Del roce entre cine y vida

Hace algo más de un año que comentamos la socarrona y particular revisión del cine negro que realiza Corneliu Porumboiu en La Gomera y, ahora, su película llega a los cines de Barcelona en las mismas fechas que El agente topo, largometraje de Maite Alberdi que emprende también un acercamiento indirecto y guasón al film noir. Y extravagante, más extravagante aún que en el caso de Porumboiu, pues la realizadora chilena da otra vuelta de tuerca al firmar una película situada a medio camino entre el documental y la ficción (es decir, las imágenes que vemos son de naturaleza documental pero la armazón del film responde a la construcción de una ficción), muy al estilo de todo ese cine de hoy, especialmente de los primeros años de nuestro siglo, que pone en entredicho esa compartimentación y explora lo intrínsecamente ficcional de lo documental y viceversa.

El agente topo de Alberdi es el señor Sergio, un octogenario que se infiltra en una residencia de ancianos para recabar información sobre el trato que reciben los residentes. Provisto de unas gafas y un bolígrafo con sendas minicámaras ocultas, nuestro espía toma notas escrupulosamente en un cuaderno y traslada sus informes diarios, durante trabajosas y no siempre discretas conversaciones telefónicas, al detective profesional que lo ha contratado. Las dificultades de Don Sergio para manipular el teléfono móvil que le es asignado, la localización de la acción en semejante escenario y el hecho ver a un hombre de edad provecta remedando a los galanes del cine de espías convencional son los factores que provocan el décalage sobre el que se apoya todo el efecto cómico del film y, por ende, todo el distanciamiento que lo convierte en un comentario irónico sobre el cine negro y sus reverberaciones. Como si asistiéramos, dicho sea de paso, a una versión inversa de la Gramática parda de Juan García Hortelano, novela donde la trama de espionaje y conspiraciones está protagonizada por, en su caso, niños que se comportan como adultos, generando un efecto parecido al de la película que nos ocupa.

Pero, además, Alberdi y su equipo aparecen en la pantalla en un par de ocasiones, incluso interpelando a los protagonistas, no a la manera del cine documental sino como en uno de esos momentos de En passion (Ingmar Bergman) o de E la nave va (Federico Fellini) en los que desbordamos el marco de la imagen para ver la tramoya, el rodaje, el proceso creativo de la propia película. Son guiños que nos invitan a pensar que la naturaleza documental del film no responde sólo a la búsqueda de un punto de vista original sino que El agente topo nos habla de la ficción que habita en nuestra cotidianidad. Reparamos a menudo en cómo la vida se cuela por las rendijas de las imágenes pero también la vida real está recorrida por el cine, pues el cinematógrafo ha sido un generador de mitos modernos, una forma de dotarnos de un relato del mundo que explica nuestras grandezas y miserias. Nos reconocemos en las películas lo mismo que reconocemos el cine en la realidad.

Hay una cierta intención moralista y social en el film, un comentario que no permanece en absoluto oculto. El agente topo acaba siendo a su manera una película de tema: la soledad en la vejez, el desamparo de nuestros mayores, la insolidaridad intergeneracional. Y, de hecho, el discurso del film resulta algo esquemático y obvio, lo mismo que alguna de sus decisiones formales como, por ejemplo, el uso de la música incidental, demasiado enfática. Puede, incluso, que sea una película que, en cierto sentido, llega tarde. O, por darle la vuelta a la misma idea, tal vez nos informa de nuevas formas que se han instalado felizmente en el cine de nuestro tiempo. En cualquier caso, Alberdi realiza un encomiable esfuerzo por alejarse del discurseo, de la rutina de todas esas películas con mensaje que dimiten cinematográficamente y supeditan su forma a la necesidad de darnos una innecesaria lección moral. El agente topo prefiere explorar el roce entre la vida y el cine para que de ahí surja una forma que nos explique algo.

Qué extraño camino me ha llevado hasta ti

La mujer atractiva que contrata los servicios de un circunspecto investigador, la multiplicidad de escenarios internacionales, los sicarios multilingües y los capos de refinada crueldad, la ambigüedad moral de mafiosos y policías, el investigador protagonista fecundo en ardides que es en el fondo un infeliz arrastrado por las circunstancias y por sus propias debilidades… Todos los ingredientes del cine negro clásico y del thriller que se ha derivado de él están en La Gomera, el último largometraje de Corneliu Porumboiu. Y todo es reproducido con la socarronería propia del realizador rumano, que se adscribe así a la noble tradición de revisión del cine negro desde esa perspectiva distanciada, tan propia de la modernidad, que a la vez rinde tributo y arroja una mirada irónica: de los films noirs de Roman Polanski o Robert Altman en los años setenta (Chinatown, The Long Goodbye) a las finas parodias de los hermanos Coen en los noventa (Miller’s Crossing, The Big Lebowski), de la engañosa ortodoxia de Brian De Palma en The Black Dahlia a la extravagante variación de Bruno Dumont en L’Humanité, de la evidente sorna de Paul Thomas Anderson en Inherent Vice a la mucho más sutil de Jacques Rivette en Haut bas fragile o Secret défense, y un largo etcétera.

En su celebérrima entrevista con François Truffaut, Hitchcock hablaba de la pertinencia de jugar con los elementos que da el propio marco de la historia, poniendo el ejemplo de los molinos en la parte holandesa de Foreign Correspondent. Porumboiu hace lo mismo en La Gomera al convertir en un elemento central de la trama el aprendizaje del silbo, esa forma ancestral de comunicación propia de la isla que consiste en silbar con fuerza para transmitir mensajes a gran distancia sin necesidad de gritar. El hecho de que los hampones de la película tomen la descacharrante decisión de aprender silbo para comunicarse es en sí mismo un comentario sobre el estatus de la propia película como regreso a y reanimación de un código tradicional con tanta guasa como autoconciencia. Nótese que La Gomera contiene tres guiños, tres, con los que nos indica su propia naturaleza metacinematográfica. El más importante, nos lo da el escenario de la escena crucial del film, un set de rodaje abandonado donde policías y mafiosos se enfrentan entre decorados al aire libre como espectros de nuestra memoria cinéfila. Los otros dos son un hilarante cameo del propio Porumboiu, encarnando a un cineasta en extremo despistado, y una secuencia en la que investigador y policía se encuentran en una sala de cine donde se proyecta The Searchers, quizás una manera de sugerir, además de la conexión de La Gomera con la cultura cinematográfica americana, que el verdadero McGuffin -o el verdadero móvil, deberíamos decir en rigor- no es el dinero sino, como en la película de John Ford, la chica.

Pero, mucho antes, el tono de cachondeo y cierta irreverencia respecto al cine negro queda patente en un detalle tan significativo como es el hecho de que el preceptivo encuentro carnal entre el investigador y la femme fatale no se demora ni está sujeto a ningún suspense sino que se produce de buenas a primeras, en los primeros compases del film y de la manera más equívoca y absurda, esto es, como triquiñuela para disimular el verdadero motivo de su entrevista ante los policías que los vigilan. El recorrido de nuestro atribulado investigador, siempre zarandeado por las dos mujeres de la película en lo que resulta una aguda y elegante subversión de los roles de género del cine clásico, le conducirá finalmente –I spoil– a un bello y onírico desenlace en un escenario irreal, de nuevo hitchcockiano en su uso y significado, como son los Gardens by the Sea de Singapur, coloridamente iluminados por la noche. Por un instante, podemos leer en la mirada de nuestro protagonista las mismas palabras que cierran el Pickpocket de Robert Bresson: “Pour aller jusqu’à toi, quel drôle de chemin il m’a fallu prendre”, “para llegar hasta ti, qué extraño camino he debido tomar”. El mismo extraño camino que emprende La Gomera para volver al fulgor del cine negro por los derroteros de la modernidad, o viceversa.

El finísimo sentido del humor de La Gomera, en fin, nos muestra que, aunque pueda parecer una rareza en la filmografía de Porumboiu, no lo es, porque la distancia socarrona ha sido siempre el alma de su cine. Lo mismo que la autoconciencia, tan evidente en este su último largometraje, que rinde tributo al humus de cultura cinematográfica sobre el que ha cimentado su voz y su discurso como autor; algo a la postre muy propio de la Nouvelle Vague en general y de Truffaut en particular, quien además de publicar Le Cinéma selon Alfred Hitchcock firmó películas como La Mariée était en noir o La Sirène du Mississipi, capítulos muy significativos de ese eterno retorno al cine negro al que se adscribe La Gomera. El film, además, no sólo no es una salida de tono en la obra del director de Comoara, sino tampoco en el conjunto del cine rumano de autor de estos últimos años, y deviene una pieza valiosa para completar el puzle de esa nueva oleada de modernidad que han alentado las películas de Radu Muntean, Cristi Puiu o el propio Porumboiu.