos lacrimógenos. Una cierta maquinaria se paró de golpe y Hollywood se vio a sí mismo sin máscara. Y se helaron las sonrisas alrededor de un Smith que gritaba enfurecido «keep my wife’s name out of your fucking mouth!» desde su asiento en primera fila. La secuencia del bofetón, en fin, se me antoja una imagen tan precisa de la defunción de (un cierto) Hollywood como la película de Apatow. O de toda una muerte del cine, la nuestra, la de estos días de TikTok y metaverso. Quien no se haya enterado aún de que todo ha cambiado, que lo entienda de una vez por todas.

Tiempos modernos

Hacía mucho tiempo que no iba a ver una película de Fernando Colomo, firma que había ido perdiendo interés con los años. Pero, de repente, Poliamor para principiantes me ha suscitado una cierta curiosidad: ¿en qué habrá derivado esa traslación de la comedia romántica americana al cine español que cineastas como Colomo -o Trueba, Gómez Pereira, Oristrell…- han tentado desde los años ochenta? Y este último largometraje de nuestro hombre parece querer responder a su manera a la pregunta. Empecemos por la trama. Un joven retraído emprende una relación con una doctora pizpireta; en paralelo, lo que va aprendiendo junto a ella sobre el poliamor le nutre de contenidos para triunfar como youtuber conservador que se pitorrea del particular en la red. Le apoya en sus andanzas su propio padre, reverso cómico del protagonista cuyo rol se asemeja al de Bill Murray en On the Rocks (Sofia Coppola), otro título que parece querer retomar la tradición de la comedia clásica en la era del TikTok. Como es previsible, padre e hijo acaban superando sus prejuicios acerca del poliamor y creciendo interiormente tras un recorrido que sigue con pulcritud el esquema del guion clásico hollywoodiense: encuentro fortuito, romance entre los protagonistas, enredo a causa de un engaño, crisis tras la revelación y –spoiler va- reconciliación final tras la preceptiva carrera contrarreloj hasta la terminal de un aeropuerto.

Hay un inevitable paralelismo entra esa incomodidad de los protagonistas ante unos hábitos, los del poliamor, que chocan con su convencionalismo y el gesto torcido con el que una comedia de corte clásico como Poliamor para principiantes comparece ante nosotros ahora. Puede incluso que Colomo se esté sincerando ante el público como un cineasta que se siente parte del mundo de ayer y se pregunta cómo puede adaptarse a las circunstancias y seguir adelante. Nada original, en el fondo: el problemático encaje de la comedia clásica en el cine de la modernidad ya es algo viejo, una cuestión que nos acompaña desde, como mínimo, la época de las primeras realizaciones de Blake Edwards o las últimas incursiones de Howard Hawks en el género -pensemos en Man’s Favorite Sport? (1964), película del mismo año que Une femme mariée-, por citar algunas de las experiencias más felices en ese terreno. Colomo trae la cuestión a nuestro aquí y ahora, al cine español de hoy, y el resultado es, como acostumbra a pasar en su cine, timorato y desigual. Su film no es despreciable, ni mucho menos; incluso podemos decir que se ve con agrado y que tiene momentos realmente divertidos. Pero resulta simple en su discurso y, sobre todo, pobre en estilo. Es llamativo, por ejemplo, lo torpe que resulta un recurso en concreto: como el protagonista es un gran aficionado a los cómics, van apareciendo de vez en cuando detalles de animación impresos sobre las imágenes, remedando los bocadillos que expresan en una viñeta el sonido de un puñetazo o las líneas horizontales que subrayan el movimiento de una motocicleta. Esos insertos quedan forzados, no aportan nada de valor y dejan una impresión ingenua y lastimosa.

Como ocurre en los grandes blockbusters de acción, en los que la animación digital toma posesión de las imágenes de forma mucho más abundante y aparatosa, estamos ante un cine que parece no confiar en sus propias imágenes. Las de Poliamor para principiantes no necesitarían tanto esos aditivos como, quizás, un ritmo interno más vivo. No es que los diálogos o el trabajo de los intérpretes sean malos, pero dan una cierta sensación de encorsetamiento. Incluso decorados como el apartamento donde viven el protagonista y sus padres, tan arregladito e impersonal, transmite la misma frialdad que el escenario de una serie poco lustrosa de televisión. Por contraste, fijémonos en los espacios de Effacer l’historique, el último largometraje de Benoît Delépine y Gustave Kervern, y en las criaturas que los pueblan. Los apartamentos son pertinentemente deprimentes, la fisonomía de las barriadas parece informarnos gráficamente sobre una vida gris y empobrecida, y la acción se desarrolla en no lugares como esos espacios ajardinados, anodinos y desoladores, que rodean los centros comerciales de las afueras de la ciudad. Y los personajes son unos caricaturescos desheredados de la quinta república francesa en su fase digital, parados de larga duración de los Hauts-de-France -la misma región en la que habitan los estrafalarios lugareños de Bruno Dumont- con múltiples problemas de adicción, carencias afectivas severas y comportamientos tan lunáticos como inmaduros.

Pero lo que más nos interesa de los protagonistas de Effacer l’historique es que son también unos inadaptados que parecen superados por los tiempos que corren, aunque sus problemas sean de una índole muy diferente a los del influencer y su padre en Poliamor para principiantes: ellos no tienen problemas con la normalización de tendencias afectivas poco convencionales sino con el efecto en sus vidas de la llamada inteligencia artificial. Es decir, con las espesas gestiones a través de webs impracticables, con la imposibilidad de hablar por teléfono con un operador de carne y hueso sin esperar media hora escuchando un hilo musical, con la agresividad de unas redes sociales en las que se ridiculiza a adolescentes maltratados o se chantajea a mujeres indefensas con vídeos sexuales… La tecnología permite al sistema excluir y esquilmar económicamente a los parias de la tierra sin que nadie se ensucie y sin que esos parias vean un rostro al que escupir, una torre que apedrear. De la fábrica devoradora de cuerpos y del patrón que se aparecía en una gran pantalla en Modern Times, hemos pasado a un vacío digital en el que queda obliterada toda posibilidad de protesta.

No obstante, los personajes de Effacer l’historique parecen ejercer un particular derecho a réplica con su peculiar manera de habitar la imagen. Son extravagantes, se mueven sin elegancia, se agitan nerviosos por los pasillos de un banco sin personal o ante el enésimo mostrador donde van a ser atendidos con displicencia. Y se salen de los márgenes, en un sentido rigurosamente literal cuando sus coches se cuelan en el centro de una rotonda o arrollan el césped que rodea la carretera. Incluso irrumpen quijotescamente en el paisaje para meterse en modernos molinos de viento en busca de un extraño dios redentor. Por eso, aunque la película de Delépone y Kervern no se interesa aparentemente por la tradición de la comedia clásica o del slapstick, sus criaturas sí parecen tener algo en común con Charlot, el vagabundo por antonomasia del cine americano, el desheredado que violentaba la harmonía interna de la imagen con sus movimientos. Y Effacer l’historique no es en puridad un film político pero podría ser una suerte de Modern Times de los gilets jaunes, el movimiento de protesta visceral que sacudió Francia antes de la pandemia y que es explícitamente citado en la película cuando los protagonistas se lían a gritos y a bocinazos blandiendo unos chalecos amarillos.

Esa ansia por agitarse, por desbordar los márgenes, se radicaliza en el inesperado giro final del film, cuando los personajes se salen no ya de la carretera sino del país, viajando a los confines del mundo en busca del rostro del Leviatán que permanece invisible tras internet. El derecho a recuperar la propia imagen y el encuentro físico con el amor mueven a los protagonistas hacia California y Mauricio en sendos desplazamientos disparatados. Es una salida de guion, un gesto de rebeldía, un intento de reconquista llamado al fracaso ab initio. Frente al desmañado intento de comprensión y conciliación que pone en escena Poliamor para principiantes, Delépone y Kervern nos hablan de rabia instintiva, de un intento desesperanzado por recuperar la dignidad, quizás de un gesto tan bruto, irreflexivo e ideológicamente ambiguo -esto no va de perfección moral– como las protestas de los chalecos amarillos. Y lo hacen lejos de los esquemas del género clásico y al lado, por el contrario, de cierta comedia absurda o de tono inesperado que vemos florecer en el último cine de autor francés, de Bêtes blondes (Alexia Walther y Maxime Matray) a À l’abordage! (Guillaume Brac) pasando por el cine de Guillaume Nicloux o Quentin Dupieux, dos cineastas a los que el film parece guiñar el ojo con las breves apariciones de Michel Houellebecq y Jean Dujardin. Que no me malinterprete el lector: no quiero decir con todo esto que transitar la senda de la comedia clásica sea un camino agotado y el cine de acento autoral sea la vía correcta. Ni mucho menos. Me refiero más bien a que el inconformismo, el cabreo o la simple inquietud son herramientas más útiles que la pacatería para generar ficciones tan apegadas al mundo de hoy y a esta nueva muerte y transfiguración del cine que estamos viviendo como también, en el fondo, a toda la tradición acumulada desde los tiempos de Chaplin.