Hacia la revolución

Corría el 20 de noviembre y estábamos en la tercera jornada de L’Alternativa, el festival de cine independiente de Barcelona, cuando conocimos la noticia de la muerte de Jean-Marie Straub. Nos dejó dieciséis años después que Danièle Huillet pero sólo dos meses después que Jean-Luc Godard, a quien dedicó en 2020 un bellísimo film que vio la luz en pleno confinamiento, La France contre les robots. Y podría parecer oportunista la idea de que los espectros de Straub y Godard sobrevolaron la 29ª edición del festival pero lo cierto es que el director de Pierrot, le fou compareció efectivamente en L’Alternativa: lo hizo un día antes del fallecimiento de su colega, en la proyección del film de Cyril Leuthy Godard, seul le cinéma. Quizás sea un documental muy poco godardiano en su forma -planteamiento, nudo y desenlace en riguroso orden- pero puede también que sea ésa su gran virtud, esto es, la sencillez de abordar la figura del cineasta francosuizo con humildad para ponderar la dimensión de su obra escuchándole tanto a él como a otras voces significativas en la glosa de lo godardiano como son Nathalie Baye, Antoine de Baecque, Alain Bergala, Romain Goupil, Julie Delpy… Con el paso del tiempo, el centro de gravedad del cine se va desplazando poco a poco; y, si la Nouvelle Vague y otras corrientes de fondo que transformaron el cine alrededor de los años cincuenta parecen estar en el corazón del relato universal del cinematógrafo que manejamos hasta ahora, tal vez haya llegado el momento de empezar a pensar en la centralidad y la influencia que van adquiriendo determinadas manifestaciones alternativas, radicales y contestatarias de los años sesenta y setenta. No en vano, incluso una noticia tan banal como la publicación de uno de esos rankings inanes en una revista nos invita a pensar en ello al situar Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975) en el primer puesto. En esa misma década de los setenta en la que Chantal Akerman firmó ése y otros largometrajes cruciales, Huillet y Straub estaban realizando algunas de sus películas capitales y Godard atravesaba su periodo más militante y riguroso, el del grupo Dziga Vertov y títulos como Ici et ailleurs.

El espíritu poderosamente ideológico y comprometido de ese particular segmento de la historia del cine -y de toda la filmografía en general de los fallecidos Godard y Straub- reverbera de diferentes maneras en el cine de corto y largo metraje que hemos visto en L’Alternativa; de hecho, quizás se pueda decir eso de cualquier edición del certamen pero, en esta última, parece haber brillado con una luz especial la dimensión política de las imágenes. De una manera muy evidente en títulos como Armotonta menoa – Hoivatyön lauluja (Susanna Helke), algo así como una variación finlandesa de Un chambre en ville, o en Geographies of Solitude (Jacquelyn Mills) y Matter Out of Place (Nikolaus Geyrhalter), sobrios pero nítidos discursos ecologistas vehiculados a través de una apuesta cinematográfica marcadamente observacional. En ese aspecto, los filmes de Mills y Geryhalter coinciden con GES-2 (Nastia Korkia), una película que evoluciona sutilmente de lo contemplativo a lo ensayístico. A partir de un motivo sencillo, la filmación de unas obras de restauración en Moscú para convertir una vieja planta industrial en museo de arte contemporáneo, Korkia nos invita a reflexionar sobre la generación del gesto artístico, lo que hace que algo -cualquier cosa, las imágenes del propio film, un objeto en mitad de un espacio…-, adquiera la condición de arte o, al menos, nos invite a la reflexión o a la retórica. A su manera, juega en el mismo terreno que el Ruben Östlund de The Square pero logra ser más incisiva con mucho menos aparataje.

Europa o la desolación

Dejar respirar a las imágenes, y al espectador con ellas, es a fin de cuentas un gesto poderosamente político, y por eso el cine de Ulrich Seidl parte de planos quietos y frontales para avanzar hacia relatos terroríficos, retratos implacables, pesadillas a la vez hiperrealistas y fantasiosas acerca de una Europa contemporánea convertida en páramo de desolación. Sparta confirma la profundidad de su mirada, devastadora y humanista al unísono, así como la honda raigambre de su cine, que parece sumamente original pero no es para nada un objeto aislado: relatándonos las andanzas de un pederasta austriaco en Rumanía que lucha contra su pulsión a la vez que la alimenta, Seidl nos recuerda por momentos al Fritz Lang de M – Eine Stadt sucht einen Mörder o al Luchino Visconti de Morte a Venezia y de La caduta degli dei. Y, además, viendo el cine de Seidl (también hemos podido rescatar en L’Alternativa Mit Verlust ist zu rechnen, un título de 1992 cuyas conexiones con Sparta son interesantísimas), parece que la pesada presencia de los horrores de la Segunda Guerra Mundial subsista calladamente bajo la tierra helada de Centroeuropa. Algo que sospechamos también al ver Eo, última realización de Jerzy Skolimowski, en la que sentimos la germinación de un nuevo fascismo a lo largo de un trayecto por las mismas tierras que fueron un día escenario de la solución final; el film, de hecho, termina con lo que parece una alusión directa a la maquinaria exterminadora de Auschwitz-Birkenau. Antes, la epopeya del protagonista, un burrito que va cambiando de manos a lo largo del metraje, no nos recuerda tanto al Robert Bresson de Au hasard Balthazar como al Charles Dickens de Oliver Twist o David Copperfield. El cine de L’Alternativa, así pues, no sólo es observacional sino que recoge también las derivaciones de una rica tradición narrativa que se manifiesta en detalles como el aliento dickensiano de Eo o la maestría con la que Sparta maneja los mimbres del guion clásico cinematográfico, un mecanismo poco evidente pero presente entre líneas.

Hay también un profundo conocimiento del guion clásico bajo la estructura de Matadero, el nuevo largometraje de Santiago Fillol. Pero el cineasta argentino se acerca más bien al Godard de Passion para relatarnos la historia de una película imposible, un rodaje condenado ab initio al fracaso por las tensiones internas entre los miembros del equipo, que albergan muy diferentes visiones del proyecto. Sabemos desde el principio que las cosas acabarán mal, con violencia; y, a medida que avanza el film, comprendemos cuán presente está el contexto histórico tras los acontecimientos -estamos en 1975 y en Argentina, sólo un año antes del golpe militar de Videla, Massera y Agosti- y cuán interesadas, ideológicas y maniqueas pueden ser las distintas concepciones de la puesta en escena. Fillol nos sacude saludablemente con la menos romántica de las visiones sobre la cinefilia, la recreación de un rodaje como auténtico matadero. Por eso, en un cierto sentido, tiene vagas concomitancias con Saint Omer (Alice Diop), que dedica la mayor parte de su metraje a la recreación de un juicio como una pautadísima puesta en escena en la que los gestos, las inflexiones de voz, la posición de los cuerpos, cualquier detalle por nimio que parezca obedece a razones profundamente ideológicas. El mejor tramo de Saint Omer es su primera mitad, en la que combina poderosos primeros planos dignos de Pedro Costa, alusiones muy pertinentes a Marguerite Duras y Alain Renais -es decir, a Hiroshima mon amour– y larguísimas tomas de la acusada declarando ante el tribunal que nos retrotraen al Kiarostami de Nema-ye Nazdik (es decir, Close-up) o al Jean Eustache de Numéro zéro o Une sale histoire. En su segunda mitad, marcada a su vez por el guiño a la Medea de Pasolini, el film da la sensación de explicarse demasiado; en cierto sentido, gana densidad su significación pero no su forma. Algo parecido a lo que pasa en Suro (Mikel Gurrea), un título muy estimulante y lleno de posibilidades -al fin y al cabo, transita provechosamente uno de los terrenos más fértiles del cine moderno: la amarga, incómoda, agresiva descomposición de una pareja- que, a medida que avanza, parece ir perdiendo fuelle por querer, digamos, cerrarse como relato y como discurso.

Fuga de Alcarràs

Por el contrario, los extravíos narrativos y formales son, en el fondo, el gesto más político, la actitud más revolucionaria que puede adoptar un film en determinadas circunstancias. La dislocación de un relato que podría haber sido perfectamente lineal o cerrado es la razón de ser de Camarera de piso (Lucrecia Martel) y Carta a mi madre para mi hijo (Carla Simón), dos cortometrajes que podemos aventurar como los trabajos más rupturistas de sus respectivas autoras. Martel tiene la astucia de pulverizar expectativas, ir segando con cada imagen lo que las anteriores habían ido sembrando y, a su manera, demoler lo que podría haber sido una peliculita social y con mensaje al uso; realmente, como si le poseyera el espíritu insobornable de Godard. Simón, por su parte, parece homenajear explícitamente a Apichatpong Weerasethakul al filmar seres etéreos bajo una llama sobreimpresa; y la ambigüedad del título se traslada a la forma del film, en el que el cine deviene en un no tiempo y un no lugar donde conviven los vivos y los muertos, los presentes y los ausentes. Carta a mi madre para mi hijo nos confirma lo que ya sugerían los mejores tramos de Estiu 1993 y Alcarràs: que Simón es una cineasta mucho más sugerente cuando la forma, asilvestrada y libre, prevalece sobre el discurso.

No menos radical es la hechura de Mis dos voces (Lina Rodríguez), testimonio coral de tres mujeres latinoamericanas afincadas en Canadá en el que hay un vistoso y constante décalage entre la banda de sonido y las imágenes, las dos voces de la película. El resultado es un flujo constante y cadencioso, un discurso aparentemente inconexo, una forma exquisitamente libre. Lo cierto es que Rodríguez convoca multitud de temas entre íntimos y sociales -la violencia dejada atrás en Colombia, los problemas de los inmigrantes en Canadá, la violencia de género…- pero dista tanto como Martel de articular un film discursero y aleccionador; felizmente, prefiere confiar en una forma digresiva, revolucionaria. Algo similar a lo que hace Andrés Duque en Monte Tropic, que puede parecer un artefacto relativamente convencional en la filmografía de un realizador harto experimental. Es un espejismo: ni siquiera hay una unidad de tono en el film, que empieza mostrándonos la intimidad de un pisito habitado por jóvenes marroquíes afincados en Barcelona, pasa a mostrarnos un viaje a su país en una suerte de aparte abstracto filmado en unas ruinas, continúa con una performance raruna sobre un escenario y un posterior intercambio de testimonios en el propio teatro… Duque se interroga con nosotros acerca de cómo hacer hoy en día cine político desde una voz experimental, y sobre cómo hacer que los protagonistas hablen por sí mismos, que su voz se imponga sobre la película en lugar de la consabida voz autoral como si estuviéramos realmente ante una ramificación del legado del grupo Dziga Vertov. Película despojada de los oropeles del lenguaje cinematográfico y en busca de una libertad de nuevo tipo, Monte Tropic es un logro mayor alcanzado con los medios más austeros. Y entiendo perfectamente la alegría expresada por Duque al saber que Ayoub el Mernissi, uno de sus protagonistas, acometió después la realización de un cortometraje autobiográfico, El camino hacia la emigración, que acompañó a Monte Tropic en una acertada sesión conjunta del festival.

La voz humana

Mis dos voces y Monte Tropic -como también los mejores segmentos de Saint Omer– nos introducen, además, en otro de los terrenos más fértiles del cine de L’Alternativa, esa zona extraña del cine en el que la palabra cobra una poderosa vitalidad, unas veces redimensionando las imágenes y otras substituyéndolas, incluso generando aquello de lo que han sido privados nuestros ojos, como en la Shoah de Claude Lanzmann. O como en el cine de Straub y Huillet, que tantas veces parte de la recitación de un texto para arribar a formas cinematográficas mucho más sofisticadas de lo que parece a primera vista. Dos rotundos ejemplos, muy diferentes entre sí: Las hostilidades (M. Sebastián Molina) es casi un primo hermano mexicano de Mis dos voces, un largometraje compuesto por un coro de voces en off sobre imágenes cuyo vínculo con el relato no es muy evidente. Lo que vemos no ilustra lo que oímos sino que más bien lo comenta; o tal vez deberíamos decir que se genera un efecto poético, un bello roce entre la visión y la palabra. Al mismo tiempo, se habla y habla de violencia pero no la vemos, ni siquiera sus huellas o indicios, por lo que se convierte en una presencia inquietante que presentimos como si permaneciera agazapada entre plano y plano. En segundo lugar, La visita y un jardín secreto (Irene M. Borrego) es de nuevo un film engañosamente sencillo, en realidad un mecanismo complejo e inteligentísimo. Oímos a la cineasta, que nos habla en primera persona de su familia, y comparecen dos pintores en la película: a Antonio López, lo oímos pero no lo vemos, y a Isabel Santaló, la vemos pero apenas la oímos. Debemos conquistar su voz lo mismo que su recuerdo, la memoria de una artista de gran relevancia caída en el olvido en el medio profesional y en el ostracismo en el círculo familiar. El propio cine parece ser acometido por Borrego como una conquista, el descubrimiento de lo que no se ve, como un paseo por estancias llenas de ganchos en las paredes para sostener cuadros que no están, recuerdos e imágenes que, como la propia Santaló, se nos presentan como un secreto. No nos sorprende que aparezcan entre los agradecimientos los nombres de Pablo García Canga y Diana Toucedo, grandes cineastas de la poquedad, pues La visita y un jardín secreto logra, con muy poquito, suscitar muchos temas.

Une vie comme une autre (Faustine Cros) guarda algunas concomitancias con el film de Borrego: la cineasta nos muestra imágenes de su madre Valérie para indagar su pasado familiar, incluso su identidad en cierto sentido. Cros interroga a las imágenes pero no tanto por lo que contienen como por lo que nos revelan acerca del punto de vista de quien las filmó, su padre en unos casos y la propia cineasta en otros. La impotencia de la cámara ante la profunda, íntima infelicidad de Valérie nos invita a reflexionar sobre una suerte de banalidad del mal intrínseca al acto de filmar, tal vez al simple hecho de mirar. Une vie comme une autre es, pues, otro film modesto y conmovedor que, sin alharacas, llega muy lejos, pues nos informa sobre la inagotable riqueza del motivo de la filmación familiar, un tema que sigue siendo un territorio fertilísimo para estudiar la naturaleza y el misterio de las imágenes. Aunque, de hecho, podemos ampliar esa idea hacia todo el cine sustentado sobre una vasta hojarasca de footage. Poletje 91 (Žiga Virc) parece una traslación a los Balcanes del estilo de Sergei Loznitsa al mantener una astuta ambigüedad entre la objetividad y el discurso. Las filmaciones recogidas nos muestran episodios marginales de la breve contienda que acompañó el proceso de independencia de Eslovenia, así como escenas familiares en las que asistimos a la germinación de un bilioso nacionalismo, la tensión y los rencores que llevaron a la sangrienta descomposición de Yugoslavia. Por su parte, Još jedno proleće (Mladen Kovačević), también conocida como Otra primavera, es casi una adaptación extravagante de La peste de Camus en la que una epidemia de viruela acontecida en 1972 nos es referida a partir de un largo relato en off y una prolija sucesión de imágenes de cuerpos granulosos y miasmáticos. La otra primavera de Kovačević es a la postre la historia de una monstruosa transfiguración de la carne, un documental que roza lo fantástico y que me atrevo a fabular que agradaría seguramente a David Cronenberg.

Capítulo aparte merece la única incursión en lo fantástico, aunque sea sumamente oblicua y sui generis, entre los largometrajes que este cronista ha visto en la última edición de L’Alternativa. Luminum (Maximiliano Schonfeld) nos presenta a una madre y una hija obsesionadas por los ovnis. De sus noches de guardia -a veces, acompañadas por nutridos y animados grupos de aficionados a la ufología como ellas- observando el cielo a la espera de que aparezca una nave extraterrestre, nos llegan escenas deliciosamente irónicas, captadas con una retranca digna de Mariano Llinás, y planos de la oscuridad rasgada por puntos luminosos en movimiento, auténticas imágenes abstractas que componen algo así como una variante nocturna de las telas de Kandinsky. Luminum nos demuestra así que el cine siempre acaba llegando a una cierta abstracción, a algún tipo de experimentación. Precisamente, Godard, seul le cinéma, a la que nos referíamos al principio de nuestra crónica, recoge unas divertidas declaraciones del cineasta suizo en las que afirma haberse dirigido en más de una ocasión al Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), gran institución francesa de investigación científica equivalente a nuestro CSIC, para pedir sin éxito una subvención. Efectivamente, hacer cine es investigar, experimentar; también lo es verlo y analizarlo, comentar la genealogía de las imágenes y aprender cosas sobre el estado del mundo a través de ellas. Pues, en definitiva, nunca ha habido nada más determinantemente político que el conocimiento. Y la idea del cine de Godard y Straub siempre estuvo muy ligada a cierta noción de conocimiento, a un compromiso a la vez moral e intelectual. No sé cómo será ni cuándo empezará la próxima revolución pero sé que, mientras tanto, podemos seguir interrogando al cine o, mejor aún, escuchando las preguntas que las imágenes nos plantean.

Monos como nosotros

Para M.

Si los carteles de las películas son indicativos de algo, el de The Square (Robert Östlund) nos sugiere que la secuencia central del largometraje es la de la irrupción de un intérprete en una cena de gala que realiza una performance bizarra consistente en circular por la sala comportándose como un gran primate. Lo que empieza como una complaciente diversión para los comensales deriva en una situación de pánico cuando el artista se sube a las mesas y adquiere una actitud intimidatoria y agresiva. Los asistentes bajan la cabeza y aguardan sentados a que pase la situación, totalmente acobardados, hasta que el hombre simio emprende la violación de una de las invitadas y, por la espalda, tarde y con torpeza, alguien se atreve por fin a golpearlo. Se suman entonces otros falsos valientes, logran reducirlo y acaban matándolo allí mismo.

Es una escena casi buñuelesca que aleja definitivamente del realismo una película que ya antes venía tonteando con lo abstracto. Y es un instante que acude a la mente de uno cuando, en un flashback crucial de Mank (David Fincher), William Randolph Hearst alecciona al protagonista, Herman J. Mankiewicz, acerca de lo que un gran burgués como él espera de un personaje como el guionista: que se comporte como el mono organillero del cuento que le relata y sea consciente de cuál es la mano que le da de comer. Es decir, que le complazca, le entretenga y le solace, pero que no le toque las narices hablándole de su doblez moral. La secuencia de The Square tiene otras posibles lecturas pero coincide con la de Mank en darnos, a su manera, una sombría imagen de la relación entre el mundo artístico o creativo y la oligarquía que tiene la sartén por el mango.

El hombre simio de Östlund enfrenta a los burgueses con su propia miseria moral y con la falsedad de la representación social en la que viven inmersos. El Mankiewicz de Fincher expone ante Hearst y sus invitados, en el flashback al que nos referíamos, un proyecto de guion consistente en una revisión sui generis del Quijote que es, de hecho, el esbozo de lo que acabará siendo Citizen Kane; es decir, humilla expresamente al anfitrión retratando con finura la ridiculez de su narcisismo. En la secuencia de The Square, todos los comensales van de traje y el intérprete comparece con el torso desnudo y unas prótesis en los brazos para reproducir los movimientos de un gorila; en la de Mank, asistimos a una fiesta de disfraces en la que sólo el guionista va vestido de calle. El bufón no participa de la mascarada en ninguno de los dos casos. De hecho, así es como llama a Mankiewicz el lameculos número uno de Hearst, Louis B. Mayer, sentado lealmente a su derecha durante la cena: “You’re nothing but a court jester”. Un bufón de la corte.

Fincher casi se me antoja un cineasta repipi porque emprende proyectos de diferente naturaleza y siempre acaba dando una lección de narración impecable y gran sentido cinematográfico: aborda la adaptación de un bestseller sin interés literario y arma un film noir de irreprochable buen gusto, rueda la historia del fundador de Facebook y nos explica con agudeza en qué se ha convertido América en nuestro siglo, crea una serie policiaca y nos deja una suerte de thriller río de inagotable riqueza… Y, ahora, firma el enésimo film sobre el Hollywood de los años dorados y el resultado no sólo es original y contundente sino también complejo y profundo. En Mank, el cine americano y todo el sistema social de la nación son representados como una amarga mascarada que no sólo nos habla de 1940 sino también de 2020. No creo que se le escape al espectador cuánto se parece a la de hoy esa América del film, un país controlado por republicanos fascistizados y sus cómplices en el show business, entregados a la manipulación de la realidad -la fabricación de fake news se materializa con toda literalidad en Mank– y al engatusamiento de los trabajadores con un discurso tipo “esto lo arreglamos entre todos”. No creo tampoco que sea difícil notar el paralelismo entre Hearst, el magnate de la comunicación con ambiciones políticas, y el ciudadano Trump que pronto dejará la Casa Blanca pero recordaremos siempre como un síntoma significativo de nuestro tiempo.

Pero, sobre todo, el relato de las circunstancias en las que se gestó el guion de Citizen Kane que nos ofrece Mank describe un Hollywood en trance existencial que teme por su continuidad en términos tanto industriales como estéticos y creativos. El cine siente el aliento de la muerte de manera constante desde sus orígenes; y la amenaza de los nuevos hábitos y las transformaciones sociales que se gestaban en los años cuarenta -mutaciones a las que se sumaría pronto, y con fuerza, el auge de la televisión- invitó a pensar en el final de todo de la misma manera que ahora nos puede generar una ansiedad análoga la revolución digital, el esplendor de los sistemas de streaming y el consumo masivo de imágenes a través de redes sociales y dispositivos móviles. El cine siempre ha habitado en una sempiterna sensación de disolución, en un tiempo de crisis irresoluble marcado por las tensiones entre el sentido del compromiso y las tendencias impuestas por el sistema, y por eso hablar del Hollywood de la época de Citizen Kane o The Bad and the Beautiful equivale también a hablar de aquí y ahora. Y quizás Fincher, cineasta al fin y al cabo bien posicionado en la industria, se vea a sí mismo como un bufón de la corte que acude a una mascarada en Xanadú pero se permite cantarle las cuarenta al amo de la casa (Mank, por cierto, vuelve a ser una producción de Netflix, como Mindhunter). El mono organillero que deviene en gorila agresor.

Fijémonos en que el cine de hoy nos está hablando, a través de algunos de los títulos más significativos de la actualidad, de un tiempo ambiguo en el que el presente y el pasado no sólo se confunden sino que se mezclan, un tiempo que sólo existe en el seno de Martin Eden (Pietro Marcello) o El año del descubrimiento (Luis López Carrasco). A su manera, puede que Mank, película que reproduce la estructura narrativa de Citizen Kane con flashbacks continuos que componen de facto la sustancia de la película, habite también en ese tiempo extraño: su forma viaja constantemente al pasado pero su sentido profundo se proyecta con la misma insistencia hacia el mundo de hoy. Seguimos en cierto sentido en la América de Hearst, un lugar donde la posición institucional respecto a los fascismos es mucho más ambivalente de lo que indica el relato oficial de la historia escrito después del ataque a Pearl Harbour y donde el cine no puede más que defenderse con sus propios medios frente a un sistema audiovisual y una turbamulta de integrados que lo quieren, una vez más, humillado y derrotado.